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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Peligro Inminente (19 page)

BOOK: Peligro Inminente
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—¡Si lo hubiese sabido! —balbució Poirot—. ¡Si lo hubiese podido imaginar!... ¿Puedo ver a la señorita?

—Si quiere usted volver dentro de una hora, creo que podrá verla. Y no se desespere, señor, que la salvaremos.

Estuvimos una hora circulando por las calles de Saint Loo. Yo me afanaba por calmar la ansiedad de Hércules; insistía, especialmente, en decirle y repetirle que después de todo no había ocurrido nada trágico. Y él seguía moviendo la cabeza y exclamando de cuando en cuando:

—Tengo miedo, Hastings...

Lo decía con tales y tan impresionante entonaciones, que yo también me sentí invadido por la angustia.

Al llegar a cierto punto, me apretó el brazo, diciendo:

—Me he equivocado, me he equivocado por completo...

—¿Empieza usted a creer que no se trata de cuestión de dinero?

—No, no; en eso tengo razón, estoy segurísimo. Pero aquellos dos que parecían los más indicados... La explicación es demasiado simple, demasiado fácil... Es preciso buscar otro. Sí... Hay algún otro...

Y luego, estallando de indignación, añadió:

—¡Qué loca! ¿No se lo había yo prohibido? ¿No le había avisado diciéndole: «No toque nada de lo que venga de fuera»? Ha quebrantado las órdenes de Hércules Poirot. No le bastaba ya haberse librado cuatro veces de la muerte. Ha querido correr un peligro más... Son cosas increíbles.

Por último, volvimos al sanatorio. Después de un breve rato de espera, nos acompañaron a la habitación de miss Esa.

Esa estaba sentada en el lecho. Tenía las pupilas sumamente dilatadas. Parecía tener fiebre. Con una voz muy débil y moviendo nerviosamente las manos, murmuró:

—¡Otro golpe que ha fallado!

Poirot perdió el color al mirarla. Le tomó una mano. Se rascó el cuello para tener fuerzas para hablar y casi susurrando dijo, en tono disgustado:

—¡Ah, señorita!

—Si esta vez hubieran conseguido su objeto, no me hubiese importado nada, nada.

—¡Pobre muchacha!

—Sólo me desagradaría que pudieran tener la satisfacción...

—Muy bien. Así debe ser... Hay que querer vivir... Desafiar a la suerte...

—No habría sido un refugio muy seguro su famoso sanatorio.

—Si hubiese usted obedecido mis órdenes, señorita...

Esa exclamó, con acento de gran sorpresa:

—Pero ¡si he obedecido puntualmente!

—¿No le había yo prohibido comer nada de lo que le trajesen de fuera?

—Y así lo he hecho.

—¿Y los bombones?

—Eso estaba permitido, pues me los ha enviado usted.

—¿Qué está usted diciendo?

—Digo que usted me los ha mandado...

—¿Yo?... No... Yo no he mandado nada de comer.

—Sin embargo... En la cajita estaba su tarjeta...

—¿Cómo? ¿Cómo?

Esa hizo un esfuerzo para alargar la mano a la mesa que tenía junto a la cama. Se acercó una enfermera preguntándole:

—¿Quiere usted la tarjeta que estaba en la caja?

—Sí, haga el favor.

La enfermera no tardó en encontrar el objeto pedido. Y nadie se movió ni dijo una palabra hasta que la hubo puesto en manos de Hércules. Éste quedó petrificado al ver la tarjeta. Contenía, como la que él había mandado con el cesto de flores, estas palabras, escritas muy claramente:

«Cariñosos saludos de Hércules Poirot.»

—¡Voto al diablo!

—¿Lo ve usted? —exclamó Esa

—Yo no he escrito esto —dijo Poirot.

—¿Cómo?

—Y, sin embargo —volvió a decir mi amigo—, es mi letra.

—Yo estaba segura. Había visto su letra en la tarjeta del cesto de claveles, y no dudé que fuese usted quien me enviaba los bombones.

Inclinando la cabeza, dijo Poirot:

—Es natural que no haya usted tenido duda. ¡Es un demonio, es astuto, ese cruel bandido! ¡Haber imaginado semejante golpe! Pero ¡ese hombre es un genio, un genio! Cariñosos saludos de Hércules Poirot... Una cosa simple, sencillísima. Bastaba pensar en ella. ¡Y yo que no he sabido preverla!

La joven se agitaba.

—No se entristezca, señorita. Nada tiene usted que reprocharse. ¡Yo soy el censurable, el imbécil! ¡Hubiera debido preverlo! Hubiera debido..., sí...

Con el mentón apoyado contra el pecho, Poirot parecía la imagen de la desolación.

—Creo realmente... —dijo a media voz la enfermera.

No se había separado y se comprendía que desaprobaba el que se prolongase nuestra visita.

—¡Ah! Sí, sí... Ahora nos vamos... Valor, señorita: ésta habrá sido mi última equivocación. Estoy abrumado de vergüenza. Se han burlado de mí como de un colegial... Pero no volverá a suceder, se lo prometo. Vámonos, Hastings.

Lo primero de todo, Poirot quiso hablar con la superiora, que estaba consternadísima por lo ocurrido en el sanatorio.

—¡Que haya podido suceder aquí un caso semejante! No puedo acostumbrarme. No llego a comprender cómo ha sido posible...

Poirot se mostró con gran tacto y simpatía. Después de haberla consolado un poco, empezó a indagar la forma en que había llegado allí la caja fatal. La superiora declaró que sobre eso podría enterarle mejor el ayudante que estaba de turno a aquella hora.

El ayudante, un tal Hodd, era un joven de aspecto honrado y algo estúpido. Tendría unos veintidós años. Estaba evidentemente nervioso y espantado. Poirot le dijo al momento, con amabilidad:

—No se le puede reprochar a usted nada. Sólo quiero saber exactamente cómo y cuándo trajeron aquí esa caja.

El ayudante titubeó:

—Es difícil decirlo, señor. ¡Viene aquí tanta gente a pedir noticias y a dejar paquetes para los enfermos!

—La enfermera ha dicho que éste lo trajeron ayer tarde, a eso de las seis —dije yo.

El rostro del joven se aclaró un poco y dijo:

—Sí, lo recuerdo. Lo trajo un caballero.

—¿Un caballero rubio, delgado, de nariz larga?

—Rubio, sí; pero en cuanto a la nariz... No reparé.

—¿Cree usted que Vyse lo haya traído en persona? —pregunté yo.

Yo pensé que el joven debería de conocer a un abogado del pueblo.

—No era míster Vyse —repuso inmediatamente—. Yo le conozco; era otro señor, de buen aspecto, que venía en automóvil.

—¡Lazarus! —exclamé.

Y me arrepentí en el acto de mi impulso, por las miradas que me dirigió Poirot, el cual siguió interrogando.

—¿Un señor que vino en un hermoso automóvil es el que dejó el paquete dirigido a miss Esa Buckleys?

—Sí, señor.

—¿Y qué ha hecho usted del envoltorio?

—No lo toqué; se lo llevó la enfermera.

—Comprendido. Pero ¿no fue usted quien lo tomó de manos del caballero?

—Sí, naturalmente. Lo tomé de sus manos y lo puse sobre la mesa.

—¿Qué mesa? ¿Podría verla?

El ayudante nos condujo al vestíbulo. Precisamente al lado de la puerta de entrada, a la sazón abierta, había una mesa de mármol llena de cartas y paquetes.

—Todos los paquetes que llegan se dejan aquí y las enfermeras los distribuyen luego a las personas que los esperan.

—¿Recuerda usted la hora en que fue recogida la caja?

—Debían de ser las cinco y media... O tal vez un poco más tarde. Sé que ya había llegado el correo, y el correo suele llegar a las cinco y media. Fue una tarde muy movida. Vino mucha gente a traer flores o a visitar a los enfermos.

—Muchas gracias... Ahora desearía ver a la enfermera que subió la caja.

Poco después vimos venir a nuestro encuentro una alumna enfermera, una personita agitada, turbada a más no poder. Se acordaba de habérsele encargado el paquete para entregar a miss Buckleys a las seis, o sea en el momento en que había entrado de turno.

—A las seis —murmuró Poirot—. Así, pues, hacía unos veinte minutos que el paquete estaba sobre la mesa.

—¿Decía usted?

—Nada, señorita; continúe. Llevó usted la caja a miss Buckleys.

—Había varias cosas para ella. Esta caja. Flores enviadas por míster Croft, según creo, y otro paquete que vino por correo. Y lo más extraño es que también éste contenía una caja de bombones de chocolate.

—¿Qué dice usted? ¿Otra cajita de bombones?

—Sí. ¡Extraña coincidencia! Miss Buckleys cogió las dos cajas y dijo: «¡Qué lástima! No poderlos siquiera probar...» Luego, abrió las cajas, y al encontrar en una de ellas su tarjeta, me dijo que me llevase la otra: «No vaya a ser que los mezcle por descuido. Quitemos pronto de en medio la sospechosa...» ¡Dios mío! ¡Quién hubiera podido imaginar semejante cosa!... Parece una escena de las novelas de Wallace.

Poirot cortó en seco aquel diluvio de palabras:

—¿Dice usted que había dos cajas? ¿Quién envió la otra?

—No había ningún nombre dentro...

—¿Y cuál de las dos parecía ser la que yo envié, la que llegó por correo o la otra?

—En realidad... no me acuerdo. ¿Quiere que vaya a preguntárselo a miss Buckleys?

—Si es usted tan amable...

—Dos cajas —murmuró Poirot—. ¡Cualquiera lo entiende!

La enfermera, que había subido corriendo, llegó sin aliento.

—Miss Buckleys dice que tampoco tiene ella ninguna certeza. Sacó las dos cajas del papel que las envolvía antes de mirar lo que había dentro. Sin embargo, cree que la de usted no es la que llegó por correo.

—¿Eh? —dijo Poirot.

—La caja que parecía enviada por usted no vino por correo. Al menos así lo cree la señorita, aunque no está segura

—¡Demonio! —exclamó Poirot, al marcharnos—. ¿Qué hay que hacer para estar seguro? En las novelas policíacas se consigue estarlo, pero en la vida real... La realidad es siempre muy complicada. ¿Estoy yo seguro de algo? No, no y mil veces no.

—Lazarus... —dije yo.

—Sí. ¿Verdad que es sorprendente?

—¿Piensa usted hablarle?

—¡Naturalmente! Tengo muchas ganas de ver la cara que pone... Entre tanto, no estará de más exagerar la gravedad del caso. Nada perderemos diciendo que miss Esa se halla en peligro de muerte. ¿Comprende usted?... Sí. No es mala idea. Pondremos una cara muy triste de pompas fúnebres...

Tuvimos la suerte de encontrarnos con Lazarus. Estaba delante del Majestic, inclinado sobre el motor de su automóvil.

Poirot se le acercó con paso rápido y le preguntó sin ambages:

—Míster Lazarus, ¿llevó usted anoche al sanatorio una caja de bombones para Esa?

Lazarus pareció un poco sorprendido.

—Sí.

—Ha sido una atención muy agradable por su parte.

—A decir verdad, la enviaba Frica; es decir, mistress Rice. Me suplicó que se la llevase.

—¡Ah! Comprendo.

—Fui con el auto.

—Comprendo... ¿Dónde está mistress Rice?

—Creo que en la galería.

Mistress Rice estaba tomando el té. Nos dirigió una mirada ansiosa.

—¿Qué acabo de oír? ¿No está bien Esa?

—Es una cosa muy misteriosa, señora. Dígame, ¿le mandó usted ayer una caja de bombones?

—Sí, es decir... Se los envié porque ella me los pidió horas antes.

—¿La señorita se los pidió?

—Sí.

—Pero si no le permiten ver a nadie, ¿cómo se arregló usted para verla?

—No la he visto. Me telefoneó ella.

—¿Para qué?

—Para decirme que desearía una caja de bombones de chocolate de la casa Fuller, una caja de dos libras.

—¿Era débil su voz?

—No, bastante fuerte. Pero algo distinta de otras veces. Al principio no supe que era ella quien me telefoneaba.

—¿Tuvo que dar su nombre?

—Sí.

—¿Estaba usted segura de que hablaba con su amiga?

Muy descompuesta, balbució Frica:

—Yo... Yo... Pero sí, era ella. ¿Quién otra hubiera podido ser?

—Es una cuestión interesante, señora.

—No querrá decirme...

—¿Podría usted jurar que era la voz de su amiga?

—No —repuso lenta y penosamente la interrogada—. No podría jurarlo. La voz estaba muy alterada. Creí que sería el teléfono... O quizá el hecho de que no se encontrase bien...

—Si ella no le hubiera dicho quién era, ¿hubiese usted reconocido la voz?

—No. Al menos no creo que la hubiese reconocido... ¿Quién era el que telefoneaba? ¿Quién, monsieur Poirot?

—Eso es lo que estoy decidido a saber, señora.

La gravedad de su rostro pareció despertar sospechas en la señora.

—¿Le ha sucedido algo a Esa? —preguntó jadeante.

Poirot le dijo:

—Está mal. Está en peligro de muerte. Aquellos bombones, señora, estaban envenenados.

—¿Los chocolates que le envié yo? Imposible. Imposible.

—No es imposible, señora, puesto que miss Esa está entre la vida y la muerte.

—¡Dios mío!

Se tapó el rostro con las manos y luego lo descubrió palidísimo y tembloroso.

—No comprendo... No comprendo... Lo otro, sí; pero esto, no... Los bombones no podían estar envenenados. Los únicos que los hemos tocado hemos sido Jim y yo... Está usted cometiendo un gran error, monsieur Poirot.

—No he cometido ningún error, aunque mi nombre estaba dentro de la caja.

La Rice le miró con los ojos pasmados.

—Si muere Esa... —dijo Poirot, haciendo con la mano un ademán de amenaza.

La señora profirió un grito ahogado.

Hércules le volvió la espalda, y pasando un brazo por debajo del mío, me llevó consigo.

Apenas traspusimos la puerta del salón, tiró rabiosamente el sombrero sobre la mesa, exclamando:

—No comprendo nada... Nada. Me siento desanimado... ¿A quién puede beneficiar la muerte de Esa? A mistress Rice... ¿Quién compra los bombones, reconoce haberlos comprado y cuenta sobre ellos la historia de un aviso telefónico que no resiste el más superficial examen?... Mistress Rice... La cosa es demasiado sencilla, demasiado tonta. Y esa mujer no es tonta; al contrario, me parece muy astuta.

—Entonces...

—Entonces... Frica toma cocaína. De eso estoy seguro. No puedo equivocarme, Hastings. Y aquellos bombones estaban envenenados con cocaína. Además, ¿qué le ha movido a murmurar «lo otro, sí; pero esto, no»? ¿Cuál es el verdadero significado de esa frase tan extraña?... ¿Y qué tiene que ver con todo eso del joven Lazarus? ¿Qué sabe la Rice? Algo sabe... Y no puedo hacerle hablar. No es de aquellas a quienes, asustándolas, se les puede inducir a descubrir su secreto... Pero algo sabe. ¿Es cierta la historia del teléfono o se la ha inventado ella? Y si es verdad, ¿quién le ha telefoneado? En realidad, Hastings, ahora todo son tinieblas.

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