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Authors: Edgar Rice Burroughs

Pellucidar (16 page)

BOOK: Pellucidar
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Luego los dos hombres comenzaron a ascender por la pared casi perpendicular hacia la cumbre situada a varios cientos de pies por encima de ellos. Miraba aquello con asombro, porque por fantásticos escaladores que fueran, y los hombres de Pellucidar lo son, nunca antes había visto llevar a cabo una proeza tan extraordinaria. Se movieron hacia arriba sin detenerse, hasta que por fin desaparecieron tras la cumbre.

Cuando estuve razonablemente seguro de que por fin se habían ido salí de mi escondite, y con riesgo de romperme el cuello, salté y trepé hasta el lugar donde habían amarrado la canoa.

Si ellos habían escalado el risco, yo podía hacerlo o moriría en el intento.

Pero cuando me puse a la tarea, encontré que iba a ser más fácil de lo que me había imaginado, porque inmediatamente descubrí que habían tallado en la rocosa cara del risco unos asideros para las manos y los pies que formaban una tosca escalera desde la base hasta la cumbre.

Por fin alcancé la cima, y lo cierto es que estuve contento de hacerlo. Alcé cuidadosamente la cabeza hasta que mis ojos estuvieron sobre la cresta del risco. Ante mí se extendía una meseta áspera, literalmente sembrada de grandes peñascos. No había ninguna aldea a la vista ni tampoco ninguna criatura viviente.

Me alcé hasta el suelo y me puse en pie. Unos cuantos árboles crecían entre los peñascos. Avancé con mucho cuidado de árbol en árbol y de peñasco en peñasco hacia el interior de la meseta. A menudo me detenía para escuchar y mirar a mi alrededor en todas direcciones.

¡Cómo deseaba tener conmigo mis revólveres y mi rifle! No tendría que arrastrarme como un gato asustado hasta la aldea de Hooja, con lo poco que me apetecía hacerlo; pero la vida de Dian podía depender del éxito de mi aventura, de modo que decidí no correr riesgos. Haberme encontrado de repente y ser descubierto por más de una veintena de guerreros armados hubiera sido muy grande y heroico, pero pondría un fin inmediato a mis actividades terrenales y no habría conseguido nada que le fuese de algún valor a Dian.

Debía haber recorrido casi una milla a través de la meseta sin ver ninguna señal de nadie, cuando, de repente, mientras me arrastraba al borde de una gran roca, me di de bruces con otro hombre, que al igual que yo caminaba a gatas y venía en mi dirección.

Capítulo X
El asalto a la cueva prisión

E
n el momento en que lo vi tenía la cabeza vuelta por encima de su hombro, mirando hacia la aldea que se encontraba a su espalda. Al saltar hacia él, sus ojos se posaron en mí. Nunca he visto una mayor sorpresa que la que vi en aquel pobre cavernícola. Antes de que pudiera lanzar un solo grito de alarma tenía mis dedos sobre su garganta y lo había arrastrado detrás de la roca, donde procedí a sentarme encima de él, mientras resolvía que era lo mejor que podía hacer con él.

Al principio forcejeó un poco, pero finalmente se quedó quieto, así que relajé la presión de mis dedos sobre su gaznate, de lo que me imaginé estaría bastante agradecido; yo lo habría estado.

Odiaba tener que matarlo a sangre fría; pero no veía qué otra cosa podía hacer con él, porque si lo dejaba suelto sencillamente tendría en pie a toda la aldea cayendo sobre mí en un momento. El individuo me miraba con la sorpresa todavía dibujada en su rostro. Por fin, una mirada de reconocimiento brilló en sus ojos.

—Te he visto antes —dijo—. Te vi en la ciudad de Phutra, en la arena de los mahars, cuando los thipdars alejaron al tarag de ti y de tu compañera. Nunca entendí el por qué. Luego me arrojaron a la arena con dos guerreros de Gombul.

Sonrió al recordarlo.

—Me hubiera dado igual si me hubieran enfrentado con diez guerreros de Gombul. Los maté y gané mi libertad. ¡Mira!

Giró a medias su hombro izquierdo hacia mí, exhibiendo la cicatriz recientemente curada de la marca a fuego de los mahars.

—Después —continuó—, al regresar con mi gente me encontré con algunos de ellos que huían. Me dijeron que un tal Hooja el Astuto había llegado y tomado nuestra aldea, esclavizando a nuestro pueblo. Me dirigí hasta aquí para ver si era verdad y, efectivamente, me encontré a Hooja y sus malvados viviendo en mi aldea y al pueblo de mi padre viviendo como esclavos. Me descubrieron y capturaron, pero Hooja no me mató. Soy el hijo de un jefe, y gracias a mí espera conseguir que los guerreros de mi padre regresen a la aldea para ayudarle en la gran guerra que dice que pronto empezará. Entre sus prisioneros está Dian la Hermosa, cuyo hermano, Dacor el Fuerte, jefe de Amoz, salvó una vez mi vida cuando fue a Thuria a robar una compañera. Yo le ayudé a capturarla y somos desde entonces buenos amigos, de modo que cuando descubrí que Dian la Hermosa era prisionera de Hooja, le dije que no le ayudaría si le hacía algún daño.

—Recientemente —prosiguió—, uno de los guerreros de Hooja me oyó hablando con otro prisionero. Estábamos planeando reunir a todos los prisioneros, coger las armas y cuando la mayoría de los guerreros de Hooja estuvieran fuera, matar al resto y volver a conquistar nuestra colina. Si lo hubiéramos conseguido la hubiéramos podido mantener, porque sólo hay dos entradas: el túnel estrecho en un extremo y el paso del acantilado que sube al risco en el otro. Pero cuando Hooja se enteró de lo que habíamos planeado se puso muy furioso y ordenó mi muerte. Me ataron de pies y manos y me metieron en una cueva hasta que volviesen todos los guerreros para ser testigos de mi muerte; pero mientras estaba fuera oí que alguien me llamaba con una voz apagada que parecía venir de la pared de la cueva. Cuando contesté, la voz, que era de mujer, me dijo que había llegado a oír todo lo que había ocurrido entre los que me habían llevado allí y yo, y que era la hermana de Dacor y que encontraría la manera de ayudarme. Al poco rato un pequeño agujero apareció en la pared, en el punto del que venía la voz. Enseguida vi la mano de una mujer escarbando con un trozo de piedra. La hermana de Dacor había hecho un agujero en la pared, entre la cueva en la que me encontraba atado y la que ella estaba confinada; tan pronto como llegó a mi lado, cortó mis ataduras. Entonces hablamos y le ofrecí el intentar llevarla de vuelta a Sari, donde me dijo que sería capaz de descubrir el paradero de su compañero. En este momento iba al otro extremo de la isla para ver si allí podía encontrar un bote, y si el camino estaba despejado, realizar la fuga. Ahora la mayoría de los botes están siempre fuera, porque la gran mayoría de los hombres de Hooja y casi todos los esclavos están en la Isla de los Árboles, donde Hooja está construyendo muchas canoas con las que llevar a sus guerreros por el agua hasta la boca de un gran río que descubrió cuando volvía de Phutra; un vasto río que desembocaba en el mar que hay allí.

El hombre me señaló un punto en el noroeste.

—Es ancho y tranquilo y discurre lentamente casi hasta la tierra de Sari —añadió.

—¿Y dónde está Dian la Hermosa ahora? —pregunté.

Había liberado a mi prisionero tan pronto como había descubierto que era enemigo de Hooja, y ahora ambos estábamos agazapados detrás de la roca mientras me contaba su historia.

—Regresó a la cueva en la que estaba apresada —contestó— y me está esperando allí.

—¿No hay peligro de que vuelva Hooja mientras estás fuera?

—Hooja está en la Isla de los Árboles —contestó.

—¿Puedes indicarme cuál es la cueva de forma que la pueda encontrar yo solo? —pregunté.

Me dijo que sí, y en la extraña aunque explícita manera de los pellucidaros, me explicó minuciosamente como podía llegar hasta la cueva en la que había estado apresado, y a través de cuyo agujero en su pared podía encontrar a Dian.

Pensé que sería mejor que sólo fuese uno de los dos, ya que dos podían lograr poco más que uno solo y sería el doble el riesgo de ser descubiertos. Mientras tanto él continuaría hacia el mar y custodiaría el bote del que le dije que se encontraba al pie del risco.

Le dije que nos esperase en la cima del risco, y que si Dian regresaba sola hiciera lo posible por marcharse con ella y llevarla hasta Sari, ya que creía que era bastante posible el que, en caso de ser descubiertos y perseguidos, tuviera que contener a la gente de Hooja mientras Dian continuaba sola hasta donde mi nuevo aliado la estaba esperando. Le insistí en el hecho de que tal vez tuviera que recurrir a algún engaño para obligar a Dian a que me dejara; también le hice prometer que sacrificaría todo, incluso su vida, en el intento de rescatar a la hermana de Dacor.

Luego partimos, él a tomar una posición desde la que pudiera vigilar el bote y esperar a Dian, yo a acercarme cautelosamente a las cuevas. No tuve ninguna dificultad en seguir las indicaciones que me había dado Juag, como me dijo el amigo de Dacor que se llamaba. Había un árbol inclinado, el primer punto que me dijo que buscase tras rodear la roca en la que nos habíamos encontrado. Después tenía que seguir hasta una roca en equilibrio, un enorme peñasco que descansaba sobre una base diminuta, no más grande que la palma de una mano.

Desde aquí tendría mi primera perspectiva del conjunto de cuevas. Un farallón bajo corría diagonalmente a lo largo de un extremo de la meseta, y en el frente de ese farallón se encontraban muchas cuevas. Varios senderos en zigzag llevaban hasta ellas, y estrechas repisas excavadas en la roca blanda conectaban a aquellas que estaban al mismo nivel.

La cueva en la que Juag había estado confinado estaba en el extremo del risco más cercano a mí. Aprovechándome del farallón, podía aproximarme a unos cuantos pies de la abertura sin que me vieran desde otra cueva. En ese momento había varias personas alrededor, la mayoría estaban congregados al pie del extremo más alejado del farallón envueltos en una excitada conversación, de modo que sentí poco temor de ser detectado. A pesar de todo, puse el mayor cuidado posible al aproximarme al risco. Estuve observando durante un rato hasta que aproveché el instante en que todas las miradas estaban apartadas de mí para salir disparado como un conejo hacia la cueva.

Como muchas de las cavernas construidas por los hombres de Pellucidar, ésta constaba de tres cámaras, una tras otra, y sin ninguna luz salvo en aquélla en que la luz del sol se filtraba a través de la abertura externa. El resultado era que la oscuridad se incrementaba gradualmente a medida que uno pasaba a la cámara siguiente.

En la última de las tres, sólo podía distinguir algunos objetos, y eso era todo. Estaba tentando las paredes en busca del agujero que comunicaba con la cueva en la que estaba apresada Dian, cuando oí una voz de hombre muy cerca de mí.

El que hablaba evidentemente acababa de entrar, ya que en un tono muy alto, demandaba el paradero de aquélla a la que había venido a buscar.

—¿Dónde estás, mujer? —gritaba—. Hooja ha mandado a buscarte.

Al instante una voz de mujer le respondió.

—¿Y para qué me quiere Hooja?

La voz era la de Dian. Tanteé en dirección a los sonidos, en busca del agujero.

—Desea llevarte a la Isla de los Árboles —contestó el hombre—. Está preparado para tomarte como su compañera.

—No iré —dijo Dian—. Antes moriré.

—Me ha enviado a llevarte y te llevaré.

Pude oírle cruzar la cueva dirigiéndose hacia ella. Frenéticamente arañé la pared de la caverna en la que me encontraba en un esfuerzo por hallar la elusiva abertura que me llevaría al lado de Dian.

Oí ruido de lucha en la caverna próxima. Entonces mis dedos se hundieron en una piedra suelta cubierta de tierra en el costado de la cueva. En un instante comprendí porque había sido incapaz de encontrar la abertura al palpar suavemente la superficie de las paredes. Dian había bloqueado el agujero que había hecho para no levantar sospechas y evitar así un descubrimiento prematuro de la huida de Juag.

Arrojando mi peso contra la blanda sustancia, aterricé violentamente en la caverna adyacente. Con esta entrada, yo, David, emperador de Pellucidar, dudo que ningún otro dignatario en la historia del mundo haya hecho una llegada más indigna. Caí a cuatro patas y de cabeza, pero me puse en pie rápidamente, antes de que el hombre supiera lo que había ocurrido en aquella oscuridad.

Creo que me vio al levantarme, y sintiendo que ningún amigo vendría de una forma tan precipitada, se volvió a mi encuentro mientras yo cargaba contra él. Tenía en mi mano el cuchillo de piedra, y él tenía el suyo. En la oscuridad de la cueva hubo poca oportunidad para un despliegue de habilidad, pero a pesar de ello puedo aventurarme a decir que llevamos a cabo un duelo impresionante.

Antes de llegar a Pellucidar no recuerdo haber visto nunca un cuchillo de piedra, y estoy seguro de no haber luchado tampoco con ninguna clase de cuchillo, pero ahora no necesito ningún consejo de nadie sobre como manejar esta primitiva aunque mortífera arma.

Podía vislumbrar a Dian en la oscuridad, pero sabía que ella no podía distinguir mis rasgos o reconocerme; disfrutaba anticipadamente, incluso mientras luchaba por su vida y por la mía, de su preciada alegría cuando descubriese que era yo quien venía a liberarla.

Mi oponente era grande, pero ágil y buen luchador a cuchillo. Me tocó una vez ligeramente en el hombro; todavía tengo la cicatriz y la llevaré conmigo hasta la tumba. Pero entonces hizo algo estúpido, porque mientras que yo saltaba hacia atrás para ganar un segundo en el que calmar el dolor de mi herida, se abalanzó sobre mí para intentar rematarme. En su deseo por ponerme las manos encima se desentendió por un momento de su cuchillo. Al ver su guardia abierta, lancé mi puño izquierdo con todas mis fuerzas contra su mandíbula.

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