—Comprendo... Pero en ese caso...
—¡Silencio! ¡Punto en boca! Y olvidemos hasta las palabras que acabamos de pronunciar. Hace falta mucha prudencia, muchísima.
—Callaré —dijo con sereno acento el marino.
Se fue hacia la puerta y en el umbral se volvió para preguntar:
—¿Estará prohibido enviarle flores?
Poirot sonrió.
Apenas se hubo marchado el otro, me dijo mi amigo:
—Y ahora tomemos un coche, y mientras el comandante, mistress Rice y acaso también míster Lazarus se encuentran en la tienda de flores, usted y yo nos vamos al sanatorio.
—¿A buscar las tres famosas respuestas?
—Las preguntaremos... Aunque ya las conozco.
—¿Usted? ¿Qué me dice?
—Sí.
—¿Y cuándo las ha encontrado?
—Mientras almorzábamos. Evidentes...
—Dígamelas.
—No; las ha de oír usted de boca de miss Esa.
Luego, como para hacerme cambiar de idea, me dejó sobre la mesa una carta abierta. Era un informe del perito encargado de examinar el cuadro, el cual lo valoraba en veinte libras esterlinas como máximo.
—Ya está aclarado un extremo —dijo Poirot.
Le repliqué con una de sus metáforas preferidas:
—¡Ningún ratón está en la ratonera!
—¡Ah! ¿Se acuerda usted de mi modo de hablar? Eso es precisamente: ningún ratón en esta ratonera. El retrato del viejo Buckleys vale veinte libras esterlinas, y míster Lazarus hubiera pagado por él cincuenta... ¡Padecer semejante error con un rostro tan inteligente!... Pero vámonos... no nos entretengamos más...
El sanatorio se hallaba casi en la cúspide de una pequeña colina que dominaba la bahía. Nos recibió un ayudante con bata blanca.
Nos introdujo en un saloncito de la planta baja, en donde, momentos después, se nos reunió una enfermera.
Le bastó dirigir una mirada a Poirot. Evidentemente había recibido instrucciones particulares del doctor y al mismo tiempo una minuciosa descripción del detective. Casi sonriendo, nos dijo:
—Miss Buckleys ha pasado buena noche. ¿Quieren ustedes subir?
Ocupaba Esa un hermoso cuarto lleno de sol. En la camita de hierro parecía una niña cansada. Tenía muy pálido el rostro y los ojos enrojecidos. Como distraída y doliente, nos dijo:
—Son ustedes muy amables al venir a verme.
Poirot le tomó una mano, que estrechó fuertemente entre las suyas, reteniéndola un buen rato.
—Ánimo, señorita. Siempre se puede dar un objeto a la propia vida.
Esas palabras la conmovieron. Miró a Hércules y exclamó un triste:
—¡Oh!
—¿Querrá usted decirme ahora, señorita, cuál era la causa de sus preocupaciones en estos últimos tiempos? ¿O me permite ayudarla y ofrecerle la expresión de mi profunda simpatía?
Esa se ruborizó.
—¿Lo sabe usted? ¡Oh! No me importa que lo sepa... Ahora ya todo acabó... No podré volver a verle...
Le faltó la voz.
—Valor, señorita
—Ya no tengo valor. He agotado todas mis fuerzas, he esperado..., esperado..., y últimamente esperaba contra toda evidencia.
Yo miraba atónito, sin comprender una palabra.
—El pobre Hastings —dijo Poirot— no sabe de qué hablamos.
Esa se volvió a mirarme. Y con voz trémula, añadió:
—Michael Seton, el aviador... Era mi prometido... Y ha muerto.
Me quedé petrificado.
—¿Es ésta la respuesta que esperaba usted que le diesen? —pregunté a Poirot.
—Ésta, sí. Esta mañana lo he comprendido todo perfectamente.
—¿Y qué ha hecho para comprenderlo? Me ha dicho que lo había adivinado en un abrir y cerrar de ojos mientras se desayunaba.
—Sí, mientras leía la primera parte del periódico. Recordé la conversación del día anterior en la mesa... Y vi muchas cosas.
Volvióse de nuevo a Esa.
—¿Lo supo usted anoche?
—Sí, por la radio. Inventé una excusa para ir al teléfono; quería estar sola al oír la noticia, en caso que... En fin, lo supe.
—Comprendo... Comprendo...
Hércules le estrechaba de nuevo las manos entre las suyas.
—Tuve una aflicción extraordinaria... En aquel mismo momento llegaban los invitados... No sé cómo pude sostenerme. Me parecía verme desde fuera, mirarme a mí misma lo que hacía... No sabía en qué mundo estaba...
—Sí, sí, comprendo...
—Cuando corrí a casa por el abrigo de Frica, por poco me desmayo; pero al punto tuve que recobrarme... Maggie seguía llamándome, pidiéndome su abrigo... Tomó mi mantón y se fue... Yo me di polvos y un poco de colorete antes de ir a reunirme con ella. Y había de volver a verla... muerta.
—¡Qué espanto! ¡Pobrecilla!
—Más que espanto, más que terror, era rabia... usted no puede comprender... Si hubiera sido yo la muerta... En cambio, estoy viva, habré de vivir aún sabe Dios cuántos años... ¡Y Michael... ahogado en el Pacífico!
—¡Pobre niña!
Esa se agitaba y desvariaba, gritando:
—No quiero vivir más, no quiero...
—Comprendo, comprendo. A todos nosotros nos llega esa hora en que aceptaríamos más gustosos la muerte que la vida. Pero pasa esa hora y el dolor se atenúa. Ahora no puede usted creerlo, lo sé; son inútiles las palabras de un viejo como yo, frases... Eso es lo que pensará usted...
—¿Y cree usted que yo podré olvidar, que podré casarme con otro? ¡Nunca!
Estaba muy guapa así, sentada en el lecho, con el rostro encendido y los dedos crispados en la sábana.
Poirot dijo amablemente:
—No, no pensaba en eso... Pensaba en que tuvo usted mucha suerte al conseguir el amor de un valiente, de un héroe... ¿Cómo se conocieron ustedes?
—Le vi en Le Touquet, en septiembre.
—¿Y desde cuándo eran prometidos?
—Desde Navidad... Pero nuestro noviazgo había de permanecer secreto.
—¿Por qué?
—Por el tío de Michael, en anciano sir Mateo Seton. Ese hombre adoraba a los animales y detestaba a las mujeres.
—¡Cosa de locos!
—Loco, realmente, no lo era; pero sí un original. Estaba convencido de que las mujeres son la ruina de los hombres... Y Michael dependía completamente de él. sir Mateo estaba muy orgulloso de su sobrino. Él había costeado todos los gastos de la construcción del
Albatros
y del gran viaje... para la magnífica excursión, que era el más querido sueño de Michael... Si hubiera salido bien, Michael hubiese podido manejar a su gusto al tío. Y aunque el viejo se hubiera obstinado en su hostilidad, la cosa no hubiese tenido la importancia que antes. ¡Figúrese, Michael se hubiera convertido en héroe mundial!... Y hasta el tío habría terminado por ceder.
—Ya, ya comprendo.
—Michael me había avisado que cualquier indiscreción nuestra hubiera sido fatal. Nuestras relaciones habían de permanecer secretas. No hablé a nadie de ellas, ni siquiera a Frica.
Poirot murmuró:
—¡Si me hubiera usted hablado a mí, señorita!
La joven le miró de frente y le preguntó con acento de verdadera sorpresa:
—¿A usted? ¿Por qué? ¿Con qué objeto? ¿Qué relación puede haber entre mi dolor y los atentados contra mi persona? No; había prometido a Michael no decir nada y he querido mantener la palabra empeñada... Pero ¡cuánto me pesaba el silencio! La ansiedad, la incertidumbre, la continua zozobra... Todos me decían que me volvía nerviosa. ¡Y no poder explicar!...
—Comprendo...
—Ya le habían dado por muerto otra vez, mientras volaba por el desierto, camino de la India... Fueron días angustiosos; pero después se supo que se había salvado. Se le había averiado el aparato. Pudo arreglarlo y continuar el viaje... Me forjaba la ilusión de que se repetiría el milagro de encontrarle, y cuando todos le creían desaparecido, yo me obstinaba en seguir esperándole... y luego anoche...
No pudo continuar.
—¿Tuvo usted esperanza hasta anoche?
—No sé. Creo que simplemente me negaba a admitir los hechos: era para mí un gran tormento no poderme desahogar con alguien...
—Comprendo... ¿Y no tuvo usted nunca la tentación de confiarse a una amiga, mistress Rice, por ejemplo?
—Sí, ya lo hubiera querido... ¡Y difícil me ha sido vencer esta tentación!
—¿Y no cree usted que mistress Rice tuviera... alguna sospecha de la verdad?
—Me parece que no.
Esa permaneció un momento en silencio, llamando a su memoria los recuerdos del año pasado, que tan gratos le eran.
—Por lo menos, no me lo ha dicho. —dijo, y añadió—: Se le han escapado algunas alusiones a la simpatía que me demostraba Michael, a nuestra estrecha amistad...
—¿Y no se ha creído usted en libertad de hablar algo a la muerte del tío de Seton? Porque no ignora que murió la semana pasada...
—Lo sé... Le habían operado. Claro está que yo hubiera podido contar a cualquiera cómo estaban las cosas, pero no hubiera sido un proceder correcto. Habría parecido como si quisiera vanagloriarme en el momento en que todos los periódicos elogiaban a Michael. Hubiera tenido que dejarme interrogar por ellos... Y eso hubiera disgustado a Michael.
—Estoy de acuerdo con usted, señorita. Ha hecho bien en callar en público. Pero hablando claramente con una persona amiga...
—Sólo he hablado a una persona amiga, porque... me parecía tener que hacerlo. Pero no sé si esa persona lo ha comprendido...
Poirot aprobó y luego dejó decaer la conversación. Después, preguntó variando de tema:
—¿Está usted en buenas relaciones con su primo el abogado?
—¿Con Charles? ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en él?
—Para saber...
—Charles es un muchacho bonísimo. Muy recto, se entiende. Creo que me desaprueba mucho.
—Me han dicho que le tenía a usted gran cariño.
—Se puede desaprobar a una persona sin dejar de tener por ella cierta debilidad... A Charles le parece incorrecto mi modo de vivir. Censura mis reuniones, mis bebidas, mis amigos, lo atrevido de mis conversaciones, y, a pesar de todo, sufre mi fascinación... Creo que aún no ha perdido la esperanza de corregirme.
Se detuvo y luego añadió medio sonriente:
—¿A quién ha sabido usted arrancar tan preciosos datos acerca de las ideas de Charles?
—No me descubra, señorita. He hablado dos veces con la inquilina australiana, con mistress Croft.
—Es una buena mujer, pero hace falta tener mucho tiempo que perder para escucharla... Es tan terriblemente sentimental... El amor, la casa..., los hijos... Toda la vieja retahíla.
—Yo también soy del tiempo antiguo, y sentimental también, señorita.
—¿Usted?... Yo hubiera creído que de ustedes dos el sentimental era el capitán Hastings.
Noté que me sonrojaba de indignación.
—Es furibundo —dijo Poirot, que se entretenía mirándome de reojo—. Pero tiene usted razón, señorita, ha acertado.
—No lo ha acertado en modo alguno —repliqué yo ofendido.
—Hastings tiene una naturaleza muy buena, lo cual me pone a veces en serios aprietos.
—¡No diga tonterías, Poirot!
—Ante todo le repugna ver el mal, y cuando se ve obligado a ello, es tal su virtuosa indignación que no sabe disimularla. Una rara y bella naturaleza. No, querido; no le permito que me contradiga. Es tal como acabo de decir.
—Ustedes dos han sido muy buenos conmigo —replicó gentilmente Esa.
—¡Oh! Eso no es nada, señorita. Aún tenemos que hacer mucho más... Pero, ante todo, usted debe permanecer aquí y dejarse guiar por los que la quieren bien. Ha de seguir mis órdenes, hacer cuanto yo le aconseje; en el estado actual de las indagaciones no hay que poner obstáculos a mi trabajo.
Esa exhaló un suspiro:
—Haré cuanto usted me ordene. Ya nada me importa.
—Por ahora no debe usted recibir aquí a ninguno de sus amigos.
—Ni me importa ni me preocupa en absoluto no verlos.
—A usted, la parte pasiva; a nosotros, la activa. Ahora, señorita, la dejo. No quiero molestarla más.
Se fue hacia la puerta, y ya con el picaporte en la mano, volvióse para preguntar:
—Usted hizo una vez testamento. Quisiera verlo. ¿Quiere decirme dónde está?
—No lo sé..., en cualquier sitio.
—¿En La Escollera?
—Sí.
—¿En una caja de caudales o encerrado en el escritorio?
—No lo recuerdo exactamente. Por allí supongo que estará...
Frunció el ceño y añadió:
—Soy terriblemente desordenada... Los papeles y las cosas parecidas suelen estar en un cajoncito del escritorio o en la biblioteca. También pongo allí las facturas en general... Probablemente el testamento estará entre las facturas o tal vez en mi dormitorio.
—¿Nos permite usted registrarlo todo?
—Sí, si quieren... Revuelvan y registren todo lo que deseen.
—Gracias, señorita. Aprovecharé su permiso.
Poirot no abrió la boca mientras salíamos del sanatorio. Pero en cuanto dimos unos pasos por la calle, me detuvo, y apretándome el brazo para llamarme más la atención me dijo:
—¿Ha visto usted?... ¡Razón tenía yo! Desde un principio noté que faltaba uno de los datos del endemoniado rompecabezas. Sin ese dato esencial el conjunto era incomprensible.
Esa mezcla de complacencia y de lamentación era para mí doblemente oscura. No me parecía que hubiese sucedido nada muy extraordinario.
—Estaba ahí desde el principio y yo no lo veía. ¿Cómo había de verlo? Tener la intuición de que había una incógnita, sí; pero adivinar su naturaleza...
—¿Ve usted alguna relación entre lo que hoy nos ha dicho Esa y el delito de anoche?
—¿Y usted no la ve?
—Confieso que no.
—¿Será posible?... Tenemos ahora en la mano lo que buscábamos, el recóndito móvil del crimen.
—Seré muy tonto; pero, la verdad, no acierto a verlo. Así, según usted, ¿se trata de un drama de celos?
—¿Celos? ¡No, no y no! Se trata del móvil ordinario, del único, el inevitable: el dinero, querido, el dinero.
Le miré consternado. Él prosiguió, más tranquilo:
—Escúcheme: sir Mateo muere la semana pasada. Y sir Mateo era riquísimo. Uno de los ingleses más ricos de hoy día.
—Sí, pero...
—Espere, cada cosa a su tiempo... sir Mateo tiene un sobrino de quien está orgulloso y al cual, según razonables probabilidades, habrá dejado su enorme fortuna...