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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Peligro Inminente (9 page)

BOOK: Peligro Inminente
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—¡Cuánto me gustaría!

Frica Rice exclamó con voz cansada:

—Esa aviadora es un portento. Debe de tener los nervios muy en su sitio. ¡Afrontar semejante peligro y sola!

—Sí —aprobó Lazarus—. Los aviadores son una raza admirable. Si Michael Seton hubiese llevado a feliz término su viaje alrededor del mundo, sería el héroe del día. Es infinitamente deplorable su desgracia. Es una pérdida irreparable para Inglaterra.

—Acaso se haya salvado —repuso Esa.

—Es casi imposible. Ahora hay mil probabilidades contra una de que haya desaparecido para siempre... ¡Pobre Loco Seton!

—¿Es verdad —preguntó mistress Rice— que siempre le han llamado así: Seton el loco?

Lazarus asintió:

—Es una familia de locos. Su tío, sir Mateo Seton, muerto la semana pasada, estaba loco de remate.

—¿Era acaso —volvió a preguntar mistress Rice— aquel ricacho idiota que quería asegurar un refugio inviolable a los pájaros?

—El mismo. Y con ese objeto compraba islas enteras. Podía permitirse semejante lujo. Además era un perfecto misógino. Para consolarse de la traición de una mujer, se absorbía en el estudio de la Historia Natural.

Esa insistió:

—Puede ser que no haya muerto Michael Seton. Aún no se ha perdido toda esperanza.

—¡Oh!, sí, perdóneme —respondió Jim Lazarus—, no me acordaba...

—Le encontramos el año pasado en Le Touquet, Frica y yo —siguió diciendo Esa—. Era simpatiquísimo, ¿verdad, Frica?

—Mi opinión no cuenta, querida. Todos saben que fue una conquista tuya, no mía, y hasta te hizo volar una vez, ¿no es así?

—Sí, en Scarborough... ¡Una excursión inolvidable!

Miss Maggie, vecina mía de mesa, me preguntó entonces si yo había volado alguna vez y hube de confesarle que sólo había realizado dos travesías por vía aérea, de Londres a París y viceversa. En aquel momento, Esa se puso en pie y se retiró después de decirnos:

—Llama el teléfono. No me esperen, se hace tarde... He invitado a tanta gente...

Miré el reloj y eran las nueve en punto.

Nos sirvieron los postres y el vino de Oporto. Poirot y Lazarus se enzarzaron en una discusión de arte en la que el anticuario exponía la situación del mercado, lleno de cuadros falsificados. Hablaron luego de muebles antiguos y modernos, del decorado de la casa, de porcelanas, lámparas...

Entre tanto, yo procuraba cumplir mi deber de caballero manteniendo viva la conversación con Maggie Buckleys. No tardé en percatarme de lo difícil de mi empresa. Mi joven vecina no era muy habladora y me respondía con gracia, pero sin ninguna animación. Me pareció tan extraña aquella taciturnidad en una joven de su edad, que para explicármela me la figuré con el ánimo aún trastornado por las acostumbradas preocupaciones familiares o sobrecogido por algún indecible tormento.

Mistress Rice estaba apoyada de codos en la mesa. El humo de su cigarrillo daba al oro pálido de sus cabellos un móvil nimbo azulado que le hacía parecer un ángel, un ángel soñando.

Eran exactamente las nueve y veinte cuando volvió Esa.

—Vengan todos. Ahora llegan los bichos raros.

Nos levantamos dócilmente. Esa estaba recibiendo a sus muchos invitados, una docena de personas, con graciosa amabilidad. Entre los recién llegados no me chocó como verdaderamente interesante ninguna fisonomía; pero observé que la dueña de la casa sabía, en su tiempo y lugar, omitir los modernísimos modales de impertinente desenvoltura para volver a los de nuestras abuelas, y dar a todos ellos la impresión de que eran muy bien recibidos. Entre otros, noté la presencia del abogado Vyse.

Fuimos todos a un punto del jardín desde donde se dominaba el portichuelo de Saint Loo. Se habían colocado unas pocas sillas para las personas de más edad, así que casi todos tuvimos que permanecer en pie. Brilló un primer cohete y se perdió en el espacio.

En aquel momento oí detrás de mí una voz que pronto reconocí como la de míster Croft. Me volví y salí a su encuentro con Esa.

—Es lástima que mistress Croft tenga que privarse de este espectáculo. Se la hubiera podido trasladar aquí en una camilla.

—También ella debe de sentirlo; pero, como usted sabe, mi mujer no se lamenta nunca. Tiene un carácter angelical.

Se veía centellear en el aire una lluvia de oro.

La noche era oscura, sin luna. Además, como otras muchas noches estivales, era casi fría. Maggie Buckleys, que aún estaba a mi lado, me dijo en voz queda, al verla yo temblar:

—Voy por mi abrigo.

Le propuse ir yo a buscarlo.

—No —me contestó—. Usted no sabría dónde encontrarlo.

Se encaminó a la casa y en aquel momento se oyó la voz de mistress Rice:

—Maggie, por favor, tráete también mi abrigo, que está en mi cuarto.

—No te ha oído —le dijo Esa—. Yo te lo traeré, Frica. También voy por mi abrigo de pieles. No me basta este mantón, que no me resguarda del viento.

En efecto, se había levantado una fuerte brisa que soplaba del mar.

Se alzaron del muelle algunas girándulas. Entré en conversación con una muchacha muy joven que estaba en pie a mi lado, y que metódicamente se fue enterando de toda mi persona, vida, carrera, gustos, duración probable de mi permanencia en Saint Loo.

¡Pim! ¡Pam! ¡Pum...! Se extendía por el cielo un abanico de estrellas verdes que luego se volvieron sucesivamente encarnadas, azules, plateadas... Y después otras muchas girándulas.

—¡Oh! ¡Ah! —me dijo al oído Poirot—. Siempre son las mismas exclamaciones y la cosa se ha vuelto poco a poco monótona... El caso es que por estar en pie en la hierba húmeda tal vez me haya resfriado ya. Y ni siquiera podré hacer que me preparen luego una taza de manzanilla.

—¿Resfriarse con una noche tan hermosa?

—Hermosa noche. Hermosa... ¿Porque no llueve a cántaros? Amigo mío, si pudiéramos consultar un termómetro, se convencería usted de que su hermosa noche es glacial...

—Bien —dije yo conciliador—. Creo que tampoco me estorbará a mí el abrigo.

—¡Ah! ¿Se ha vuelto usted sensible al frío por haber dejado hace poco un clima tropical?

—Le traeré de paso su abrigo.

Poirot levantó primero un pie y luego el otro con la lentitud de un gato que está atento a su presa.

—Lo que me asusta es la humedad en los pies. ¿Cree usted que podré conseguir aquí un par de chanclos?

Contuve una sonrisa.

—No, seguramente no; ya no se usan.

—Entonces —me declaró Hércules—, voy a la casa a sentarme. No me voy a exponer a una bronquitis por ver unos fuegos artificiales.

Mientras él continuaba refunfuñando indignado, nos encaminamos a la casa. Un terrible tiroteo subía del muelle, donde una rueda ardiente dibujaba el perfil de una nave que llevaba en letras de fuego estas palabras:
¡Bienvenidos los huéspedes!

—Después de todo, seguimos siendo niños —me decía Poirot, pensativo—: los fuegos, las reuniones de amigos, los juegos deportivos y también los de prestidigitación, con las rápidas desapariciones de los objetos... Pero ¿qué tiene usted?

Le había apretado yo el brazo con una mano, mientras le mostraba con la otra un punto delante de nosotros. Habíamos llegado a pocos metros de la casa y precisamente entre nosotros y la puerta-vidriera de la galería yacía un cuerpo envuelto en un mantón de color escarlata.

—¡Dios mío! —murmuró Poirot—. ¡Dios mío!

Capítulo VIII
-
Preguntas

Tal vez no permaneciéramos allí más de cuarenta segundos, rígidos, paralizados de horror; pero a mí aquel tiempo me pareció una hora. Poirot fue el primero en recobrarse, y apartó mi mano de la suya. Le oí, mientras él caminaba como un autómata, susurrar con indecible angustia:

—Ya ha sucedido... Ha sucedido, a pesar de mis precauciones. ¡Soy un mísero delincuente! ¿Por qué no la he custodiado mejor? Yo hubiera debido prever... No tenía que haberla dejado sola nunca...

Intenté calmarle, asegurándole que él no tenía nada que reprocharse. Pero la lengua se me atascó en el paladar y casi no conseguía pronunciar una palabra.

Poirot me respondió moviendo tristemente la cabeza, mientras se arrodillaba junto al cadáver.

En aquel preciso momento experimentamos una nueva sacudida, porque la voz de Esa sonó clara y alegre, y apareció ella en el hueco de la ventana, donde se recostaba su figura en la luz que invadía, detrás de ella, el cuarto.

—Dispénsame que te haya hecho esperar, Maggie; pero es que...

Al llegar aquí se interrumpió y miró ante sí, petrificada.

Poirot profirió un grito y dio vuelta al cadáver tendido en el camino. Yo me puse inmediatamente a su lado y vi la faz exánime de Maggie Buckleys.

En el instante se reunió con nosotros Esa y empezó a gritar:

—¡Maggie! ¡Maggie!... No puede ser...

Poirot, que se había inclinado sobre el cadáver, volvió a levantarse y contestó a la joven, que seguía diciendo: «No es... No puede ser...»

—Sí, señorita; está muerta.

—Pero ¿por qué?... ¿Por qué? ¿Quién ha podido desear su muerte?

Con voz pronta y firme, repuso Poirot:

—No es la muerte de su prima lo que querían, sino la suya, señorita... Ese mantón les ha inducido a error.

Esa volvió a gritar, y luego, con el acento de la desesperación, balbució:

—¿Por qué no me han matado a mí?... ¿Por qué no a mí? Ahora ya no tengo ganas de vivir... Sería feliz. Muy feliz... con la muerte.

Se retorcía las manos, vacilaba. Apenas tuve tiempo de pasarle un brazo por el talle para sostenerla.

—Llévela a casa, Hastings —me ordenó Poirot—, y telefonee a la Policía.

—¿A la Policía?

—Sí, inmediatamente. Avise que han dado muerte a una mujer y quédese luego al lado de la señorita. No la deje sola ni por un momento.

Demostré por señas haber comprendido las instrucciones recibidas y sosteniendo a Esa, medio desmayada, la acompañé al salón. La ayudé a tenderse en el sofá, le puse una almohada bajo la cabeza y salí al vestíbulo para hablar por teléfono.

Me quedé maravillado y estupefacto al tropezar casi con la criada, estaba allí, de pie, con una extraña expresión en su rostro tímido y honrado. Tenía los ojos brillantes. Se pasaba la lengua por los labios y le temblaban las manos. Apenas me vio aparecer, me preguntó:

—¿Ha ocurrido algo, señor?

—Sí —respondí secamente—. ¿Dónde está el teléfono?

—¿Nada..., nada grave, señor?

—Una desgracia —repliqué evasivamente—. Hay un herido... Tengo que telefonear.

—¿A quién han herido?

El rostro de la buena mujer temblaba de emoción.

—A miss Buckleys, a Maggie Buckleys.

—¿A miss Maggie? ¿A Maggie...? ¿Está usted seguro..., seguro de que se trata de miss Maggie?

—Segurísimo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada... Creía... Me figuraba que fuese alguna otra señora. Me imaginaba que sería..., creí que fuera mistress Rice.

—¡Pronto! —grité—. ¿Dónde está el teléfono?

—Ahí, en ese cuartito.

Helen abrió una puerta y me indicó el aparato.

—Gracias —dije. Y como parecía dispuesta a continuar allí, añadí—: No necesito nada más de usted, gracias.

—Habría que llamar al doctor Graham...

—No, no, gracias. No quiero nada más. Puede retirarse.

Obedeció de mala gana y lo más lentamente que pudo. Es probable que se quedase escuchando detrás de la puerta, pero eso no podía yo impedirlo. Además, no tardaría ella en saber lo acaecido.

Me puse en comunicación con el puesto de Policía y di mi informe. Luego, por iniciativa mía, telefoneé al doctor Graham nombrado por Helen y cuyo número encontré en la guía. Por más que la presencia de un doctor fuese ya inútil para su infeliz prima, la misma Esa necesitaba tener a su lado un médico.

Graham prometió que vendría inmediatamente.

Colgué de nuevo el aparato y volví al vestíbulo. Si la criada había escuchado detrás de la puerta, supo escaparse a tiempo muy diestramente.

Volví al salón, donde Esa intentaba incorporarse.

—¿Cree usted... que puede traerme un poco de coñac?

—Indudablemente.

Corrí al comedor, donde encontré cuanto necesitaba. Unos sorbitos del licor espirituoso reanimaron a la muchacha, cuyas mejillas se volvieron menos pálidas. Le arreglé el almohadón que tenía detrás de la cabeza.

—¡Es tan tremendo todo esto! —murmuraba Esa, temblando—. ¡Todo!... ¡Por todas partes!...

—Lo sé, lo comprendo.

—No, no comprende usted, no lo sabe. No puede saberlo... Una crueldad inútil... En cambio, si hubiese sido yo la muerta... Todo habría concluido.

—Cálmese, no diga disparates —repuse yo.

Pero Esa no dejaba de agitarse y repetir:

—No puede saberlo. No puede.

Y de nuevo prorrumpió en llanto. Sollozaba como una niña. Pensé que ese desahogo sería para ella un alivio y no intenté refrenarlo.

Cuando se hubo calmado un poco, me asomé a la puerta-vidriera. Acababa de oír fuera un ruido de voces. En efecto, allí estaban todos formando un semicírculo. En el centro de la escena, Poirot hacía guardia al cadáver, teniendo apartados a todos los demás. Mientras yo miraba, vi acercarse dos agentes de uniforme. Me volví a mi puesto, al lado del sofá. Esa alzó la cara, bañada en lágrimas.

—Yo debería ayudar algo.

—No, señorita. Poirot estará en todo. Dejémosle a él...

Calló Esa unos minutos y murmuró luego:

—¡Pobre Maggie!... ¡Pobrecilla! Ella que nunca ha hecho mal a nadie... Ocurrirle semejante desgracia... Me parece haber sido yo la causa de su muerte... Yo fui quien la invitó a venir aquí...

Movió tristemente la cabeza. ¡Cuan poco sabíamos prever! ¿Quién hubiera dicho a Poirot, cuando insistía tanto para que Esa llamase a su lado a una amiga, que pronunciaba la sentencia de muerte de una criatura inocente?

Permanecimos en silencio. Yo hubiera querido saber lo que sucedía fuera; pero por atenerme fielmente a las instrucciones de mi amigo, me quedé en mi puesto.

Tuve la impresión de que transcurrieron horas enteras antes que se abriese el salón y entrasen Poirot y un inspector de Policía. Con ellos venía una tercera persona, que evidentemente debía de ser el doctor Graham. Éste se acercó a Esa:

—¿Cómo va, señorita? Ha debido de ser para usted una tremenda impresión —luego mientras le tomaba el pulso, añadió—: ¿Le han dado algo?

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