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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

Perplejidades de fin de siglo (6 page)

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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Es cierto que, a partir de los súbitos cambios en Europa, América Latina estará más sola que nunca. La caída del muro berlinés conducirá no sólo a la alarmante unidad alemana, sino también a la vieja reivindicación de la europeidad. Encantados con un continente sin Pacto de Varsovia pero con OTAN (el nuevo primer ministro rumano, sin embargo, acaba de declarar en Madrid que en la actual Europa la OTAN se parece a un espantapájaros en pleno invierno), embelesados con su ombligo
paneuropeo
, quienes deciden en el Viejo Continente se interesarán cada vez menos por las miserias ajenas. No se descarta, empero, que lleguen a interesarles las propias. Según Cornelius Castoriadis, en los países del Este se comprueba el resurgimiento de un modelo occidental, «como si lo ideal fueran el capitalismo y la oligarquía generalizados sobre la base de la miseria», y agrega: «La democracia no es, contrariamente a lo que dicen ahora los malos ideólogos y los malos periodistas, el capitalismo». Evidentemente, la democracia es, recordémoslo, el gobierno del pueblo y no de los dueños del dinero. Es probable que los obreros del sindicato Solidaridad jueguen con fuego cuando, al formular sus pancartas reivindicativas, las escriben no en polaco sino en inglés.

No obstante, a contrapelo de la no-historia que nos quieren vender, es posible arriesgar ciertos augurios. Hasta ahora, el blanco de todos los ataques del imperialismo era la izquierda, en sus diversas formas y estilos. Sin embargo, tanto se ha derechizado el mundo, que hoy la izquierda visible, y más o menos vigente, ha pasado a ser la socialdemocracia. Pues bien, a pesar de sus famosas concesiones, de sus ingresos y/o adhesiones a la OTAN, de su visto bueno a bases militares norteamericanas en los respectivos territorios, aún sobreviven en sus programas ciertos trazos de inspiración socialista, y, cuando llegan a ser gobierno, si bien suelen desdecirse de los eslóganes más comprometidos, tratan sin embargo de mantener tibias medidas de carácter social, aunque sólo sea para diferenciarse vagamente del centro y la derecha. La ancha franja de sus méritos será empero a todas luces insuficiente cuando llegue la hora para el capitalismo de localizar (o sencillamente, de inventar) al
enemigo
imprescindible. La gran preocupación de los sectores más belicistas de Estados Unidos y Gran Bretaña, por ejemplo, ha de ser el aparente futuro de paz que se cierne sobre sus fructíferas industrias de guerra, con la previsible disminución de dividendos y de influencia. Por tanto, llegará el día en que será obligatorio buscar y hallar a un enemigo, visible y verosímil, que justifique con su sola presencia la más redituable de sus empresas: el negocio y las industrias de la muerte. Para ese entonces la socialdemocracia, su aliada hasta ayer, estará ahí, a tiro de misil y de invectivas. De modo que las contradicciones no han desaparecido totalmente, y no es improbable que los socialdemócratas lleguen a añorar los buenos tiempos en que había una tangible izquierda que recibía las bofetadas.

Es obvio que el mundo del Este necesitaba urgentes y drásticas correcciones, pero no es tan seguro que la enmienda propuesta sea mejor que el soneto. Corresponde a la izquierda inventar otra enmienda, que evidentemente incluya la recuperación y el afianzamiento de las libertades y la democracia, pero no obligatoriamente la sumisa entrega al capitalismo salvaje.

Por su parte, América Latina, que no tiene por qué cargar con la
culpa europea
del estalinismo, deberá seguir luchando, con ayuda o (lo más probable) sin ella, no sólo contra el imperialismo desembozado y textual, sino también contra el indirecto: el de la Deuda Externa, el del FMI y del World Bank, o sea el imperialismo de la miseria. La agresión a Panamá, el bloqueo a Nicaragua y la consiguiente derrota del sandinismo, la ominosa invasión del espacio soberano de Cuba con la llamada TV-Martí, son los primeros síntomas de la impunidad y la falta de riesgo con que ahora se mueven los Estados Unidos en América Latina. Sin embargo, ya han empezado a concretarse respuestas, todavía indirectas pero reveladoras. La sorpresiva aparición y consolidación, en México, de una voz crítica como Cuauhtémoc Cárdenas; el inesperado avance de la izquierda brasileña (Lula-Brizola) que por primera vez arañó la posibilidad de una victoria; el triunfo, también por vez primera, del Frente Amplio en Montevideo; y hasta el hecho no despreciable de que Estados Unidos haya perdido por goleada varias votaciones en la hasta no hace mucho manejable OEA, son eventuales signos de la tantas veces postergada asunción de la soberanía y la dignidad en el continente mestizo.

La derechización mundial se salteará, como siempre, los presupuestos éticos. Dentro de esa coyuntura tan desfavorable, la izquierdización de América Latina será ardua, y, en el mejor de los casos, gradual, pero la ética (política, social, sencillamente humana) será palabra clave. Por más que el presente sea de turbación e incertidumbre, y aunque hayamos perdido tantos sueños, espero que no cometamos la imperdonable tontería de perder también nuestra esperanza.

(1990)

El bendito enemigo

Los
intelectuales proféticos
de este crispado fin de siglo han augurado, antes aún que los políticos, que junto con el fin de la historia, también asistiremos al
fin de la izquierda
. Y quizá tengan parcialmente razón. Asistiremos al fin de
cierta
izquierda: la temblorosa, la pusilánime, la que tenía sus principios cosidos con hilvanes, la convertida al posmodernismo. Hay sin embargo
otra
izquierda más solidaria, menos individualista, más profunda y consciente, menos venal y menos frívola, que, si bien vive hoy una etapa de dolorosa reflexión, no está dispuesta a cambiar de ideología como de camiseta.

Decía hace poco Günter Grass (intelectual coherente, si los hay), refiriéndose a la vertiginosa unificación alemana, algo que podría aplicarse a la situación general de 1990: «Todo se hace a toda velocidad, se utiliza constantemente una metáfora imposible: el tren está en marcha y nadie puede ya pararlo. Ésa es la descripción más exacta de un tren de la catástrofe. En un tren que no hay quien detenga no me gustaría estar sentado». Sin embargo, hay largas colas para trepar cuanto antes a ese prometedor convoy, que algunos creyeron un TGV y puede resultar apenas un tren correo. En semejante
overbooking
figuran numerosos ex izquierdistas que, de la noche a la mañana, tras un insomnio ardoroso y calculador, resolvieron cambiar de rumbo y de presupuestos éticos.

Hace veinte años conocí a un pintoresco octogenario, viejo militante de izquierda, que a la menor provocación señalaba a su interlocutor con su tembloroso dedo admonitorio y le espetaba: «Te voy a hacer una autocrítica». Pues bien, hoy los militantes de la soberbia también nos miran severamente y, sin el menor rubor, «nos hacen la autocrítica». De resultas de la misma, venimos a ser culpables directos de los desmanes de Honecker, de las barrabasadas de Ceausescu, de los crímenes de Stalin. Poco importa en qué sector hayamos militado: ellos no se preocupan por los matices. ¿Cómo van a desaprovechar la ocasión de meter a toda la izquierda en el mismo saco y descalificarla
in toto
? Semejantes fiscales simulan creer que el progresista bien intencionado, sincero en sus convicciones, es una entelequia: no existió ni existe ni mucho menos existirá.

No sirve haber luchado por algo tan nítido e irreprochable (o tan
kitsch
: así tal vez lo juzgaría Kundera desde su insoportable levedad) como la justicia social; ni siquiera haber denunciado en su momento (y no varios lustros después) las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. No hay atenuante ni coartada posibles. Para la izquierda sólo cabe la extremaunción, y eso, si la caída del Muro nos pilló confesados.

Aún es tolerada una
derecha de la izquierda
, que cada vez se confunde más con una
izquierda de la derecha
; apenas las separan los recuerdos. De todos modos, su colindante existencia contribuye a hacer creíble el publicitado pluralismo. Después de todo, la OTAN perdería parte de su metálico encanto sin esa
derecha de la izquierda
que a todo le dice amén.

De todas maneras, el desconcierto y la confusión que generaron en Occidente el derrumbe del bloque comunista, y el consecuente colapso del Pacto de Varsovia, tuvo dos caras. Una, la europea, que festejó sinceramente la recuperación de libertades en el Este, y, con más sentido de cálculo, se esforzó por anticiparse a Estados Unidos y a Japón en el control de esos mercados vírgenes; y otra, la del Departamento de Estado y el Pentágono, que al quedarse de pronto sin enemigo, estuvieron al borde del infarto económico-militar. ¿Qué hacer con la poderosa industria de armamentos en un sorprendente mundo que pretendía despojarse del odio? El mago capitalista extrajo de su galera el problema del narcotráfico (después de todo, Estados Unidos consume el 80% de la droga que se produce en el mundo) pero pronto advirtió que ante tan sutil entramado clandestino, no eran aplicables tanques, misiles, armas químicas, submarinos atómicos, etc. Fue entonces que, como por ensalmo, apareció Saddam Hussein, con su exabrupto consumado, y el Pentágono y Bush y la Gran Industria de Armamentos al fin pudieron respirar. Hay que reconocer que el iraquí eligió un método más bien brutal (se ve que ha leído atentamente las Obras Completas del Pentágono), con lo cual le brindó a Bush el enemigo que éste buscaba con ansiedad. Y esta vez sí podían usarse todos los pertrechos, aun los más sofisticados.

Por supuesto que Hussein merece un franco repudio por su manotazo. Pero algo que la crisis del Golfo puso en evidencia fue el culto de la hipocresía como una de las bellas artes. Lo innegable es que la actual debilidad de la URSS deja al mundo (y no sólo al Tercero) virtualmente en manos de la vocación imperialista de los Estados Unidos. Y ante ese poder hegemónico todos sus aliados, con mayor o menor docilidad (Alemania y Japón, sin ningún entusiasmo) se alinearon a su lado en la lucha contra Irak. Es claro que el gran despliegue fue, como siempre, el de Estados Unidos, peligrosamente ansioso de que aparezca un pretexto mínimo para probar al fin toda su flamante generación de armas letales.

No obstante, vale la pena recordar que todas esas
naciones cofrades
no mostraron la misma sensibilidad cuando los
marines
norteamericanos invadieron Granada y Panamá. Cada región suele tener su depredador: en el Golfo Pérsico es Irak, pero en América Latina el peligro no se llama Hussein sino USAin. Es casi un problema de semántica. Cuando la invasión es llevada a cabo por los
marines
, se califica de
pragmatismo político
(así lo designa G. A. Fauriol, director del Programa Latinoamericano en el Centro para la Estrategia y Estudios Internacionales, de Washington), pero cuando la realiza Irak pasa a ser un «atentado fascista contra la paz». Es sabido, además, que buena parte del poderoso armamento de que dispone Irak le fue proporcionado por las mismas naciones (especialmente, Estados Unidos y Francia) que hoy lo bloquean. Si finalmente la guerra estallara, probablemente asistiríamos a un enfrentamiento de
mirages
contra
mirages
, en un curioso intercambio de espejismos.

Por otra parte, cuando Hussein era todavía un
dictador amigo
(categoría patentada por Reagan), cometió gravísimas violaciones de los derechos humanos (vbg. la matanza de los kurdos), sin que ello provocara embargos ni bloqueos, ni siquiera rubores, quizá porque estaba en juego el hombre y no el petróleo. ¿Y Kuwait, ese país que todos corren a auxiliar? Son notorias las atrocidades que allí se estilan. Uno de sus ministros, el príncipe Abdulah Bin Faisal Bin Turki, admitió, pleno de orgullo, a un periodista de
El País
, de Madrid, que sólo en 1989 fueron ejecutadas más de cien personas (culpables de homicidio, violación y adulterio) y que «las mutilaciones de miembros y los azotes en público son muy valiosos para disuadir al ladrón». En cambio, las ejecuciones no han de ser igualmente valiosas para disuadir al adúltero. En fin.

El presidente Bush ha sugerido cancelar la deuda externa de Egipto, como compensación por su apoyo a los Estados Unidos. De modo que ya lo saben los países latinoamericanos, tan abrumados por esa carga: con sólo enviar unos cuantos soldaditos al Golfo Pérsico, el Gran Acreedor les condonará el débito. Además, Bush ha anunciado que, aunque la crisis se solucione pacíficamente, sus tropas permanecerán
sine die
en Arabia Saudita y aledaños. Al igual que en Granada y Panamá ¿no es así?

(1990)

Hacia un Estado del Malestar

El descalabro de los países comunistas en la Europa del Este ha dotado a las derechas, en todo el mundo, de una soberbia y un engreimiento inusitados. Sólo la crisis del Golfo Pérsico logró abrir un paréntesis de preocupada expectativa en la euforia de los poderosos y sus alabanceros. No obstante, aun en esa coyuntura, el despliegue militar norteamericano en la zona del conflicto ha asumido un talante fanfarrón y exhibicionista, bastante más notorio que el desplegado en la guerra de Vietnam.

Desde Margaret Thatcher a Karol Wojtyla, desde Jean Le Pen a Octavio Paz, los conservadores más conspicuos y encarnizados han celebrado ese colapso político e ideológico como si se hubieran encargado personalmente de desmoronar, ladrillo a ladrillo, el muro berlinés. Por otra parte, cierta prensa sicofante ha retomado un estilo de agravios y calumnias que parecía definitivamente sepultado y, como era previsible, la extrema derecha ha usado y abusado de su impunidad posmodernista.

No hace mucho, el filósofo italiano Norberto Bobbio recordaba que, en un escrito juvenil, Marx había definido el comunismo como «la solución al enigma de la historia». A esta altura ya ha quedado claro que, al menos en la aplicación chapucera de los Hoenecker, los Ceaucescu y otros profanadores, el comunismo no ha representado esa solución. No obstante cabe preguntarse si, tras el repentino cambio de vía, será por ventura el capitalismo el que habrá de solucionar el viejo enigma.

Como también ha señalado Bobbio, «en un mundo de espantosas injusticias, como en el que están condenados a vivir los pobres y marginados junto a los grandes potentados económicos de quienes dependen casi siempre los poderes políticos, aunque éstos sean formalmente democráticos, el pensar que la esperanza de la revolución haya desaparecido sólo porque la utopía comunista es errónea, significa cerrar los ojos para no ver».

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