Pellucidar (2 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Pellucidar
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Diez minutos después de leer esta carta, ya había telegrafiado a Mr. Nestor lo que sigue:

"La historia es cierta. Espéreme en Argelia."

Tan pronto como el tren y el barco pudieron llevarme me apresuré hacia mi destino. Durante todos aquellos lentos días mi mente fue un torbellino de locas conjeturas, de frenéticas esperanzas, de numerosos miedos.

El hallazgo del aparato de telegrafía prácticamente me aseguraba que David Innes había conducido el topo de hierro de Perry de vuelta a través de la corteza terrestre hasta el mundo subterráneo de Pellucidar; ¿pero qué aventuras le habrían ocurrido a su regreso?

¿Había encontrado a Dian la Hermosa, su semisalvaje compañera, a salvo entre sus amigos, o había tenido éxito Hooja el Astuto en sus nefastas intrigas para secuestrarla?

¿Vivía todavía Abner Perry, el viejo y amable inventor y paleontólogo?

¿Habían tenido éxito las tribus federadas de Pellucidar en el derrocamiento de los poderosos mahars, la raza dominante de monstruosos reptiles, y de sus fieros soldados gorila, los salvajes sagoths?

Debo admitir que me hallaba en un estado cercano a la postración cuando entré en el club... y ... de Argelia, y pregunté por Mr. Nestor. Un momento más tarde fui anunciado a su presencia, y me encontré estrechando la mano a esa clase de individuo de los que hay muy pocos en el mundo.

Era un hombre alto, bien afeitado, de unos treinta años, bien definido, fuerte, erguido y bronceado por ese tinte que da el desierto. Me cayó muy bien desde el primer momento, y espero que después de los tres meses que pasamos juntos en el desierto — tres meses no carentes por completo de aventura — él descubriese que un hombre puede ser un escritor de "disparates imposibles" y, sin embargo, poseer algunas cualidades redentoras.

Al día siguiente de mi llegada a Argelia, partimos hacia el sur, pues Nestor ya había hecho previamente todos los preparativos necesarios, al suponer que yo sólo podía acudir a África con un propósito; dirigirme enseguida hasta el enterrado aparato de telégrafo y arrebatarle su secreto.

Junto a nuestros sirvientes nativos, llevamos con nosotros a un operador de telégrafo inglés llamado Frank Downes. Nada de interés alivió nuestro viaje por ferrocarril y caravana hasta que por fin llegamos al matojo de palmeras que rodeaban el antiguo pozo al borde del Sahara.

Era el mismo lugar en el que había visto por primera vez a David Innes. Si alguna vez había erigido un túmulo encima del aparato, ahora no quedaba ningún rastro de él. Si no hubiera sido por la casualidad que hizo que Cogdon Nestor arrojase su colchón directamente sobre el oculto aparato, todavía estaría allí sonando para ser oído, y esta historia jamás hubiera sido escrita.

Cuando alcanzamos el lugar y desenterramos la pequeña caja, el aparato estaba en silencio; ni siquiera los repetidos intentos por parte de nuestro telegrafista tuvieron éxito en obtener una respuesta del otro lado de la línea. Después de varios días de inútiles esfuerzos por comunicar con Pellucidar, empezábamos a desesperar. Yo estaba tan seguro de que el otro extremo de aquel pequeño cable surgía directamente de la superficie del mundo interior como lo estoy de que hoy estoy sentado aquí, en mi estudio; y entonces, sobre la medianoche del cuarto día, me despertó el sonido del aparato.

Levantándome de un salto, agarré a Downes rudamente por el cuello y lo arrastré fuera de sus mantas. No necesitó que le dijera lo que causaba mi excitación, puesto que desde el instante en que se despertó también había oído el largamente esperado sonido, y con un alarido de triunfo se precipitó sobre el aparato.

Nestor había saltado casi al mismo tiempo que yo. Los tres nos apiñamos alrededor de la pequeña caja como si nuestras vidas dependieran del mensaje que tenía para nosotros.

Downes interrumpió el sonido con su llave de transmisión. El ruido del receptor se paró instantáneamente.

— Pregunta quién es, Downes — le ordené.

Así lo hizo, y mientras esperábamos la traducción de la respuesta, dudo que Nestor o yo respiráramos.

— Dice que es David Innes — dijo Downes —. Quiere saber quiénes somos.

— Dígaselo — contesté —; y que queremos saber dónde está y todo lo que le ha ocurrido desde la última vez que lo vi.

Durante dos meses hablé con David Innes casi todos los días, y mientras Downes nos traducía, tanto Nestor como yo tomábamos notas. De ellas, colocadas en orden cronológico, he sacado por escrito la siguiente relación de las nuevas aventuras de David Innes en el corazón de la tierra, prácticamente con sus mismas palabras.

Capítulo I
Perdido en Pellucidar

L
os árabes, de los que le escribí al final de mi última carta —comenzó Innes—, y a los que tomé por enemigos que intentaban asesinarme, resultaron ser extremadamente amistosos; estaban buscando a la misma banda de merodeadores que habían amenazado mi existencia. El monstruoso reptil ramforincóceo que había traído conmigo desde el mundo interior, el repugnante mahar que Hooja el Astuto había sustituido por mi querida Dian en el momento de mi partida, les llenó de maravilla y temor.

No menos lo hizo el poderoso Excavador subterráneo que me había llevado a Pellucidar y me había traído de vuelta después, y que yacía en el desierto a unas dos millas de mi campamento.

Con su ayuda me las arreglé para colocar las pesadas toneladas de su gran mole en posición vertical, con la aguda proa en un agujero que habíamos excavado en la arena y el resto sostenido por troncos de palmeras cortados con tal propósito.

Fue un difícil trabajo de ingeniería, con sólo salvajes árabes y sus todavía más salvajes monturas para hacer el trabajo de una grúa eléctrica, pero finalmente se consiguió y estuve listo para partir.

Durante algún tiempo dudé si llevarme al mahar conmigo. Había estado dócil y tranquila desde que se había descubierto virtualmente como una prisionera a bordo del "topo de hierro". Nos había sido, por supuesto, imposible comunicarnos al no tener ella órganos auditivos ni yo conocimiento de su método de comunicación en la cuarta dimensión a través del sexto sentido.

Lo cierto es que por naturaleza soy una persona de carácter benévolo, y me superaba el dejar incluso a aquella cosa odiosa y repulsiva en un mundo extraño y hostil. El resultado fue que cuando entré en el topo de hierro la llevé conmigo.

Era evidente que sabía que estábamos a punto de volver a Pellucidar puesto que de inmediato su comportamiento cambió del habitual abatimiento que la había impregnado a una expresión casi humana de gozo y delicia.

Nuestra incursión a través de la corteza terrestre no fue sino una repetición de mis dos anteriores viajes entre el mundo exterior y el interior. No obstante, creo que esta vez debimos mantener un rumbo más perpendicular, ya que realizamos el viaje a través de las quinientas millas de la corteza en unos cuantos minutos menos que con ocasión de mi primer viaje. En menos de setenta y dos horas desde nuestra partida de las arenas del Sahara, irrumpimos en la superficie de Pellucidar.

De nuevo la fortuna me favoreció por el más pequeño de los márgenes, ya que cuando abrí la compuerta exterior del Excavador, vi que no habíamos emergido en el lecho de un océano por apenas unos cientos de yardas.

El aspecto del terreno circundante me era completamente desconocido. No tenía ninguna idea exacta de en qué parte de las ciento veinticuatro millones de millas cuadradas de tierra que componen la inmensa superficie de Pellucidar me encontraba.

El perpetuo sol de mediodía derramaba desde su cénit sus tórridos rayos, como lo había hecho en Pellucidar desde el principio de los tiempos, y como continuaría haciéndolo hasta su fin. Ante mí, al otro lado del amplio mar, la extraña perspectiva sin horizonte se curvaba poco a poco hacia arriba hasta encontrar el cielo y perderse en los azulados abismos de la distancia por encima del nivel de mis ojos.

¡Qué extraño parecía todo! ¡Qué inmensamente diferente de la plana e insignificante área de limitada visión que tienen los habitantes de la corteza exterior!

Estaba perdido. Aunque vagabundease sin cesar durante toda una vida, puede que nunca descubriese el paradero de mis antiguos compañeros en este extraño y salvaje mundo. Que nunca volviera a ver al viejo y querido Perry, ni a Ghak el Velludo, ni a Dacor el Fuerte, ni a aquélla que me era infinitamente más preciada, mi dulce y noble compañera, Dian la Hermosa.

Pero aun así estaba contento por volver a pisar una vez más la superficie de Pellucidar. Aunque en muchos de sus aspectos era terrible, grotesca y salvaje, no podía dejar de amarla. Su mismo salvajismo me excitaba, pues era el salvajismo de la naturaleza inexpoliada.

La magnificencia de sus tropicales bellezas me dominaba. Sus enormes superficies de tierra respiraban una libertad sin trabas. Sus inmaculados océanos, susurrando maravillas vírgenes sin mancillar por el ojo del hombre, me miraban sobre sus senos agitados.

Ni por un momento eché de menos el mundo de mi nacimiento. Estaba en Pellucidar; estaba en casa; estaba feliz.

Mientras permanecía soñando al lado del gigantesco objeto que me había traído a salvo a través de la corteza terrestre, mi compañero de viaje, el horrendo mahar, surgió del interior del Excavador y se situó a mi lado. Durante un largo rato permaneció inmóvil.

¿Qué pensamientos estarían cruzando por el seno de su cerebro reptiliano?

No lo sabía. Ella era miembro de la raza dominante de Pellucidar. Por un extraño capricho de la evolución de su especie había sido la primera en desarrollar el poder de la razón en aquel mundo de anomalías.

Para ella, las criaturas como yo pertenecíamos a un orden inferior. Como Perry había descubierto entre los archivos de su especie en la subterránea ciudad de Phutra, aun era una cuestión sin resolver entre los mahars el saber si el hombre poseía algún medio de comunicación inteligente o el poder de la razón.

Su especie creía que en el centro de la solidez que se extendía por todas partes existía una singular e inmensa cavidad esférica que era Pellucidar. Esta cavidad estaba situada allí con el único propósito de proveer un lugar para la creación y propagación de la raza mahar. Todo lo que en ella existía había sido puesto allí para el uso de los mahars.

Me pregunté en qué estaría pensando ahora aquel mahar. Encontraba un cierto placer en especular sobre el efecto que habría tenido en ella el pasar a través de la corteza terrestre, y salir a un mundo en el que incluso alguien de menor inteligencia que los poderosos mahars podía apreciar fácilmente que era un mundo diferente al suyo propio de Pellucidar.

¿Qué había pensado del diminuto sol del mundo exterior?

¿Cuál habría sido el efecto que sobre ella habían tenido la luna y los millares de estrellas de las limpias y claras noches de África?

¿Cómo se los había explicado?

¿Con qué sensación de pavor debía haber observado por primera vez como el sol se movía lentamente por los cielos para al final desaparecer bajo el horizonte, dejando tras su estela aquello de lo que ningún mahar había sido antes testigo: la oscuridad de la noche? Porque en Pellucidar no hay boche. El estacionario sol cuelga eternamente en el centro del cielo pellucidaro, directamente sobre sus cabezas.

Desde luego, también debía estar impresionada por la asombrosa maquinaria del Excavador, que había perforado su camino de un mundo a otro y había sido capaz de regresar. Y que había sido tripulado por un ser racional se le debería haber ocurrido también.

Así mismo, me había visto conversando con otros hombres en la superficie terrestre. Había observado la llegada de la caravana con libros, armas, municiones y el resto de la heterogénea colección que había cargado en la cabina del topo de hierro para su transporte a Pellucidar.

Había visto todas aquellas evidencias de una civilización y un poder cerebral que trascendía en logros científicos a cualquier cosa que su raza hubiera producido; ni tan siquiera había visto a una criatura de su propia especie.

Sólo podía existir una conclusión en la mente del mahar: Existían otros mundos además de Pellucidar, y el gilak era un ser racional.

Ahora la criatura se estaba arrastrando lentamente hacia el cercano mar. A mi costado pendía un largo revólver de seis tiros —por alguna razón no había sido capaz de encontrar la misma sensación de seguridad en las recientes armas automáticas que habían sido perfeccionadas desde mi ausencia del mundo exterior—, y en mi mano portaba un pesado rifle exprés.

Podía haber disparado al mahar con facilidad, porque intuitivamente sabía que se estaba escapando; pero no lo hice.

Sentía que si pudiese regresar con los de su especie y narrar la historia de sus aventuras, la posición de la raza humana en Pellucidar habría dado un paso enorme, para que por fin el hombre ocupase el lugar correcto en la consideración de los reptiles.

Al borde del mar la criatura se detuvo y miró hacia mí. Luego se deslizó sinuosamente entre las olas.

Durante varios minutos, mientras se explayaba en las frías profundidades, no vi ningún rastro suyo. Luego, a unas cien yardas de la playa, emergió y durante un corto instante flotó sobre la superficie. Finalmente desplegó sus gigantescas alas, las batió vigorosamente unas cuantas veces y se elevó por encima del mar azul. Dio una vuelta en círculo y después se lanzó recta como una flecha. La observé hasta que la bruma distante la envolvió y desapareció. Ahora estaba solo.

Mi primera preocupación era averiguar en qué parte de Pellucidar me encontraba, y en qué dirección se encontraba la tierra de los saris en la que gobernaba Glak el Velludo.

¿Pero cómo iba a hacer para averiguar en qué dirección se encontraba Sari?

Si comenzaba mi búsqueda, ¿qué pasaría luego?

¿Podría volver a encontrar el camino de regreso hasta el Excavador y su incalculable tesoro en instrumentos científicos, armas de fuego y, sobre todo, libros; su gran librería de obras de consulta sobre cualquier rama imaginable de las ciencias aplicadas?

Y si no podía conseguirlo, ¿de qué le iba a valer a mi mundo de adopción todo aquel vasto almacén de potencial civilización y progreso?

Por otra parte, si permanecía allí, ¿qué iba a hacer yo solo?

Nada.

Pero donde no existe Este, ni Oeste, ni Norte, ni Sur, ni estrellas, ni luna, sino sólo un estacionario sol de mediodía, ¿cómo iba a hacer para encontrar el camino de vuelta hasta aquel lugar si alguna vez lo perdía de vista?

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