Al dejar a Helen, Poirot, con el rostro nublado otra vez, se volvió hacia mí, diciéndome:
—Yo me pregunto si ha oído los disparos. Creo que sí. Y precisamente después de oírlos debió de salir de la cocina... Oyó a miss Esa correr por la escalera y luego salir por una de las puertas-vidrieras. Ella misma salió a su vez al vestíbulo para ver qué había pasado. Todo eso es muy natural. Pero no comprendo por qué estaba en casa a la hora de los fuegos. Y ese porqué, quiero llegar a saberlo.
—¿Cómo se le ha ocurrido a usted pensar en un escondrijo?
—Pues porque no renuncio a la hipótesis de algún bandido de fuera, desconocido aún; el anónimo J. de mi lista.
—¿El J.?
—Sí; la última letra de la lista extendida anoche. Si por cualquier motivo llegó aquí anoche J., puede haberse ocultado..., supongo es un hombre, en algún escondite practicado detrás de una de las paredes de algún aposento. Pasa una joven a la que él toma por Esa. La sigue por la galería, dispara. No; esa hipótesis no vale. Además sabemos que no hay en La Escollera ningún cuarto secreto. Puede ser mera coincidencia el hecho de que esa criada se quede en la cocina. Vamos por el testamento de miss Buckleys.
No había papeles en el salón. Pasamos de éste a la biblioteca, su ambiente era más bien oscuro, pues su única ventana daba al jardín. Vimos allí una gran mesa de viejo estilo, repleta de papeles mezclados en desorden: cuentas no pagadas revueltas con recibos, cartas apremiando pagos atrasados y de correspondencia particular.
—Todo este párrafo hay que examinarlo y ordenarlo metódicamente — me dijo Poirot.
Siguió puntualmente su programa, y cuando Hércules ya llevaba bastante tiempo trabajando, pudo dirigir una mirada de satisfacción a los diversos montoncitos en que había dividido y ordenado todo lo que contenía la mesa.
—Bien. Ahora tenemos cuando menos la seguridad de saber todo lo que estaba encerrado aquí dentro, sin equivocación posible.
—Desde luego; pero, a pesar de lo mucho que hemos revisado, no hemos sacado nada en limpio.
—Tal vez esto sea algo.
Y me presentó unas líneas escritas con letra muy grande, desordenada, casi ilegible.
«Querida amiga: Después de una noche espléndida, hoy estoy hecha un guiñapo. Has hecho bien en no querer probar la droga. No lo hagas nunca, querida, que luego es muy difícil dejarla. Escribo al solterón para que me mande más. ¡Qué infierno es la vida!
»Tuya,
Frica.»
—La carta es de febrero —dijo pensativamente Poirot—. Al momento comprendí que era cocainómana.
—¿De veras? Yo no lo había notado.
—Pues la cosa está muy clara. Basta mirarle los ojos. Además, sus extraordinarias variaciones de humor, a veces excitadísima, otras muerta..., inerte...
—Dicen que los estupefacientes actúan en el sentido moral...
—Lo trastornan fatalmente... Pero mistress Rice no me hace el electo de una verdadera morfinómana. Debe de estar en sus comienzos, no en el fin.
—¿Y Esa?
—No presenta ningún síntoma. Puede haber presenciado una reunión de morfinómanos por divertirse y por curiosidad, ya que es una chicuela impulsiva; pero no la creo en modo alguno propensa al uso de los narcóticos.
—Más vale así.
Entonces me acordé de que Esa me había dicho que no siempre estaba mistress Rice con todo su conocimiento. Se lo referí a Poirot, que, golpeando con los nudillos la carta, me contestó:
—Seguramente querría aludir a esto... Ya no tenemos nada que examinar aquí. Vamos a registrar el cuarto de miss Buckleys.
También en esa habitación había un escritorio, pero casi vacío. Allí vimos el recibo de matrícula del automóvil, y una cédula vencida hacía un mes. Nada importante... Ni la menor sombra de testamento.
Poirot dejó ver un mohín de impaciencia.
—Las muchachas de hoy día no están educadas como se debe. Se descuida de enseñarles el orden, el método. Miss Esa es una joven muy atractiva, pero tiene menos seso que un pájaro... Sí, es una pilluela.
Estaba examinando el contenido de un cajoncito.
Aquel movimiento me sublevó:
—¡Poirot! ¡Son prendas íntimas!...
Hércules me miró asombrado y me dijo:
—¿Y qué importa?
—Me parece..., no se puede..., en realidad...
Prorrumpió en una carcajada.
—Querido Hastings, me parece que ha nacido usted en el año uno. Y se lo repetiría miss Esa si estuviese aquí presente. Y tal vez añadiera que debe usted de tener muy malos pensamientos... ¿Acaso son hoy algún misterio las prendas íntimas de las señoras? ¡Si se quitan hasta la camisa en la playa, a pocos metros de los transeúntes!...
—No veo la necesidad de llevar nuestras investigaciones hasta la indiscreción.
—Mire, evidentemente, miss Esa no cierra con llave sus tesoros. Si tuviera alguno que esconder, ¿dónde cree usted que lo guardaría? Pues precisamente entre los pantalones y las enaguas... ¡Ah! ¿Qué es esto que encontramos? —tenía en la mano un paquete de cartas atado con una cintita de color rosa—. Las cartas amorosas de Michael Seton, si no me engaño.
Con perfecta calma deshizo el paquete y empezó a abrir los pliegos. Yo exclamé, escandalizado:
—¡Eso no, Hércules! ¡Eso sí que no! ¡No se puede! ¡Si en vez de usted fuese otro, me precipitaría para detenerlo, gritándole en su jerga nativa:
«Ça n'est pas de jeu!»
Con tono áspero y severo, Poirot respondió:
—Aquí no estamos en ninguna partida de juego. Se trata de encontrar a un asesino...
—Sin embargo, una correspondencia íntima...
—Puede no darnos ninguna indicación... Pero puede también; suministrarnos alguna muy esencial. Yo no quiero descuidar nada amigo mío; venga aquí y lea conmigo. Más ven cuatro ojos que dos. Consuélese pensando que la fiel Helen sabrá probablemente de memoria todas estas cartas.
Me repugnaba obedecer, pero al mismo tiempo comprendía que en la situación en que se hallaba Poirot no podía echárselas de escrupuloso. También me tranquilicé al recordar las últimas palabras pronunciadas por Esa: «Miren y revuelvan cuanto quieran, a su gusto.»
Las cartas tenían fechas muy diferentes y comenzaban en el invierno del año último.
Fin de año.
«Tesoro mío: Hoy es fin de año. Y estoy tomando buenas resoluciones. Que tú me ames, me parece cosa demasiado bella para ser verdad. Por ti, por tu mérito, la existencia se ha transformado para mí en un paraíso. Creo que... los dos nos hemos entendido desde nuestro primer encuentro. Feliz año, amor mío.
«Tuyo para siempre,
Michael.»
8 de febrero.
«Mi dulce amor: ¡Cómo me gustaría verte más a menudo! ¡Necias contrariedades! Aborrezco los subterfugios, mas ya te he explicado cómo están las cosas. Sé que no te gustan las ficciones. También yo las detesto. Pero, realmente, arriesgaré todo lo esencial. El tío Mateo es terriblemente contrario al matrimonio de los jóvenes. Dice que una mujer arruina la carrera del hombre, como si tú pudieras perjudicar mi carrera, tú, ángel querido.
»No te entristezcas, tesoro, que todo se arreglará.
Michael.»
2 de marzo.
«No debería escribirte dos días seguidos, lo sé. Pero no puedo por menos. Ayer, en un vuelo, pasé sobre Scarborough: ¡el más bello país del mundo! No sabes, amor mío, lo mucho que te quiero.
«Tuyo,
Michael.»
18 de abril.
«Amor mío: Ya está todo arreglado, dispuesto todo. Si salgo bien..., y saldré, seguramente..., podré hacer frente al tío Mateo. Esperemos que no siga obstinándose; pero, si acaso... En fin, nos dejará en paz. Eres deliciosamente amable al interesarte en mis descripciones del Albatros. ¡Cuándo llegará el día feliz en que pueda llevarte a volar conmigo!... No estés intranquila, por favor. El peligro es mucho menor de lo que te imaginas. Además, no puede ocurrirme desgracia alguna, pues tu cariño es mi mascota. Todo acabará bien, amor mío. Ten confianza en tu
Michael»
20 de abril.
«Ángel mío: Toda palabra tuya es verdadera y nunca me desharé de la última. No te merezco, eres mucho mejor que yo. ¡Y qué distinta de todas las demás mujeres! Te adora tu
Michael»
Una última carta sin fecha.
«Amada mía: Parto mañana. Me siento seguro de mí, seguro del éxito. El Albatros está admirablemente construido. No me traicionará. No pierdas el ánimo, querida. No te atormentes. Expongo la vida, es verdad; pero todo en este mundo es peligroso.
»A propósito. Se me ha ocurrido escribir mi testamento..., graciosa prisa, pero en ello no he puesto malicia..., lo he escrito en medio pliego de papel de cartas y se lo he enviado al viejo Whitfield. No tenía tiempo de buscar un notario aquí. Oí decir una vez que uno había hecho un testamento compuesto de tres palabras solamente: «Todo para mamá»..., y el documento fue considerado válido. El mío es muy parecido. Por fortuna me he acordado a tiempo de que tu verdadero nombre es Magdalena. Dos compañeros míos han firmado como testigos.
»No te dejes impresionar por estas lúgubres palabras. Saldré sin un solo rasguño, ya lo verás. Te iré telefoneando por el camino desde la India, desde Australia, etc., etc., etc.. No te preocupes, todo debe salir bien. ¿Comprendido? Buenas noches. Dios te bendiga.
Michael.»
Poirot volvió a arreglar el paquete.
—¿Lo ve usted, Hastings? Necesitaba leer estas cartas para estar aún más seguro. Las cosas están como yo lo había dicho.
—¡Si hubiéramos podido encontrar otro medio de cerciorarnos!...
—No, querido, no podíamos, habíamos de hacerlo así. Ahora tenemos algunos puntos muy claros.
—¿Cuáles son?
—Sabemos que existe un testamento de Seton a favor de miss Buckleys. No lo puede dudar nadie que haya leído estas cartas. Y estaban tan poco escondidas, que cualquiera puede haberlas leído.
—¿Helen?
—Sí, es seguro o casi seguro. Al marcharnos haremos un experimento.
—Pero... ¿y el testamento de miss Buckleys?
—Ya; no lo hemos encontrado. ¡Es extraño! Pero tal vez lo hay dejado entre los libros de la biblioteca o lo haya guardado en fondo de alguna mayólica... Habrá que ir a refrescar la memoria miss Buckleys..., tanto más cuanto que aquí no tenemos nada que hacer.
Helen estaba quitando el polvo de los pocos muebles del vestíbulo cuando bajamos. Al pasar, Poirot le dio amablemente los buenos días. Y en el momento de trasponer el umbral de la puerta se volvió a preguntarle:
—¿Sabía usted algo de las relaciones de su señorita con Michael Seton?
Una viva sorpresa asomó al rostro de la mujer.
—¿Cómo dice? ¿El aviador de que hablan tanto los periódicos?
—El mismo.
—¿Cómo? ¿Cómo? ¡Qué cosa tan extraña! ¡Novio de la señorita! ¡Quién iba a figurárselo!
Apenas estuvimos fuera, expresé mi convicción de que la sorpresa parecía de veras muy legítima.
—Sí. Parecía sincera.
—¿Parecía? Yo diría que lo era.
—¿Con todos esos papeles revueltos durante meses enteros entre la ropa blanca de miss Esa? No, querido. No puede haber sido sincera.
Reflexioné pensando que no todos somos Hércules Poirot. No todos se sienten con derecho a fisgar las cosas ajenas... Mas no dije nada. Fue mi amigo quien rompió el silencio para decirme:
—Esa mujer... es un enigma. No comprendo... Aquí hay algo que no adivino.
Volvimos inmediatamente al sanatorio.
Esa Buckleys no esperaba nuestra segunda visita; por lo que Poirot explicó respondiendo a su muda pregunta:
—Ante todo voy a decirle que he puesto en orden sus papeles.
—¡Ya era hora de que lo estuvieran! —repuso la joven, que no pudo contener una sonrisa—. ¿Es usted muy ordenado, míster Poirot?
—Pregúnteselo al amigo Hastings.
Esa clavó en mí una mirada inquisidora.
Referí algunas de las muchas manías de Hércules: su insistencia para que siempre le corten en cuadraditos las rebanadas de pan tostado, para que los dos huevos que toma como desayuno sean exactamente del mismo tamaño. Conté, por fin, el caso desembrollado felizmente por él, gracias a su manía de colocar en su puesto las figurillas sobre el mármol de la chimenea.
Hércules, que me había escuchado sonriendo, dijo después:
—El cuadro tiene colores demasiado vivos; pero, en conjunto, es real. Imagínese ahora, señorita, que no he podido lograr que Hastings se peine con la raya en medio en vez de llevarla a un lado. Observe usted la falta de simetría de su peinado.
—Entonces también me desaprobará usted a mí, míster Poirot, porque llevo igualmente la raya a un lado, y tendrá que aprobar a Frica, que se divide los cabellos por el medio.
—¡Ahora comprendo yo por qué la admiraba tanto la otra noche! —dije maliciosamente.
Poirot no quiso seguir la broma y repuso serio:
—Dejémonos de bromas... He vuelto para decir a usted que no he podido encontrar el testamento, señorita...
—¡Oh! —exclamó Esa arqueando las cejas—. Pero... No importa. Al fin y al cabo no estoy muerta. Y el valor de un testamento no empieza hasta que muere el testador, ¿verdad?
—Es cierto. Sin embargo, me urge ver el suyo. Por ciertas ideas mías particulares... Reflexione usted, señorita. Procure recordar dónde lo ha dejado, dónde lo vio por última vez...
—No puedo haberlo guardado celosamente. Nunca pongo las cosas donde debería ponerlas. Tal vez lo haya guardado en algún cajón.
—¿O quizá en el escondrijo secreto?
—En... ¿En dónde ha dicho usted?
—Helen me ha comunicado que existe en el saloncito, pero no sabe en qué sitio, o en la biblioteca, un escondrijo secreto.
—Lo ha soñado. Nunca he oído hablar de semejante cosa. ¿Se lo ha dicho a usted?
—Sí, parece que de niña la llamaban a La Escollera para ayudar en la cocina. Y la cocinera que había en aquella época se lo enseñó.
—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Tal vez le sirviera al abuelo... Pero no...; si el abuelo hubiese sabido algo, me lo hubiera dicho. Estoy segurísima. ¿No cree usted que haya podido soñarlo Helen?
—No lo comprendo exactamente, señorita. Sin embargo, creo que pueda haber algo. Esa mujer es... un tipo extraño.
—No, no lo crea. William es un ser deficiente y el niño es un mal bicho; pero ¡ella!... Ella es muy normal, es una persona muy buena: la quintaesencia de la honradez.