Perplejidades de fin de siglo (7 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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No creo que el «pensamiento débil» (así lo han bautizado sus creadores, o sea los exponentes del posmodernismo) sea tan inconsistente y mortecino como para no advertir que la actual línea divisoria entre las desacordes zonas de la humanidad separa algo más que meras corrientes ideológicas. Hace sólo diez años, el análisis del enfrentamiento marxismo/capitalismo era (entre otras razones, por sus infiltraciones mutuas) bastante complejo. Ahora no. Todo es más sencillo. El mundo simplemente se divide en países ricos y países pobres y, como previsible corolario, la humanidad se fracciona en hedonistas del confort y prójimos miserables.

El gran escándalo de este fin de siglo es la pobreza, esa lacra que invalida todos los adelantos tecnológicos e informáticos, todas las hazañas de comunicación y cosmonáutica. Estamos tan adelantados que las memorias electrónicas pueden informarnos al instante que 40 mil niños mueren diariamente de hambre en el mundo (por supuesto, limpiamente clasificados por nacionalidad, raza, color, grupo sanguíneo, etcétera), pero estamos a la vez tan atrasados que no logramos evitar esa catástrofe.

Es obvio que el «socialismo real» fracasó en rubros tan decisivos como la libertad o el derecho democrático, pero no es lícito borrar de una historia tan reciente el hecho de que, a pesar de todo, logró solventar necesidades tan elementales del ser humano como la salud, la vivienda, la educación, el cuidado de la infancia, la estabilidad laboral (con especial atención a la mujer trabajadora). Tal vez como consecuencia de esa actitud en el ámbito social, fenómenos como el narcotráfico, la desocupación, o la violencia juvenil, tuvieron en los países ahora ex socialistas índices considerablemente inferiores a los que memorizan en Occidente las infalibles computadoras.

Sin embargo, a la hora del cambio, la derecha triunfante y altiva sólo contabiliza los aspectos negativos del Este (hoy casi Oeste) y ni siquiera se aviene a mencionar esas innegables conquistas sociales. Por ejemplo, en la anexión de la RDA por la RFA, como las mujeres de Alemania Occidental no gozan de exenciones laborales en lapsos de embarazo, posparto, etcétera, tales conquistas les fueron sencillamente arrebatadas a las mujeres orientales. Como las guarderías en la RFA son privadas y bastante onerosas, los círculos infantiles, enteramente gratuitos, de la RDA, fueron suprimidos en los convenios «unificadores».

Escarnecido y humillado el ingrediente socialista, la propuesta para el siglo XXI es obviamente la capitalista. Sin embargo, hasta ahora (o sea hasta acceder a la presente hegemonía), ¿qué había conseguido para el
ciudadanomundial-promedio
? Por lo pronto, una descomunal industria bélica, cuyo mantenimiento alucinante y obsesivo es, después de todo, una de las razones básicas de la indigencia humana en particular y los países pordioseros en general. Ha generado asimismo atroces desigualdades sociales que frecuentemente conducen a la violencia; ha esparcido dondequiera la drogadicción (su «democrático» incremento arrancó sin duda de la guerra de Vietnam y la necesidad militar de enfervorizar a soldados que tenían escasos motivos de fervor); ha creado cinturones de penuria en la mayoría de las grandes capitales; ha destruido, con programada eficacia, los espacios verdes que contribuyen a que la humanidad respire; ha permitido, y hasta auspiciado, que sus naciones básicas invadan Estados periféricos, sin que a la ONU se le moviera el pelo que reservaba para el Golfo Pérsico; ha estimulado la monstruosa Deuda Externa de los países subdesarrollados y la ha usado luego como chantaje y como cepo. Etcétera. Todo esto forma parte del lujoso catálogo de ese mismo capitalismo que ahora ejerce la hegemonía.

Lamentablemente, y como ha señalado el historiador inglés Eric Hobsbawm, «de momento no existe parte alguna del mundo que represente con credibilidad un sistema alternativo del capitalismo, a pesar de que debería quedar claro que el capitalismo occidental no presenta soluciones a los problemas de la mayoría del Segundo Mundo, que en gran medida pasará a pertenecer a la condición del Tercer Mundo». O sea, que el puesto del Segundo Mundo quedará vacante, ya que sólo habrá permiso para dos opciones: el aureolado
Welfare State
(o sea el Estado del Bienestar), cada vez más descaecido, y el inexplorado, casi clandestino Estado del Malestar, al que los politólogos norteamericanos aún no le han colocado etiqueta; deberían hacerlo a la brevedad (llamarlo por ejemplo
Unrest State
), ya que, a falta de KGB, la pobreza ha comenzado a infiltrarse en pleno corazón imperial.

Comentando un libro de Guy Hermet, dice Rafael Sposito que «las democracias primigenias no hicieron más que articular, bajo el ropaje ideológico del liberalismo, una prolongada estrategia de exclusión de las mayorías». Hoy resulta evidente que el neoliberalismo se ha convertido en el mejor aliado del capitalismo multinacional. De ahí que también a los neoliberales les molesten las mayorías. Pero las mayorías se extienden, procrean, invaden, reclaman. En Sudáfrica la minoría blanca está aprendiendo a tragarse su desprecio y mientras tanto es atentamente mirada por 20 millones de negros. En todo el mundo las mayorías están aprendiendo a mirar. Hasta Estados Unidos lleva un Tercer Mundo (negros, chicanos,
ricans
, latinos) en sus entrañas. También lo lleva la autosuficiente Comunidad Europea.

Las mayorías están en África, Asia, América Latina. Cada vez será más difícil excluirlas. Sobre todo porque, pese a todos los controles de natalidad, las mayorías aumentan en tanto que las minorías disminuyen. Por eso, cuando los nuevos arúspices decretan el fin de las utopías, es posible que estén en lo cierto, pero sólo si se refieren al
Welfare State
. El Estado del Bienestar se ha quedado sin utopías. Peor para él. El Estado del Malestar, en cambio, las sigue creando, trabaja por ellas. Tiene tan poco que perder y tanto para ganar, que la utopía se ha convertido en su destino. En un
jaiku
de Taigui, poeta japonés del siglo XVIII, se lee: «Yo las barría, / y al fin no las barrí: / las hojas secas». ¿A quién pueden caberle dudas de que, tarde o temprano, las grandes mayorías se negarán a barrer las hojas secas de la fatuidad minoritaria?

(1990)

La realidad y la palabra

Es posible que defraude algunas expectativas, pero en esta ocasión no voy a referirme al concepto de
realidad
, pura y exclusivamente como «categoría filosófica que designa y define la realidad objetiva, cuyo único rasgo es el de existir fuera e independientemente de la conciencia» (A. I. Búrov,
La esencia estética del arte
, 1956), ni a la
palabra
sólo como «la mínima unidad lingüística independiente» (H. J. Kramsky,
The word as a linguistic unit
, 1969). Después de todo, a lo largo de nueve lustros casi diría que me he especializado en defraudar expectativas, de manera que podré referirme, sin ninguna aprensión, a lo que todos (no sólo los filósofos o los lingüistas) entendemos por
realidad
o por
palabra
, y que a la postre es algo que no ha sido invalidado por las ciencias abstractas ni por las experimentales.

A veces nos encandilamos tanto con las acepciones (por otra parte, rigurosamente científicas) puestas en circulación por eruditos e investigadores, que nos olvidamos de los significados que hemos acuñado entre todos y a lo largo de varias geografías y generaciones. De modo que aquí, sin el menor complejo de inferioridad, hablaremos a menudo de la realidad monda y la palabra lironda, y también viceversa.

Hoy que el castellano ha pasado a ser la tercera lengua a escala mundial, ya que la hablan (aunque no siempre la leen o la escriben) unos 320 millones de seres humanos, la palabra, en lo que tiene de lenguaje, de signo y de medio comunicante, nos vincula a todos, y sobre todo vincula a nuestros pueblos, al permitirnos compartir un territorio que todos contribuimos a expandir: la lengua. Y esto sea dicho sin olvidar la diferenciación que imponen, tanto en España como en América, los matices, tonos y peculiaridades de inflexión, modulación y acentos, propios de cada región. Ya en 1896 anotaba Ricardo Palma: «El lazo más fuerte, el único quizá que, hoy por hoy, nos une con España es el idioma» (
Neologismos y americanismos
). Tal vez hoy, casi un siglo después, no sea lícito seguir sosteniendo que es el único lazo; no obstante, continúa siendo el más fuerte, ya que otros rubros de esa relación (digamos la comprensión mutua, la colaboración económica o la simple solidaridad) dejan todavía mucho que desear.

Lo esencial es que está a nuestra disposición, aunque a menudo la desaprovechemos, la posibilidad cierta de entendernos, y aunque todos sabemos que a veces nos encontramos con palabras que en un país son corrientes o inocuas y en otro, obscenas o agraviantes, el mero hecho de que más de 300 millones de personas usemos (y a veces abusemos de) la misma lengua, representa un privilegio del que es importante ser conscientes.

Justamente en estos tiempos, con motivo del cercano V Centenario de la llegada de Colón a las tierras que quince años más tarde (gracias a la ocurrencia y a la desinformación de cierto cartógrafo alemán llamado Martín Waldseemüller) tomarían el nombre de América, todavía se enfrentan, por un lado, la versión oficial glorificante, y por otro la memoria, todavía insepulta, de la impiedad colonizadora. No obstante, es lamentable que esa contradicción, que por supuesto no es abstracta ni mucho menos gratuita, empañe lo que es acaso el resultado más deslumbrante de aquella aventura.

En las tierras recién alcanzadas, los conquistadores se fueron enterando de la existencia del caucho, el tabaco, el chocolate, la papa o patata, y las llevaron en volandas, o más literalmente en veleros, al viejo continente, y aunque el oro y la plata no eran novedades para esos pioneros, también supieron encontrarlos y trasladarlos a Europa en cantidades apreciables. A cambio de tantos bienes materiales, nos dejaron, en compensación que entonces pareció muy pobre, nada menos que la lengua, legado espiritual que en definitiva ha demostrado ser más duradero y gratificante que todas las otras y obvias riquezas.

Siempre hay metáforas que arropan a los imperios. Por supuesto no fue necesario incorporarlas cuando esos imperios estaban en su apogeo, ya que entonces no precisaban justificaciones ni resguardos éticos; en cambio, fue preciso inventarlas cuando los imperios se jubilaron como tales y fue importante, por razones de imagen, maquillar la historia. A finales del siglo XIX, todavía escribía Clarín: «Los amos de la lengua somos nosotros». ¿Habrá ocurrido algo en el siglo XX para que hoy los hispanoamericanos nos hayamos convertido en copropietarios del castellano? ¿O será que, en última instancia, las lenguas no tienen amo y por eso se desarrollan y propagan a pesar de las aduanas y otras academias? Huelga decir que siempre me han gustado más los imperios jubilados que aquellos otros que siguen en actividad, pero de cualquier manera no alcanzo a comprender por qué, aún hoy, ni en España ni en América se pone el énfasis en esa gran franja vinculante que es la lengua.

Imaginemos por un instante que decimos la palabra
amor
o la palabra
odio
o la palabra
hijo
o la palabra
poder
, y que existe en el mundo una verdadera multitud que tiene la posibilidad de entender de qué estamos hablando. Ese creíble nexo ya no arropa a ningún imperio, activo o jubilado, sino a los hombres y mujeres de más de veinte países, cuyas palabras, y en consecuencia sus pensamientos, aspiraciones, sentimientos, desalientos y esperanzas, son datos en (amplísima) clave, nebulosas pero decisivas señales de identidad, contraseñas que cruzan el océano.

No nos encandilemos, sin embargo, ni españoles ni hispanoamericanos, con la prerrogativa de formar parte de tan vasta familia lingüística. Durante siglos nuestra lengua fue postergada, menospreciada, en los grandes centros de la cultura mundial; era poco menos que un habla clandestina. Ahora su presencia es ineludible (hasta en los Estados Unidos ha pasado a ser el segundo idioma) y su diversidad se ha convertido en un rasgo de su unidad. Nadie podría decir hoy: «Los amos de la lengua somos nosotros», ya que, como sostiene Carlos Magis, «ni el
español de América
ni el
español peninsular
son
lenguas
(sistema lingüístico) perfectamente homogéneas, sino
sumas de hablas
regionales» («Unidad y diversidad del español», en
América Latina en sus ideas
, vol. coordinado por Leopoldo Zea, 1986).

En América Latina, la sombría cruz de esa medalla está representada por la segregación y el menoscabo de otras lenguas, no importadas sino vernáculas, ocasionados sobre todo por la generalizada e impetuosa invasión del castellano. A la llegada de los conquistadores, en lo que es hoy Hispanoamérica se hablaban numerosas lenguas aborígenes: azteca, náhuatl, maya, quiché, totonaco, otomí, caribe, arawak, miskito, suno, quechua, aymara, tupguaraní, cacan, araucano, etc. Varias de ellas han desaparecido, absorbidas por otras hablas indígenas de mayor desarrollo o por la forzosa irrupción del idioma del conquistador. No obstante, son numerosas las que han sobrevivido y son habladas (y en algunos casos, también escritas) por algunos millones de indoamericanos. Por ejemplo, en México hay un millón de habitantes que hablan lenguas aborígenes; el 50% de los guatemaltecos hablan idiomas de origen maya; el 30% de los peruanos no hablan castellano; el aymara abarca amplias zonas de Perú y Bolivia; en estos dos últimos países, más Ecuador, hay cuatro millones de quechua-hablantes. Paraguay, por su parte, es el único país latinoamericano verdaderamente bilingüe, ya que la virtual totalidad de sus habitantes hablan castellano y guaraní. En todos estos países el castellano está presente y es siempre el idioma oficial, el sistema lingüístico imperante, pero justamente, por mor de esa hegemonía y de su innegable capacidad de comunicación, debería ser más respetuoso de las lenguas indígenas, que, después de todo, son las originarias del continente. Por otra parte, desde tales lenguas autóctonas, también ha habido modestas infiltraciones en el castellano. Todavía hoy se menciona la palabra
canoa
como la primera contribución indígena al castellano; canoa que siempre ha navegado contra corriente y sin embargo no ha naufragado ni se ha detenido.

Las palabras aborígenes suelen tener una belleza natural, una sonoridad sin artificio, y por eso suelen ejercer un poder de seducción, al margen de su significado. Decía Fernando Pessoa que «la belleza de un cuerpo desnudo sólo la sienten las razas vestidas»
(Livro do desassossego
, 1982). Las europeas son lenguas vestidas, acicaladas, bien guarnecidas por tradiciones y gramáticas; las indígenas, en cambio, son hablas desnudas, primarias, casi un sonido de la naturaleza. Sin embargo, en esa aparente pobreza reside su indeliberado poder de seducción. La geografía de América Latina está llena de esos nombres sonoros, cadenciosos, a veces atronadores, que si bien en más de un caso han extraviado su significado o su pura razón de ser, seguirán empero sobreviviendo como memoria y filiación del paisaje.

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