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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Peligro Inminente (8 page)

BOOK: Peligro Inminente
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—¿Qué otras, señorita? ¿Qué otras?

La joven titubeó y luego dijo confusamente:

—Nada en concreto... Los periódicos hablan de la enervante vida moderna. Tal vez sea culpa de ésta; demasiados aperitivos, demasiados cigarrillos... Tal vez... El caso es que he caído en un estado... ridículo de depresión.

Se había sentado en una silla y agitaba nerviosamente los dedos.

—No es usted del todo franca conmigo, señorita. Quiere ocultarme su pensamiento.

—No... Nada... Nada...

—Usted me calla algo.

—Se lo he dicho todo, todo...

Protestaba muy seria y parecía muy sincera.

—Todo cuanto concierne a los peligros corridos, eso sí.

—¿Pues entonces?

—No me ha dicho usted el sueño que le invade el corazón.

—¿Quién puede resolverse a tanto?

—¡Ah! —exclamó Poirot—; ¡admite la reticencia!

La joven movió la cabeza. Hércules fijaba en ella una mirada muy atenta.

—Tal vez —dije yo con cierta timidez— no se trate de un secreto suyo.

Vi parpadear rápidamente a la joven, y casi al mismo tiempo se recobró y se puso en pie.

—Monsieur Poirot, le he dicho verdaderamente todo cuanto sé referente a estos estúpidos sucesos. Si cree usted que le oculto algún dato o alguna sospecha de esta o de aquella persona, se equivoca por completo. Precisamente el no poder sospechar de ninguno es lo que me atormenta... Porque no tengo ni el menor indicio... Si los incidentes de los días pasados no son casos fortuitos, no pueden evidentemente ser otra cosa que maquinaciones de alguno que está cerca de mí. Y no tengo la menor idea de quién pueda ser.

Dicho esto se llegó otra vez a la ventana, y volviéndonos la espalda, se puso a contemplar el cielo y el mar. Poirot me hizo una seña para que callase. Creía esperar oír algún desahogo, pues la joven parecía haber perdido el dominio de sí misma.

Cuando volvió a hablar, su voz había mudado de acento. Parecía venir de lejos o de las nebulosidades del sueño:

—Voy a confesar —decía— un curioso deseo mío. Siempre he anhelado poner en escena una obra en La Escollera. Me ha parecido siempre que allí flotaba la atmósfera de un drama. Fantaseando sin consideración, he imaginado muchas obras teatrales adaptadas al ambiente. Ahora mismo me parece que aquí se desenvuelve un drama de veras. Un drama que, sin embargo, no he escrito yo. En cambio, tomo parte en él. Lo represento... Y tal vez esté destinada a morir en el primer acto...

La voz se le quebró en la garganta.

—Vamos, vamos. No sea así, señorita —le dijo afectuosamente el amigo Hércules—. Eso es histerismo.

Esa le miró escrutadora.

—¿Le ha metido a usted Frica en la cabeza que yo soy histérica? De cuando en cuando se dedica a explicar a todo el mundo que padezco histerismo. Mas no siempre hay que creer lo que diga Frica: hay momentos en que... no está enteramente en su juicio.

Calló. Y un instante después, Poirot rompió el silencio con una pregunta que no tenía nada que ver con la conversación.

—Dígame, señorita, ¿no le han hecho a usted nunca alguna oferta por La Escollera?

—¿Oferta de compra?

—Sí. Eso es lo que quería decir.

—No... Nunca.

—¿Y la vendería usted si le ofrecieran un buen precio?

Esa Buckleys reflexionó un momento, tras el cual repuso:

—No. Me parece que no. Al menos, claro está, que la proposición fuera tan extraordinariamente ventajosa que me pareciese una locura no aceptarla.

—Precisamente...

—Estoy tan apegada a nuestra vieja casa...

—Lo comprendo muy bien.

Esa se encaminó a la puerta, pero en el umbral se detuvo para decir:

—A propósito. Esta noche habrá fuegos artificiales. ¿Los verán ustedes? Se cena a las ocho y los fuegos empiezan a las nueve y media. Se verán muy bien desde la parte del jardín que domina el puerto.

—Los veré muy a gusto —respondió Poirot.

—La invitación es para ustedes dos, se entiende.

—Mil gracias —dije yo.

—No hay nada mejor que una reunión de muchos para levantar los espíritus deprimidos —añadió la joven con una breve risa en el momento de marcharse.

—¡Pobre niña! —murmuró Poirot.

Hércules cogió el sombrero, del cual quitó cuidadosamente un minúsculo granito de polvo.

—¿Salimos? —le pregunté.

—¡Claro! Tenemos que cumplir un trámite legal.

—¡Ah!, sí, comprendo.

—Con su agilidad de pensamiento es natural que comprenda al vuelo.

Las oficinas de los abogados Vyse, Trevannion y Wynnard estaban situadas en la calle principal de la ciudad. Subimos la escalera hasta un primer piso y penetramos en un despacho en el que trabajaban tres empleados sin levantar los ojos. Poirot preguntó por el abogado Vyse. Un empleado susurró unas palabras por el transmisor de un teléfono, y por lo visto, obtuvo una respuesta afirmativa, pues, luego de anunciarnos que míster Vyse estaba dispuesto a recibirnos, nos condujo por un largo corredor. Dio unos golpecitos en una puerta, la abrió y se echó a un lado para dejarnos pasar.

Míster Vyse se hallaba sentado detrás de una amplia mesa llena de papeles. Se levantó para saludarnos. Era un joven pálido, de facciones firmes. Sus cabellos rubios empezaban a escasear alrededor de las sienes. Usaba lentes.

Poirot se había preparado para esa visita. Llevaba consigo un contrato sin firmar aún y pidió al abogado su opinión acerca de algunas frases del documento. Vyse, con palabra cuidada y estudiada, pudo resolver las dudas del nuevo cliente y aclarar por completo el sentido del texto.

—Le estoy agradecidísimo —declaró Hércules—. Ya comprenderá usted que, siendo yo forastero, me son un poco hostiles estas fórmulas jurídicas.

Y entonces fue cuando Vyse preguntó quién le había recomendado.

—Miss Buckleys —contestó Poirot—. Es prima suya, ¿verdad? Una muchacha muy simpática... Se me ocurrió manifestarle mi incapacidad para comprender el significado de algunas expresiones, y ella me aconsejó que acudiese a usted. Le hubiera consultado de buena gana el sábado si ese día, a las doce y media poco más o menos, le hubiera encontrado a usted en su bufete.

—En efecto, el sábado me marché antes.

—Su prima debe de aburrirse en aquel caserón, donde creo que vive sola.

—Muy sola.

—¿Me permitirá usted, míster Vyse, preguntarle..., si no es indiscreta la pregunta..., si hay alguna posibilidad de una próxima venta de La Escollera?

—Ninguna.

—Comprenderá usted que no lo pregunto sin más ni más. Tengo motivos para enterarme, pues ando buscando una propiedad por el estilo. El clima de Saint Loo me conviene. La casa de miss Buckleys me ha parecido en mal estado, y creo que andará escasa el dinero para restaurarla. En tales circunstancias tal vez pudiera aceptar la señorita alguna proposición ventajosa.

—Excluyo esa posibilidad —dijo Charles Vyse, moviendo enérgicamente la cabeza—. Mi prima está muy apegada a su propia casa. Nada podría inducirla a venderla, lo sé. Es una vieja propiedad de su familia paterna.

—Comprendo, pero...

—No hay ni que pensar en ello. Conozco a mi prima. Está enamorada de su casa.

Pocos minutos después nos hallábamos ya en la calle.

—¿Qué le ha parecido a usted el tal Vyse? —me preguntó Poirot—. ¿Qué impresión tiene usted de él?

Reflexioné un momento y respondí:

—Una impresión del todo negativa; no hay ningún rasgo saliente.

—¿Quiere usted decirme que míster Vyse no posee una personalidad muy acentuada?

—Sí. Y me parece un hombre a quien no reconocería yo si lo encontrase por segunda vez: una medianía.

—No tiene, en efecto, un aspecto muy imponente... ¿Ha notado usted incongruencia en su conversación?

—Sí —dije lentamente—. En sus afirmaciones respecto a la venta de La Escollera.

—Estamos de acuerdo. ¿Puede decirse de veras que la muchacha está muy apegada a su propia casa, que está enamorada de ella?

—Son expresiones fuertes.

—Sí. Y míster Vyse no es propenso a las expresiones rimbombantes. Su tendencia normal..., normal en él, como en casi todos los leguleyos..., es la de amortiguar más bien que exagerar sus impresiones. Y, así y todo, ha definido como muy apasionado el apego de la muchacha a su vieja casa.

De pronto recordé y dije:

—Sin embargo, esta mañana hemos oído a la misma Esa hablar muy sensatamente como persona encariñada con La Escollera..., y cualquiera lo estaría en su lugar..., aunque no fanáticamente.

—Por consiguiente —dedujo Hércules, meditabundo—, uno de esos dos no es sincero.

—Vyse parece persona sincerísima.

—Eso sería para él una gran ventaja si se hallase obligado a sostener una mentira —observó Poirot—. Sí, parece enteramente un George Washington... ¿Y no ha observado usted otra cosa?

—¿Cuál?

—Que no estaba en su bufete el sábado a las doce y media.

Capítulo VII
-
Tragedia

Miss Esa fue la primera persona que vimos al llegar a su casa aquella noche. Iba y venía por el vestíbulo, envuelta en un maravilloso quimono, todo recamado de dragones.

—¡Oh! ¡Ustedes!

—Señorita..., siento...

—Dispénsenme. Debo parecerles a ustedes muy desarreglada, pero es que estoy esperando el vestido de baile. Me habían prometido solemnemente mandármelo a tiempo...

Hércules contestó bondadosamente:

—Siempre es disculpable la impaciencia de quien espera un vestido... Pero ¿habrá baile esta noche?

—Sí, todos iremos a bailar después de los fuegos artificiales. Es decir, creo que iremos.

De pronto le faltó la voz. Sin embargo, un momento después reía y proclamaba:

—No desanimarse nunca es mi divisa. Cuando no se piensa en las desgracias, éstas no vienen... He conseguido dominar los nervios. Me siento alegre y quiero disfrutar.

Oyóse ruido de pasos en la escalera. Esa, volviéndose, exclamó:

—¡Maggie, Maggie! Aquí tienes a los fieles custodios de tu prima. Acompáñalos al salón y diles que te cuenten las insidias de mi desconocido perseguidor.

Cambiamos ambos un estrecho apretón de manos con miss Maggie Buckleys, que, atendiendo a las instrucciones recibidas, nos acompañó al saloncito. Desde el primer momento me fue simpática esa joven.

Creo que me conquistó al momento la tranquila discreción que emanaba de aquella fisonomía franca, la serena mirada de aquellos ojos azules y la genuina frescura de su rostro regular y no demasiado vivo. Me pareció un tanto ajado su vestido negro y agradabilísimo el sonido de su lenta voz. Con un acento de profunda convicción, nos dijo:

—Esa me ha contado cosas inverosímiles. Seguramente exagera. ¿Quién podría querer hacerle daño? No puedo figurarme que tenga un solo enemigo.

Sus palabras fueron dirigidas a Poirot, a quien miraba como una joven de su condición mira casi siempre a un forastero. Con aire de sospechar de su buena fe.

Hércules le contestó muy tranquilo:

—Y, sin embargo, son cosas verdaderas, señorita.

No añadió la muchacha una palabra, pero su rostro conservó una expresión de incredulidad.

—Esta noche Esa parece tocada de hechizos. ¡Dios sabe por qué estará tan excitada!

Tocada de hechizos... El modo, idiomático en la Escocia nativa, me acarició el oído y el corazón. La entonación de aquella voz me sonaba en los oídos tan familiarmente, que al punto se me ocurrió preguntar sin preámbulos:

—¿Es usted escocesa, señorita?

—Lo es mi madre —respondió la muchacha.

Como indudablemente nuestra interlocutora me prefería a Poirot, comprendí que hubiera dado mayor importancia a los casos ocurridos a su prima si yo los confirmase. Por consiguiente, le hice notar que Esa se conducía valerosamente, como persona decidida a no dejarse vencer por tristes pensamientos.

—Es el mejor camino que puede seguirse, ¿verdad? Si llevamos dentro algún dolor, ¿para qué sirve lamentarse? Sólo para crear un tormento a las personas que nos rodean, para nada más.

Hubo una pausa. Luego, con voz dulcísima, añadió:

—Yo quiero mucho a Esa. Siempre ha sido muy buena conmigo.

En aquel momento fue interrumpido el diálogo por Frica Rice. Con su vestido azul celeste, parecía una criatura frágil y vaporosa. No tardaron en aparecer Lazarus y Esa, guapísima... Se había puesto sobre el vestido negro un estupendo mantón de Manila de color de laca encarnada que le sentaba muy bien. Al entrar, exclamó en dos tiempos:

—¡Bienvenidos todos! ¡Vamos al aperitivo!

Todos bebimos. Mientras alzábamos las copas a la salud de la huésped, le preguntaba Lazarus:

—¿Es antiguo este maravilloso mantón?

—Sí, lo trajo de uno de sus viajes el abuelo de mi abuelo. Mi tatarabuelo, mi tatarabuelo Timoteo.

—Es hermoso, hermosísimo, espléndido. Estoy seguro de que no se encontraría otro igual en todo el mundo.

—Y abriga mucho —respondió Esa—. Me vendrá muy bien hoy, cuando estemos viendo los fuegos. Y tiene colores alegres. El negro me es antipático.

—Precisamente estaba pensando yo —dijo mistress Rice— que es la primera vez en mi vida que te veo vestida de negro. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte un traje de ese color?

—Ni yo misma lo sé —contestó Esa, torciendo un poco el rostro. Y en ese instante me pareció ver que se apretaban sus labios en una mueca de dolor—. ¡Quién sabe por qué se hacen a veces las cosas!

Fuimos a cenar. Vi aparecer un camarero alquilado probablemente para aquellas circunstancias. Los manjares no eran muy delicados; en cambio nos sirvieron un champaña magnífico.

—No hemos visto a George —dijo Esa—. Lástima que anoche tuviera que volver a Plymouth. Pero le espero de un momento a otro, y es de suponer que llegue a tiempo para el baile... He encontrado pareja para Maggie; aceptable, aunque no muy atractiva.

Un ruido venido de lejos invadió el salón.

—¡Malditos vapores! —exclamó Lazarus—. ¡Cuánto me molestan!

—Pero ése no es ruido de vapor —corrigió Esa—. Es el de un aeroplano.

—Debe de tener usted razón.

—Claro que la tengo, son dos ruidos muy diferentes.

—¿Y a qué espera usted para comprarse un aeroplano, Esa?

—Espero el dinero necesario para pagarlo —respondió riendo la interpelada.

—Y en cuanto lo tenga, se marchará a Australia, como aquella joven... ¿Cómo se llama?

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