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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (33 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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Como es natural, no sale bien, pues no solo le pillan en el control de entrada, sino que encima el señor Jänecke también lo atrapa en el departamento cuando llega como una exhalación y sin aliento.

—¿Y bien, señor Pinneberg? —inquiere el señor Jänecke—. No siente el menor interés por el trabajo ¿eh?

—Le pido perdón —Pinneberg jadea—. He tenido que ir a la caja del seguro de enfermedad por el parto de mi mujer.

—Querido Pinneberg —replica el señor Jänecke con voz firme—, lleva cuatro semanas contándome que su mujer está a punto de dar a luz. Me parece un gran mérito, pero la próxima vez invéntese otra excusa, por favor.

Y antes de que pueda contestar, el señor Jänecke se retira lentamente. Pinneberg lo sigue con la vista.

Esa misma tarde, Pinneberg logra mantener una breve conversación con Heilbutt detrás del enorme perchero de los abrigos. Hace mucho tiempo que no lo hacían, las cosas entre ellos ya no son como antes. Desde que Pinneberg no le comentó a Heilbutt ni una palabra sobre la velada de la piscina, por no hablar de su intención de afiliarse, algo se interpone entre ellos. Como es lógico, Heilbutt es demasiado cortés para hacerse el ofendido, pero la antigua confianza se ha desvanecido.

Pinneberg desahoga su corazón. Primero habla de Jänecke, pero Heilbutt se limita a encogerse de hombros.

—Jänecke. ¡Dios mío, no se te ocurra tomártelo a pecho!

Bien, Pinneberg no se lo tomará a pecho, pero la gente del seguro de enfermedad…

—Simpáticos —comenta Heilbutt— Muy simpáticos. Justo como tiene que ser esa gente. Pero primero vayamos al grano: ¿puedo ayudarte con cincuenta marcos?

Pinneberg se siente conmovido.

—No, no, Heilbutt, de ningún modo. Ya nos las arreglaremos. Es que tenemos derecho a ese dinero. Y fíjate, pronto hará ya tres semanas del parto.

—Por la historia que acabas de contarme —dice Heilbutt meditabundo—, yo no haría nada. El tipo lo negará todo. Pero si esta noche no has recibido el dinero, yo me quejaría.

—Bah, tampoco servirá de nada —afirma Pinneberg, desanimado—. Con nosotros pueden hacerlo.

—Lógicamente, no quejarse sería absurdo. Pero existe una Inspección de Seguros a la que están supeditados. Espera, voy a buscar la dirección en la guía telefónica.

—Hombre, si existiera algo así… —comenta Pinneberg, esperanzado.

—Ya verás cómo el dinero llega a toda velocidad.

Así que Pinneberg se marcha a casa y al llegar pregunta a Corderita:

—¿Y el dinero?

Su mujer se encoge de hombros.

—Nada. Pero ha llegado una carta de ellos.

El tono descarado del «está tramitado» aún resuena en los oídos de Pinneberg cuando abre la misiva. ¡Si tuviera allí ahora al colega, si lo tuviera allí…!

Bien, pues la carta contiene dos bonitos cuestionarios, pero ni rastro del dinero, para el dinero hay tiempo.

Papel. Una carta. Dos cuestionarios. Pero… ¿debe sentarse a rellenarlos? Oh, no, querido, no se lo pondremos tan fácil. Primero, agénciate una partida de nacimiento en el registro civil para «fines de cobro», porque el informe del hospital sobre el nacimiento no nos basta, faltaría más. Después firma los cuestionarios y rellénalos muy requetebién; es verdad que ahí te preguntan un montón de cosas que ya constan en sus ficheros, cuánto ganas, cuándo naciste, dónde vives, pero un cuestionario siempre es bonito.

Y ahora, querido, viene lo principal: todo eso tal vez podría realizarse en un día, pero ahora preséntanos primero certificados de los seguros de enfermedad en los que estabais inscritos tu mujer y tú en los dos últimos años. Ya sabemos que los médicos tienden a considerar que en general el embarazo de las mujeres dura nueve meses, pero la seguridad es la seguridad, los últimos dos años, por favor. A lo mejor entonces podemos cargar los gastos a otro seguro.

Tenga la bondad, señor Pinneberg, de tramitar este asunto cuando lleguen los documentos necesarios.

Ya. Pinneberg y Corderita se miran.

—No te enfades tanto —le recomienda—. Ellos son así.

—Dios —gime Pinneberg—, esos cerdos asquerosos. ¡Ojalá tuviera aquí a ese tipo!

—Olvídalo —le aconseja Corderita—. Vamos a escribir ahora mismo a los seguros de enfermedad. Y adjuntaremos sobres franqueados…

—¡Ya verás el dinero que nos va a costar eso!

—Dentro de tres, acaso cuatro días, lo habremos reunido todo y se lo enviaremos.

Al final Pinneberg se sienta a escribir. En su caso el asunto es sencillo, solo tiene que escribir a su seguro de enfermedad en Ducherow, pero Corderita, por desgracia, estuvo anteriormente en Platz en dos seguros distintos; en fin, ya veremos, tarde o temprano escribirán los compañeros…

«… cuando lleguen los documentos necesarios».

Y cuando, con las cartas ya escritas, Corderita, sentada tranquilamente con su albornoz blanco y rojo, sostiene al bebé contra su pecho, que mama, mama y mama… Pinneberg vuelve a mojar la pluma en el tintero y con su mejor letra redacta una queja a la Inspección de Seguros.

No, no es una queja, no se atreve a tanto, es una simple pregunta: ¿el seguro de enfermedad puede condicionar el pago del subsidio de maternidad y lactancia a la presentación de esos documentos? ¿De verdad he de remontarme a los dos últimos años…?

Y a continuación un ruego: ¿no pueden ocuparse ustedes de que reciba el dinero? Porque lo necesito.

Corderita no confía demasiado en esa misiva.

—¿Crees que se van a molestar por nuestra causa?

—Pues es injusto —proclama su marido—. Los subsidios de lactancia hay que pagarlos durante la lactancia. De lo contrario, carecen de sentido.

Lo cierto es que Pinneberg parece tener razón: tres días más tarde recibe una postal comunicándole que su petición ha dado lugar a comprobaciones, concluidas las cuales recibirá más información.

—¿Lo ves? —Le dice a Corderita con voz triunfal.

—¿Comprobaciones sobre qué? —inquiere su mujer—. Si el asunto en realidad está claro.

—Ya lo verás —promete él.

Se hace el silencio. Como es natural, recurren a los cincuenta marcos, pero enseguida llega el salario y apartan un billete de cien marcos. Recibirán el dinero en cualquier momento.

Pero ni llega el dinero ni las comprobaciones parecen haber desembocado en una conclusión. Lo primero que reciben son los certificados de los seguros de enfermedad de Ducherow y Platz. Pinneberg lo empaqueta todo: los informes, los cuestionarios, la partida de nacimiento del registro civil que Corderita solicitó tiempo atrás y lo lleva todo al correo.

—Ardo de impaciencia —reconoce.

Pero, a decir verdad, ya no está muy impaciente, se ha enfadado tanto, ha estado sin poder dormir de ira, nada de ello ha tenido sentido. Nada ha cambiado, es como darse cabezazos contra una pared. Ni cambiará.

Y de repente llega el dinero, de verdad, lo han enviado nada más recibir los documentos.

—¿Lo ves? —repite.

Corderita prefiere callarse, porque entonces él se enfada de nuevo.

—Ahora me interesa saber qué comprobaciones hace la Inspección. Apuesto a que los del seguro recibirán una buena reprimenda.

—No creo que esos escriban —opina Corderita—. Si ya tenemos el dinero…

Y Corderita parece tener razón, transcurre una semana y otra. Y una tercera. Y comienza la cuarta…

A veces Pinneberg dice en esa época:

—Lo cierto es que yo tampoco acabo de entender del todo a esa gente. Les escribí diciendo que necesitaba el dinero y ahora se toman tantísimo tiempo. Es incomprensible.

—Ya no volverán a escribir —insiste Corderita.

Pero se equivoca. En la cuarta semana reciben un escueto y digno escrito en el que se les comunica que consideran resuelto el asunto, pues el señor Pinneberg ya ha percibido el dinero del seguro.

¿Eso es todo? ¿No había preguntado Pinneberg si el seguro estaba autorizado a exigir documentos tan laboriosos de conseguir?

Sí, para la Inspección eso es todo, huelga responder a las preguntas de Pinneberg puesto que ya ha recibido su dinero.

Sin embargo, no acaba todo ahí. Faltan los eminentes señores del espléndido edificio del Seguro de Enfermedad, uno de cuyos más bajos representantes, un hombre joven de la sala de ventanillas, despachó a Pinneberg en cierta ocasión con cajas destempladas. Ahora, los eminentes señores en persona han hecho lo mismo. Han escrito una carta a la Inspección sobre el empleado Pinneberg. Y la Inspección entrega ahora una copia de dicha carta al señor Pinneberg.

Y ¿qué dicen? Que su queja es inmotivada. Bueno, eso es natural, es lo que deben decir. Pero ¿por qué es inmotivada?

Porque el señor Pinneberg es un holgazán. Fijaos, recibió el día tantos de tantos la partida de nacimiento del registro civil y sin embargo no la envió al seguro hasta una semana después. «Es fácil determinar, basándose en la partida, a cuál de las partes es achacable la demora», escribe el seguro.

—Y los compañeros no dicen ni una palabra de que también necesitaban tener los demás documentos relativos a los dos últimos años —Pinneberg suspira—. Exigieron todos los documentos y los certificados no llegaron antes.

—Ya ves —dice Corderita.

—Sí, ya veo —replica su marido rabioso—. Son unos cerdos. Mienten y falsean, y nosotros quedamos después como unos liantes. Pero ahora voy a… —Se sume en sus cavilaciones y enmudece.

—¿A qué? —quiere saber Corderita.

—Voy a escribir de nuevo a la Inspección —contesta con voz solemne—, contándoles que para mí el asunto no está resuelto, que no solo se trata del dinero, sino de que ellos han falseado la situación. ¡Que hay que subsanarlo! Que merecemos un trato decente, que somos seres humanos.

—¿Qué sentido tiene? —pregunta Corderita.

—¿Acaso pueden hacer todo lo que se les antoje? —pregunta, iracundo—. ¿Es que no están ya calentitos, seguros y ricos en sus palacios, administrándonos? Y ahora encima ¿van a convertirnos en unos malvados y en unos liantes? No, no lo toleraré. ¡Me niego, quiero hacer algo!

—No tiene sentido —insiste Corderita—. No merece la pena. Mira cómo te has alterado. Tú tienes que trabajar todo el día, pero ellos llegan descansaditos a su oficina y se toman su tiempo y hablan por teléfono con los señores de la Inspección, que están mucho más unidos entre sí que contigo. Te vendrás abajo y al final se reirán de ti.

—¡Pero es que hay que hacer algo! —clama desesperado—. Sencillamente, no lo soporto más. ¿Tenemos que decir sí a todo? ¿Tenemos que dejarnos pisotear siempre?

—No queremos pisotear a aquellos a los que podríamos —dice Corderita y saca al bebé de su cuna para darle la toma nocturna—. Lo sé por mi padre. No podemos hacer nada, salvo servirles de diversión cuando ven cómo nos afanamos. Ellos se divierten de esa forma.

—A pesar de todo me gustaría… —insiste, obstinado, su marido.

—Bah —dice Corderita—. Déjalo ya.

Y parece tan enfadada que Pinneberg solo la contempla un instante, completamente aturdido, y le parece una desconocida.

Después se aproxima a la ventana, mira al exterior y dice a media voz:

—La próxima vez votaré a los comunistas.

Pero Corderita no contesta. Y el bebé mama satisfecho.

Abril asusta, pero Heilbutt echa una mano. ¿Dónde está Heilbutt? Hecho polvo

H
a llegado abril, un abril genuino y tornadizo, con sol, nubes y granizadas, hierba verde y margaritas, arbustos repletos de brotes y árboles creciendo. También el señor Spannfuss crece y rebrota en Mandel, y todos los días los vendedores de confección de caballeros tienen algo que contarse sobre las nuevas medidas de racionalización. Eso suele significar que un vendedor tiene que hacer el trabajo de dos y que a lo sumo han contratado a un nuevo aprendiz.

Heilbutt pregunta a veces a Pinneberg:

—¿Tú cómo vas? ¿Cuánto?

Pinneberg aparta la mirada, pero Heilbutt vuelve a la carga.

—Suéltalo ya, ¿cuánto? A mí me sobra.

—Sesenta —responde al fin con timidez.

O bien:

—Ciento diez, pero no es necesario, lo conseguiré.

Entonces acuerdan que Pinneberg llegue por casualidad justo cuando Heilbutt haya vendido un traje o un abrigo, y Pinneberg se lo apunte en su talonario de caja.

Pero tienen que andarse con ojo, Jänecke fisgonea y Kessler, el soplón, más todavía. Pero ellos son muy cuidadosos, aprovechan el momento en que Kessler está almorzando, y cuando en ocasiones se presenta, afirman que Pinneberg se ha apuntado una venta y Heilbutt le dice al señor Kessler, con tono gélido, que si quiere recibir unas bofetadas.

Ay, ¿dónde están los tiempos en que Pinneberg se tenía por buen vendedor? Todo ha sufrido un cambio radical. Sin duda, la gente nunca ha sido tan difícil. Ahí llega un hombre alto y grueso con su mujer, deseando comprar un abrigo.

—Precio máximo, veinticinco marcos, joven. Compréndalo. Uno de mis compañeros de partida tiene uno de veinte, inglés genuino, de lana y con forro de punto. ¡Compréndalo!

Pinneberg esboza una leve sonrisa.

—A lo mejor ese señor exageró un poco su compra barata. Un genuino abrigo inglés por veinte marcos…

—¡Escuche, joven, no es necesario que me venga ahora con que mi compañero de partida me miente! El es formal, ¿entiende? —El enojo del gordo va en aumento—. No tengo la menor intención, entiéndalo, de permitir que difame a mi compañero de partida.

—Le pido disculpas —dice Pinneberg.

Kessler mira, el señor Jänecke está detrás de un perchero de pie, al fondo a la derecha. Pero ninguno acude en su ayuda. Fracasa.

—¿Por qué irrita a la gente? —pregunta con voz meliflua el señor Jänecke—. Antes era usted completamente distinto, señor Pinneberg.

Sí, Pinneberg sabe de sobra que tiene razón.

Pero se debe a la empresa. Desde que empezaron con el maldito sistema de cuotas, ha cundido el desánimo. A principios de mes las cosas todavía marchan, la gente tiene dinero, compra un poco, Pinneberg cumple con creces con el rendimiento asignado y se muestra animoso.

—Este mes seguro que no tendré que sablear a Heilbutt.

Pero después llega un día y quizá otro más en el que no aparece un solo comprador. Mañana tengo que vender por valor de trescientos marcos, piensa Pinneberg por la tarde, al marcharse de Mandel.

Mañana tengo que vender por trescientos marcos, es el último pensamiento de Pinneberg cuando yace en la oscuridad después de dar a Corderita el beso de buenas noches. Pero con un pensamiento así cuesta conciliar el sueño, y no es el último.

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