Authors: John Godey
En el lado izquierdo de la habitación, Marino le hacía señas para que se acercase. Dolowicz miró el Tablero Modelo, se aproximó a la silla de Marino y se quedó plantado detrás de éste. En el tablero podía verse un tren local entre las estaciones de la Calle Veintiocho y de la Calle Veintitrés.
—Está parado —dijo Marino.
—Ya lo veo —dijo Dolowicz—. ¿Desde cuándo?
—Dos o tres minutos.
—Bueno, llame al Centro de Control y dígales que se pongan al habla con el conductor.
—Ya lo he hecho —dijo Marino, amoscado—. Están tratando de comunicar con él. Pero no contesta.
Dolowicz sabía que el hecho de que un conductor no contestase a una llamada por radio podía deberse a muchas razones, la primera de las cuales era que no estuviese en la cabina, que hubiese salido a reparar una conexión accidentalmente averiada o a sujetar una puerta que había quedado abierta. De producirse una avería más grave, habría llamado pidiendo un remolque. Pero, en todo caso, había que informar por radio al Centro de Control.
Sin dejar de mirar el Tablero Modelo, dijo a Marino:
—A menos que sea un estúpido, si no ha llamado al Centro de Control, es porque su radio está averiada. Y el muy holgazán no se toma el trabajo de buscar un teléfono. Hoy, todo les resulta demasiado fácil.
Cuando él había ingresado en el servicio, no existía la radio de doble dirección. Si un conductor se hallaba en apuros, tenía que abandonar la cabina y dirigirse a uno de los puestos telefónicos instalados a intervalos de 150 metros en el túnel, y servirse de él. Estos teléfonos estaban aún allí, para utilizarlos si no había más remedio.
—Ese idiota se llevará una buena sanción —dijo Dolowicz. La bolsa de gases le oprimía el corazón. Trató de eructar, pero no lo consiguió—. ¿Qué tren es?
—El Pelham Uno Dos Tres —respondió Marino—. ¡Mire! Empieza a moverse. —Después, el asombro hizo que elevase el tono de la voz—. ¡Cielo santo! ¡Se mueve
hacia atrás
!
Cuando Longman llamó con los nudillos a la puerta metálica de la cabina, Ryder le hizo esperar un momento para abrir la maleta color castaño y sacar de ella su metralleta. El conductor jadeó. Ryder abrió la puerta, y Longman entró.
—Ponte la máscara —dijo Ryder. Dio una patada al paquete de Longman, y añadió—: Y saca el arma.
Salió de la cabina y cerró la puerta, con la metralleta colgando verticalmente junto a su pierna. En el centro del vagón, sin esforzarse ya en pasar inadvertido, Steever sacó su pistola de la caja de floristería, que aparecía ahora abierta por el centro, precisamente en el sitio que había ocupado el marbete. En la parte posterior del vagón, Welcome se levantó de la maleta en que había estado sentado. Sonreía y cubría con su metralleta toda la longitud del pasillo.
—¡Atención! —dijo Ryder, con voz fuerte, y observó a los pasajeros que se volvían hacia él, no simultáneamente, sino a intervalos, según la rapidez de sus reacciones. Sostenía la metralleta bajo el brazo, con el cargador apoyado en la mano derecha, mientras los dedos de la izquierda se cerraban sobre el gatillo—. Permanezcan todos sentados. Que nadie se mueva. Si alguien trata de levantarse, o incluso de moverse, dispararé contra él. Es el único aviso. Cualquier movimiento significa la muerte.
Se afirmó sobre los pies, mientras el vagón se ponía lentamente en marcha.
Las luces rojas del Tablero Modelo de la Torre de Grand Central empezaron a parpadear.
—Se mueve —dijo Marino—. Hacia delante.
—Ya lo veo —dijo Dolowicz.
Estaba inclinado, agarrado al respaldo de la silla de Marino, observando el tablero.
—Ahora se ha detenido —dijo Marino, con voz apagada—. Se ha detenido de nuevo. Aproximadamente a mitad de camino entre las dos estaciones.
—Un caso de locura —dijo Dolowicz—. Ese conductor me las pagará.
—Sigue parado —dijo Marino.
—Voy a ir allá, a ver qué diablos pasa —dijo Dolowicz—. Y no me importa un bledo
cuáles
sean sus excusas. Me las va a pagar con el pellejo de su trasero.
Se acordó de Mrs. Jenkins, cuyo rostro permanecía impasible. «¡Caray! —pensó Dolowicz—. Tendré que morderme la lengua si no quiero verme en un lío. ¿Cómo no pensaron en
esto
cuando dieron entrada a las mujeres en la Torre? ¿Cómo se puede dirigir un ferrocarril sin soltar tacos?
Cuando abría la puerta, tronó el altavoz:
—¿Qué diablos pasa con ese maldito tren? ¡Por todos los demonios! ¿Quieren ir a ver lo que ocurre?
Era la voz del jefe de servicios, que chillaba en el micrófono del Centro de Control. Dolowicz hizo una mueca, contemplando la erguida espalda de Mrs. Jenkins.
—Dígale a ese voceras que voy a inspeccionar —dijo a Marino, y salió de la Torre, bajó la escalera y se metió en el túnel.
Las metralletas representaban una importante inversión de dinero —las escopetas con los cañones aserrados, que eran también armas terribles, resultaban mucho más baratas—, pero Ryder consideraba que valía la pena. No era que le importasen particularmente como armas —desde luego, eran mortales a poca distancia; pero tendían a desviarse hacia arriba y a la derecha, y, a más de 100 metros, eran poco menos que inútiles—, pero las apreciaba por su efecto psicológico. Joe Welcome decía que la metralleta era un arma que infundía respeto, y —dejando aparte su añoranza del arma tradicional de los gángsters— tenía razón. Incluso la Policía, que conocía sus limitaciones, mostraba cierto respeto por un arma capaz de lanzar 450 balas, de calibre 45, por minuto. Pero, sobre todo, debía de impresionar a los pasajeros, familiarizados con la imagen cinematográfica de las metralletas segando vidas a docenas.
Nada se oía en el vagón, salvo el chirrido de las ruedas y el crujido de las junturas metálicas, al deslizarse el coche lentamente por el túnel. Steever, plantado en mitad del coche, miraba de frente a Welcome, situado en el extremo posterior. Ambos iban enmascarados. Por primera vez contó el número de pasajeros que había en la mitad anterior del vagón. Eran dieciséis. Una docena y un tercio, en términos de vendedor minorista. Pero, por muy desapasionadamente que los mirase, los individuos saltaron a primer plano:
Los dos chiquillos, con unos ojos desmesuradamente abiertos, probablemente más fascinados que asustados por verse actores de un drama real de TV. Su rolliza madre, vacilando entre dos convencionalismos: desmayarse o proteger a sus cachorros. Un tipo hippy, de melenas rubias hasta los hombros y barba que hacía juego; poncho de lana a estilo navajo, una cinta ciñéndole la cabeza, y sandalias trenzadas de cuero; letárgico, tal vez a causa de un exceso de drogas. Una chica llamativa y de negros cabellos, con un sombrero anzac; ¿una pelandusca de postín? Cinco negros: dos muchachos casi idénticos —portadores de paquetes— de rostro largo, huesudo y triste, con grandes ojos en los que el blanco tenía unas dimensiones desproporcionadas; el tipo agresivo del andén, con su gorro Che y su capa a lo Haile Selassie; un hombre de edad madura, de piel fina, guapo, bien trajeado, con una cartera de mano sobre las rodillas; una mujer robusta y plácida, probablemente una criada, con un abrigo de cuello de piel de zorro plateado, regalo de alguna benévola señora. Un viejo blanco, pulcro y alerta, de rosadas mejillas, con chaqueta de casimir, sombrero borsalino gris perla y corbata de seda. Un despojo de mujer, de color indefinido, envuelta en jerseys y chaquetas, increíblemente roñosa y triste, resoplando medio atontada...
Y otros. Personajes de un paisaje urbano. Salvo el negro agresivo, que lo miraba desafiante, los otros pasajeros hacían cuanto podían por mostrarse inofensivos, por pasar inadvertidos. «No estaba mal —pensó Ryder—; no eran más que carga. Una carga a precio fijo.»
El vagón se deslizó bajo sus pies, dio una ligera sacudida y se detuvo. Steever se volvió, interrogador. Ryder asintió con la cabeza, y Steever carraspeó y habló.
Su voz era grave, monótona, apagada; la voz de un hombre que hablaba poco.
—Los de la parte trasera del vagón —dijo—. Levántense. Todos. Y de prisa.
Ryder, previendo el movimiento en su mitad del vagón, dijo:
Ustedes no. Quédense donde están. Permanezcan sentados. Y no se muevan. Al que se mueva le pegaré un tiro.
El negro agresivo se movió en su asiento. Deliberadamente, como en un reto calculado con minuciosidad, Ryder le apuntó al pecho con su arma. El negro volvió a moverse, meneando las caderas, y después se quedó inmóvil, satisfecho con su demostración de intransigencia. Ryder quedó también contento; era un desafío formulario; no debía preocuparse.
—Todos de pie. Levanten el culo. ¿No entienden el inglés? ¡En pie, les digo!
Era Welcome, que intervenía desde la parte posterior del vagón. Mal hecho. Los pasajeros eran bastante dóciles; era imprudente arriesgarse a que salieran de estampida, empujados por el pánico. En fin, ya suponía Ryder que Welcome improvisaría algo, y no podía remediarlo.
Se abrió la puerta de la cabina y apareció Longman, empujando al conductor a punta de pistola. Longman murmuró algo en voz baja, el conductor asintió con la cabeza y buscó un asiento. Vaciló ante un sitio vacío junto al hippy y, después, siguió adelante y se sentó pesadamente junto a la robusta negra. Ésta aceptó su presencia tranquilamente y sin sorprenderse.
Ryder hizo una seña con la cabeza a Longman. Éste, que tenía en la mano la llave del jefe de tren, se inclinó sobre la cerradura de la puerta delantera. Los dos chiquillos, apoyados en la puerta, le estorbaban. Longman pasó una mano entre los dos, sin brusquedad, y los separó.
La mujer rolliza empezó a gritar:
—¡ Brandon! ¡Robert! ¡No les haga daño, por favor!
Se puso en pie de un salto y dio un paso en dirección a los chicos.
—Siéntese —dijo Ryder. La mujer se detuvo y se volvió, dispuesta a protestar—. No discuta. Siéntese. —Ryder esperó a que volviese a su asiento y, después, hizo una seña a los chicos—. Apartense de la puerta. Sientense.
La mujer alargó los brazos y atrajo nerviosamente a sus hijos, sujetándolos entre sus piernas abiertas, su primitivo y último refugio.
Longman abrió la puerta, salió a la plataforma y, al cerrarse aquélla, saltó a la vía. Ryder observó a sus pasajeros, apuntándoles alternativamente con su arma, con movimiento deliberado, conminador. La chica del sombrero anzac golpeaba inquieta con el pie el sucio suelo, de cuadros blancos y negros. El hippy movía la cabeza, sonriendo y sin abrir los ojos. El negro agresivo, cruzados los brazos sobre el pecho, miraba fijamente, con expresión acusadora, al Tío Tom del otro lado del pasillo, al negro bien vestido, el de la cartera de mano. Los dos chiquillos rebullían atenazados por las piernas de su madre... En el fondo del vagón, los pasajeros, en fila de a tres, eran vigilados por Welcome como un perro pastor.
Sin previo aviso, se apagaron las luces del vagón y se encendieron las de emergencia. Los pasajeros parecieron alarmados, pálidos los semblantes bajo la tenue luz de las lámparas de incandescendencia, menos numerosas e intensas que los tubos fluorescentes colocados a lo largo del centro y de los dos lados del coche.
Todo el sector entre las estaciones de las calles Catorce y Treinta y Tres —comprendidas las cuatro vías de los servicios directos y locales— había quedado sin corriente.
Ryder dijo:
—Jefe de tren, venga acá. —El jefe de tren llegó al centro del vagón y se detuvo. Estaba muy pálido. Ryder prosiguió—: Conducirá usted a todos esos pasajeros por la vía.
—Sí, señor —dijo el jefe de tren.
—Debe recoger también a los pasajeros de los otros nueve vagones y conducirlos a la estación de la Calle Veintiocho.
El jefe de tren pareció preocupado.
—Tal vez no quieran abandonar el tren.
Ryder se encogió de hombros.
—Dígales que el tren no irá a ninguna parte.
—Lo haré, pero... —La voz del jefe de tren se hizo confidencial—. A los pasajeros no les gusta apearse del tren, aunque
sepan
que no va a moverse. Es curioso...
—Haga lo que le digo —dijo Ryder.
—¿Puedo marcharme yo? —preguntó la chica del sombrero anzac, cruzando espectacularmente las piernas e inclinándose hacia delante—. Tengo un compromiso sumamente importante.
—No —dijo Ryder—. Nadie de esta mitad del vagón puede marcharse.
—Es una función muy importante. Trabajo en el teatro...
—¡Señor! —exclamó la joven madre, inclinándose sobre las cabezas de sus chicos—. Por favor, señor. ¡Por favor! Mis dos hijos están muy asustados...
—Nadie se moverá de aquí —dijo Ryder.
El viejo de la chaqueta de casimir dijo:
—Yo no pido que me dejen marchar. Pero, ¿podrían al menos informarnos de lo que pasa aquí?
—Sí —respondió Ryder—. Pasa que son ustedes retenidos por cuatro hombres resueltos y armados con metralletas.
—El viejo sonrió.
—Me está bien empleado, por hacer preguntas tontas...
—¿Puede darnos alguna idea del tiempo que nos retendrán? —preguntó la chica del sombrero anzac—. Sentiría faltar a esta representación.
—Basta —dijo Ryder—. No hay más respuestas. Ni más preguntas.
Los esfuerzos de la chica por confundirlo, y el aplomo del viejo eran igualmente transparentes, y esto le satisfacía; no era probable que ninguno de los dos cediese al pánico.
Longman entró por la puerta posterior. Llevaba la metralleta bajo un brazo y se sacudía las manos para quitarse el polvo y la mugre. Probablemente hacía meses, o tal vez años, que nadie había tocado la caja de emergencia de la electricidad. Ryder le hizo una seña, y Longman apuntó a los pasajeros con su arma. Ryder se dirigió a la parte posterior del vagón. El jefe de tren tranquilizaba a los pasajeros, diciéndoles que nada debían temer del tercer raíl.
No hay corriente, señor. Uno de esos caballeros ha tenido la bondad de cortarla.
Welcome soltó una carcajada, e incluso los pasajeros rieron tímidamente. El jefe de tren se ruborizó y, después, cruzó la puerta y saltó a la vía. Los pasajeros empezaron a seguirlo, torpemente. Los que vacilaban, intimidados por el salto, eran empujados por Welcome, a punta de pistola.
Steever se acercó a Ryder y dijo, en voz baja:
—Cinco de ellos son peones. ¿Quién va a dar un centavo por un peón?
—Tienen el mismo valor que cualquiera de los otros. Tal vez más.