Pellucidar (17 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Pellucidar
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Cayó al suelo. Antes de que pudiera volver a levantarse estaba sobre él y había enterrado mi cuchillo en su corazón. Entonces me puse en pie, y allí estaba Dian, encarándome y escudriñándome a través de la densa penumbra.

—¡No eres Juag! —exclamó—. ¿Quién eres?

Di un paso hacia ella, con mis brazos extendidos.

—Soy yo Dian —dije—. Soy David.

Al sonido de mi voz soltó un pequeño grito en el que se mezclaban las lágrimas; un tierno lamento que me dijo sin más palabras lo desesperada que se había encontrado. Y entonces corrió a arrojarse en mis brazos; cubrí de besos sus perfectos labios y su hermoso rostro, acaricié su espeso cabello negro, y le dije una y otra vez lo que ella ya sabía, lo que ha sabido durante años: que la amo más que a cualquier otra cosa que dos mundos puedan ofrecerme. Sin embargo, no podíamos dedicar mucho tiempo a la felicidad de aquel encuentro; estábamos en medio de enemigos que podían descubrirnos en cualquier momento.

La llevé hasta la cueva adyacente. Desde allí seguimos hasta la boca de la caverna que me había dado entrada al risco. Durante un momento inspeccioné los alrededores y al ver el paso libre, avancé velozmente con Dian a mi lado. Al rodear el borde del risco nos detuvimos un instante escuchando atentamente. Ningún sonido llegó hasta nuestros oídos que indicase que nos habían visto, así que nos movimos cautelosamente por el camino por el que había venido.

Mientras nos alejábamos, Dian me dijo que sus captores le habían informado de lo cerca que había estado de encontrarla, incluso en la Tierra de la Horrible Sombra, y como uno de los hombres de Hooja me había descubierto durmiendo y me había robado todas mis pertenencias. Luego Hooja había enviado a otros cuatro para que me encontrasen y me cogieran prisionero. Pero aquellos hombres no regresaron, o al menos ella no tenía noticia de su regreso.

—No lo harán nunca, porque han ido a un sitio del que nadie vuelve jamás —le respondí, relatándole a continuación mi encuentro con aquellos cuatro.

Casi habíamos llegado hasta el borde del risco en el que Juag nos estaba esperando, cuando vimos a dos hombres que caminaban rápidamente hacia el lugar al que nos dirigíamos. No nos vieron, ni tampoco a Juag, al que en ese momento descubrimos escondido tras un arbusto bajo cercano al borde del precipicio que en ese punto caía al mar. Tan rápidamente como nos era posible, sin exponernos demasiado ante el enemigo, nos apresuramos para llegar al lado de Juag antes que ellos.

Pero ellos lo localizaron antes y cargaron de inmediato contra él. Uno de ellos había sido su guardián, y ambos había sido enviados en su busca; su huida había sido descubierta en el intervalo transcurrido entre que él había abandonado la cueva y yo había llegado hasta ella. Evidentemente habían perdido algunos momentos preciosos buscándolo en otras partes de la meseta.

Cuando vi que los dos se abalanzaban sobre él, grité para llamar su atención hacia el hecho de que ahora tenían más de un contrincante del que ocuparse. Al oír mi voz se detuvieron y miraron a su alrededor.

Cuando nos descubrieron a Dian y a mí intercambiaron unas palabras, y uno de ellos continuó hacia Juag mientras que el otro se volvía hacia nosotros. Al acercarse vi que llevaba en su mano uno de mis revólveres, pero lo agarraba por el cañón, evidentemente tomándolo por algún tipo de maza o de tomahawk.

Apenas pude contener una sonrisa burlona al pensar en las posibilidades desperdiciadas por aquel mortífero revólver en las manos de un ignorante guerrero de la edad de piedra. Con sólo ponerlo al revés y apretar el gatillo, todavía estaría vivo; quizás después de todo todavía lo esté, ya que no lo maté. Cuando estaba a unos veinte pies de mí arrojé mi lanza con un rápido movimiento que me había enseñado Ghak. Se agachó para evitarla, y en lugar de recibirla en su corazón, que era donde la dirigía, le dio a un lado de la cabeza.

Cayó al suelo hecho un revoltijo. Luego miré hacia donde se encontraba Juag. También se encontraba ocupado. El individuo al que se enfrentaba era un verdadero gigante; estaba lanzando tajos y cuchilladas al pobre esclavo fugado con un cuchillo de apariencia malévola que bien pudiera haber sido diseñado para trinchar mastodontes. Paso a paso, estaba obligando a Juag a retroceder hacia el borde del risco con una astucia diabólica, ya que no permitía a su adversario ninguna opción de evitar las terribles consecuencias de en seguir aquella dirección. Rápidamente comprendí que de un momento a otro Juag debía lanzarse deliberadamente a la muerte, bien sobre el precipicio, bien sobre su enemigo.

Y mientras veía el trance en que se hallaba Juag, también advertí en el mismo instante una forma de socorrerlo. Saltando con rapidez al lado del individuo que acababa de abatir, agarré el caído revólver. Era correr un riesgo desesperado, y me di cuenta de ello en el instante en que levanté el arma y apreté el gatillo. No tenía tiempo para apuntar. Juag se encontraba al mismo borde del precipicio. Su implacable enemigo le estaba empujando inexorablemente, golpeándole furiosamente con el pesado cuchillo.

Y entonces, alto y fuerte, habló el revólver. El gigante alzó sus manos por encima de la cabeza, giró sobre sí mismo como una enorme peonza, y se abalanzó sobre el precipicio.

¿Y Juag? Lanzó una mirada asustada hacia donde me encontraba, lo que era lógico puesto que jamás había oído la detonación de un arma de fuego, y con un aullido de espanto, también dio una vuelta sobre sí mismo y se precipitó de cabeza desapareciendo de nuestra vista. Horrorizado, me apresuré hasta el borde del abismo justo a tiempo para ver dos salpicaduras de agua brotando de la superficie de la pequeña cala que se encontraba bajo nosotros.

Durante un instante Dian y yo permanecimos allí expectantes. Entonces, para mi total asombro, vi a Juag salir a la superficie y nadar vigorosamente hacia la canoa. ¡El tipo había saltado una distancia increíble y había salido indemne!

Le llamé para que nos esperase abajo, asegurándole que no tenía que tener miedo de mi arma, ya que sólo dañaba a mis enemigos. Denegó con la cabeza y murmuró algo que no pude oír a tan gran distancia; pero cuando le apremié prometió esperarnos. En el mismo instante Dian me tocó en el brazo y señaló hacia la aldea. Mi disparo había llamado la atención de una multitud de nativos que ahora venían a la carrera hacia nosotros.

El individuo al que había golpeado con mi lanza había recuperado la consciencia y se había puesto en pie. Ahora corría tan rápido como podía en dirección a su gente. Aquello no pintaba nada bien para Dian y para mí, con aquella espantosa pendiente entre nosotros y el inicio de la libertad, y con una horda de salvajes enemigos avanzando en veloz carrera.

Tan sólo había una esperanza: que Dian descendiese hasta el fondo del abismo sin demora. La tomé entre mis brazos durante un instante; sentía que tal vez fuese por última vez. Por mi vida que no veía como podíamos escapar.

Le pregunté si sería capaz de realizar el descenso ella sola, si no tendría miedo. Me sonrió bravamente y encogió sus hombros. ¡Miedo ella! Era tan hermosa que siempre tenía dificultades para recordar que era una muchacha primitiva y semisalvaje de la edad de piedra, y a menudo me encontraba a mí mismo limitando mentalmente sus capacidades a las de las decadentes y muy civilizadas bellezas de la corteza exterior.

—¿Y tú? —me preguntó mientras se volvía hacia el borde del risco.

—Te seguiré después de quitar de en medio a alguno de nuestros amigos —contesté —. Quiero hacerles probar esta nueva medicina que va a curar a Pellucidar de todos sus males. Esto les retendrá lo bastante como para reunirme contigo. Ahora date prisa, y dile a Juag que esté listo para zarpar en el momento en que llegue a la canoa, o en el instante en que quede claro que no voy a poder llegar hasta ella. Debes volver a Sari si algo me ocurre, Dian, para que junto a Perry puedas dedicar tu vida a llevar a cabo las esperanzas y los planes que hemos soñado para Pellucidar. Prométemelo, querida.

Odiaba tener que prometer que me iba a abandonar, y no lo hizo; sólo volvió la cabeza y sin perder más tiempo comenzó a descender. Desde abajo Juag nos llamaba a gritos. Era evidente que por mi comportamiento se daba cuenta de que estaba intentando persuadir a Dian para que descendiese, y de que un peligro mortal nos amenazaba arriba.

—¡Salta! —gritó— ¡Salta!

Miré a Dian y luego al abismo que se extendía a nuestros pies. La cala no parecía más grande que un plato. No entendía como Juag había salido bien parado.

—¡Salta! —gritó Juag— Es la única manera. No hay tiempo para descender.

Capítulo XI
Huida

D
ian miró hacia abajo y se estremeció. Su tribu era un pueblo montañés, no estaban acostumbrados a nadar más que en ríos tranquilos y plácidas lagunas. No era el precipicio lo que la atenazaba. Era el océano, vasto, misterioso, terrible.

Saltar a él desde aquella gran altura estaba fuera de su alcance. No podía reprochárselo. Tener que hacerlo yo mismo me parecía descabellado incluso el pensarlo. Sólo una cosa me induciría a saltar de cabeza desde aquella altura vertiginosa: el suicidio; o al menos eso era lo que pensaba en aquel momento.

—¡Rápido! —le urgí a Dian—. No puedes saltar; pero puedo contenerlos hasta que estés a salvo.

—¿Y tú? —volvió a preguntar—. ¿Saltarás cuando ya estén cerca? De otra forma no podrás escapar si aguantas aquí hasta que yo llegue al suelo.

Vi que no me abandonaría a menos que creyese que yo realizaría aquel aterrador salto que habíamos visto hacer a Juag. De nuevo miré hacia abajo; entonces, con un mudo asentimiento, le aseguré que saltaría en el momento en que ella alcanzase el bote. Satisfecha, comenzó a descender cuidadosa aunque apresuradamente. La observé durante un momento, con el corazón encogido ante el temor de algún paso en falso o que al fallarle algún asidero se arrojase a una muerte horrible contra las rocas del fondo.

Entonces me volví hacia los cada vez más cercanos hombres de Hooja, los "hoojitas", como los apodaba Perry, que incluso fue más lejos al bautizar a la isla gobernada por Hooja como Indiana; así estaba marcada ahora en nuestros mapas. Se estaban aproximando a gran velocidad. Alcé mi revólver, apunté deliberadamente al primero de los guerreros y apreté el gatillo. Al ladrido del arma, el individuo cayó hacia delante. Su cabeza se inclinó siguiendo al cuerpo. Rodó y rodó dos o tres veces antes de que se detuviera, para yacer muy quieto en la tupida hierba que crecía entre las radiantes flores salvajes.

Los que iban tras él se pararon. Uno de ellos me lanzó su venablo, pero se quedó corto, puesto que estaba fuera de su alcance. Había dos armados con arcos y flechas; hacia ellos se dirigió mi atención. Todos parecían estar asustados y atemorizados por el sonido y el efecto del arma de fuego. Permanecían mirándome a mí y al cuerpo de su camarada, y hablaban rápidamente entre ellos.

Aproveché el momentáneo cese de hostilidades para echar una rápida mirada por encima del borde del abismo hacia Dian. Estaba a medio camino del risco y avanzaba sin dificultad. De nuevo me volví hacia mis enemigos. Uno de los arqueros estaba preparando una flecha de su arco. Alcé mi mano.

—¡Alto! —grité—. ¡A cualquiera que me dispare o se acerque a mí lo mataré igual que he hecho con él!

Yo señalaba al hombre muerto. El individuo bajó su arco y de nuevo entraron en una animada discusión. Observé que los que no estaban armados con arcos urgían a algo a los que sí lo estaban.

Por fin pareció prevalecer la mayoría, ya que simultáneamente los dos arqueros alzaron sus armas. En aquel mismo instante disparé a uno de ellos que cayó de espaldas. El otro, no obstante, lanzó su proyectil, pero el estampido de mi revolver le dio tal sobresalto que la flecha pasó por encima de mi cabeza. Un segundo más tarde, también caía despatarrado sobre el césped con un redondo agujero entre los ojos. Fue un disparo bastante bueno.

De nuevo miré por encima del precipicio. Dian casi había llegado al fondo. Juag estaba justo bajo ella con sus manos alzadas para recibirla.

Un hosco rugido de los guerreros volvió a llamar mi atención sobre ellos. Agitaban sus puños hacia mí y me gritaban insultos. Vi como un solitario guerrero que venía de la aldea llegaba para unirse a ellos. Era un individuo enorme, que a grandes zancadas se situó entre ellos; por la corrección y el respeto con que se dirigían hacia él supuse que era un jefe. Escuchó todo lo que le contaban de los acontecimientos de los últimos minutos; luego, con una orden que pareció un rugido, avanzó hacia mí con toda la jauría a sus espaldas. Había llegado lo único que necesitaban, un bravo líder.

Todavía me quedaban dos balas en la recámara del arma. Destiné una de ellas al gigantesco guerrero, pensando que su muerte detendría a los demás. Pero me imagino que en esta ocasión estaban poseídos por tal frenesí de rabia que nada los hubiera detenido. En cualquier caso, gritaron lo más alto que pudieron e incrementaron su velocidad hacia mí. Abatí a otro con mi última bala.

Pero ya estaban casi encima de mí. Pensé en mi promesa a Dian; el espantoso abismo estaba a mi espalda; un gigantesco demonio con un enorme garrote enfrente. Agarré mi revólver por el cañón y le golpeé en la cara con todas mis fuerzas.

Entonces, sin esperar a saber el efecto de mi golpe, me giré, corrí unos cuantos pasos hasta el borde del abismo y salté tan lejos como pude sobre el aterrador abismo. Entendía algo de saltos, y puse todo lo que sabía en este que estaba seguro que iba a ser el último.

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