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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

Perplejidades de fin de siglo (16 page)

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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Ya no en la televisión sino en la vida monda y lironda, las hecatombes varias de estos años de delirio han generado nuevos prejuicios, xenofobias, discriminaciones, condenas. Haber luchado alguna vez (cercana o remota, poco importa) por la justicia y la distribución decente de la riqueza puede ser hoy una mancha en el currículo del más pintado. Lo cierto es que los sentimientos son incómodos: no caben en la computadora, no pagan impuestos, no convocan multitudes y ya ni siquiera hacen goles. Por otro lado, la televisión enseña a sus mirones a aburrirse de los indigentes y a entretenerse con los espléndidos. Es claro que también los pobres se aburren de su pobreza. Un anónimo humorista uruguayo pergeñó hace poco un chiste tan macabro como verosímil: «El Uruguay no es un país subdesarrollado, sino en vías de subdesarrollo». No obstante, antes de hundirse en ese subdesarrollo y en la insensibilidad programada desde el poder, la gente busca afanosamente
volver a sentir
. El sentimiento es una vieja costumbre y, en el fondo, el hombre y la mujer corrientes no se resignan a perderla.

Para el publicitado y congelante posmodernismo el sentimiento no cuenta; es apenas un insignificante rescoldo del romanticismo. Es claro que para el posmodernismo son tantas las cosas que no cuentan, que el sentimiento es tan sólo un inmolado más. No obstante, en los países «en vías de subdesarrollo», donde el fabuloso consumismo de los sectores privilegiados puede llegar a ser una insultante exhibición para aquellos hombres y mujeres que ni siquiera tienen seguros el techo o la comida, el sentimiento es aún un refugio, una cantera.

En un mundo donde, al decir del cardenal Roger Etchegaray, «el capitalismo se siente debilitado por su propia victoria y busca una ética como nunca lo ha hecho», el sentimiento podría ir saliendo de sus catacumbas, ya que al capitalismo, por más esfuerzos que haga, le va a ser muy difícil encontrar una ética que nunca tuvo. En el pasado (después de Cristo, pero antes de Kundera) el sentimiento representó una fuerza vital, un sostén y un resguardo de la ética. Quizá hoy el sentimiento sólo pueda movilizarse a golpes de utopía. No estaría mal, después de todo. Las utopías, realizadas o no, pero siempre generosas y abiertas, han funcionado muchas veces como sistemas de circulación del sentimiento, y es obvio que el mundo en crisis necesita esa savia.

(1992)

La vergüenza de haber sido

La antigua obsesión de Europa, de configurar el mundo a su imagen y semejanza, halló, a partir de la Segunda Guerra Mundial, su primer escollo en el ascenso y consolidación de los Estados Unidos, ya que, evidentemente, éstos tenían un propósito similar. Hoy, cuando la supremacía militar norteamericana compensa de alguna manera el poderío económico de Europa y Japón, la lucha por la imagen sólo ha comenzado.

Japón, pese a su pujanza, se halla al margen de una competencia, que, para su inconmensurable paciencia y visión a largo plazo, es apenas una gresca entre occidentales. Japón no apuesta sus yenes ni sus genes a la conquista de una imagen, cualquiera que sea. Sabe que podrá penetrar mercado tras mercado, pero que nunca podrá «enamorarlos». Occidente fue y será capturado por la perfección de sus aparatos, cámaras fotográficas, automóviles, televisores, videos, etcétera, y hasta los adquirirá masivamente, pero en medio del humo bursátil y la euforia de los
shopping centers
, siempre mantendrá un pestañeo de menosprecio frente a esos pragmáticos sacrificadores del ocio. Europa y Norteamérica no pueden creer que esos ojos rasgados sean capaces de ver más lejos que sus propios ojos redondos, astigmáticos y codiciosos.

Las actuales invasiones (por suerte, sólo mercantiles) japonesas parten de esa desventaja, de su conciencia de ser un país pequeño y frágil. No han olvidado Hiroshima (¿quién podría olvidarlo?) pero su venganza no parte del «ojo por ojo, diente por diente» sino más bien del «costo por costo, cliente por cliente». Ya que no pudieron generar la respuesta militar que merecía la bomba de Hiroshima, decidieron adueñarse del Rockefeller Center y colmar el territorio norteamericano con autitos rendidores y bien diseñados. Algo es algo. Por eso, cuando el presidente Bush regurgita sobre el primer ministro nipón, esa innovación en los estilos diplomáticos quizá pase a la historia como la náusea del despecho.

Ahora bien, en el ámbito de la imagen, hay una zona en la que Estados Unidos y Europa occidental (y en particular sus sectores más reaccionarios) no sólo no se desafían sino que actúan de consuno. Me refiero a la Santa Cruzada contra las izquierdas que en el mundo han sido. Por más que la crisis del Este haya superado sus fantasías más alucinógenas, lo cierto es que al Gran Capital le vino de perillas. La simbólica caída del muro de Berlín le devolvió al capitalismo la iniciativa ideológica. La izquierda enmudeció y en consecuencia lo que había sido un diálogo entre paradigmas se convirtió en monólogo omnipotente.

En poco tiempo, todas las piezas cambiaron su posición en el tablero. Ante la súbita reaparición de la xenofóbica ultraderecha y los movimientos neonazis, la derecha tradicional procuró desmarcarse y se llamó a sí misma «centroderecha»; a su vez, al centro no le gustó esa vecindad, y pasó a llamarse «centroizquierda». Los liberales, por su parte, se transformaron en «neoliberales». Todos quieren lucir mejor. Adoptan prefijos moderadores. Cambian de apariencia con fruición y desparpajo. Curiosamente, los ficticios reajustes del
nomenclátor
miran hacia la izquierda. Después de todo, un
leftist look
no queda mal, y a esta altura de la Historia Sagrada nadie quiere ser gorila, ni siquiera orangután.

Sólo cierta izquierda, cuando intenta cambiar, lo hace hacia la derecha. Y ahí sí, el
rightist look
suena a oportunismo. Algunos comunistas ya no se llaman así sino «socialistas», lo que aún mantiene cierta coherencia histórica; pero otros socialistas se autotitulan «socialdemócratas»; y a más de un socialdemócrata se le cae el «social». Sin olvidar a algunos meteoritos que, casi sin dejar estela, se mudan de la ultraizquierda a la ultraderecha.

En realidad, puede comprenderse que los sectores más conservadores quieran parecer liberales, pero ya es más difícil de entender que los de izquierda quieran derechizarse. Si es para conquistar los votos de la reacción, mal encaminados están, ya que la gente conservadora siempre preferirá votar a un partido de derecha antes que a otro de izquierda que se finge conservador. Los recientes retrocesos de socialistas y/o socialdemócratas en Francia, Suecia y Alemania muestran la inutilidad de esos esfuerzos.

Por otra parte, debe reconocerse que cada vez es más incómodo ser de izquierdas. Pero también más necesario. La derecha (y su avanzada más difundida: el capitalismo salvaje) tiene siglos de experiencia en el Tercer Mundo, y éste, debido precisamente a esa experiencia, está cada día más pobre, más desnutrido, más inerme, más insalubre, más doliente. Es notorio que el Primer Mundo vive y medra a expensas del Tercero. La prosperidad de europeos y norteamericanos no sólo se basa en sus adelantos tecnológicos, sino también en los salarios miserables y en el analfabetismo de los países pobres.

Si las izquierdas (de todos los Mundos) no se preocupan, en acto de convicción solidaria, por la dignidad y la soberanía de esos pueblos maltrechos e inmolados, ¿quién va a preocuparse? ¿Las inexpugnables transnacionales? ¿Los presidentes tenistas? ¿El Fondo Monetario Internacional? ¿La nueva ONU, filial del Imperio? ¿Juan Pablo II, que contempla la pobreza desde el papamóvil? Y en última instancia ¿quién va a preocuparse de nosotros mismos? Si la humanidad se quedara sin izquierdas, renunciaría a su mejor y casi única posibilidad de cambio, a su raigal vocación de justicia. La onda de un posmodernismo básico propugna un egoísmo frívolo, insustancial, para el que la palabra solidaridad carece de sentido. Las encuestas pregonan que los jóvenes no confían en nadie, que vegetan en el descreimiento. Me niego a aceptar, sin embargo, que se dejen despojar, sin ofrecer resistencia, de un sentimiento tan vital y confortador como es la solidaridad.

Una de las metas actuales de la sociedad capitalista es introducir en la izquierda un sentido de culpa de dimensión universal. Que los crímenes de Stalin o el latrocinio de Ceaucescu nos enfanguen a todos. Y además, que junto con el estalinismo caigan algunas leyes sociales (por ejemplo: sobre la mujer, sobre el niño) francamente beneficiosas; que, junto con los dolos de Ceaucescu, sean eliminadas notorias conquistas en salud pública, enseñanza, vivienda. Mediante la prolongación de falsas coordenadas, a los medios capitalistas les sale barato desautorizar toda opinión de izquierda, todo intento de denunciar la injusticia de un sistema. Su objetivo es convertir al hombre progresista en enemigo de su propio pasado, cuando precisamente es en ese pasado donde quizá tuvo lugar la etapa más generosa de su vida.

Un viejo tango nombraba «la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser». Hoy esos versos podrían ser un retrato de cierta izquierda vulnerable, desguarnecida, esa que encoge a la primera lluvia. En conclusión: no hay que tener vergüenza de haber sido, y, para no sentir el dolor de ya no ser, lo mejor es seguir siendo. De izquierda, claro.

(1992)

Sobre obsesiones y omisiones

Al término de la II Cumbre Iberoamericana, el presidente del gobierno español fue el primero en reconocer que los resultados habían sido modestos. Quizá hayan sido modestísimos, tanto para las aspiraciones
pro domo sua
de los mandantes convocados como para las legítimas esperanzas de los pueblos de marras. No por mero azar, el gobierno español reveló con urgencia, pocas horas antes de la llegada de los presidentes mendigos, el alcance de la grave crisis que enfrenta la economía española. El balance era tan doloroso, que no habría chocado que alguien propusiera
sotto voce
hacer una colecta entre los huéspedes de buena voluntad, en beneficio del anfitrión herido.

La verdad es que el ciudadano común de América Latina ha dedicado escasa atención al Quinto Centenario (la Deuda Externa les preocupa bastante más que las carabelas de Colón), pero en cambio los gobernantes aspiraban a obtener alguna porción de la torta colombina. Hay que reconocer que los más ágiles (Brasil y Uruguay) se anticiparon a sus colegas y lograron su tajadita.

Fue una lástima que la segunda jornada se realizara a puertas cerradas, ya que la primera fue muy reveladora acerca de las obsesiones y las omisiones de la II Cumbre. La obsesión fue evidentemente Cuba. A veces parecía que el objetivo de la reunión no era consolidar la unidad iberoamericana, cuyas bases teóricas y retóricas se habían esbozado en Guadalajara, sino sencillamente descalificar, acorralar y humillar a Fidel Castro. Desde la frialdad de los saludos protocolares hasta la decisión de ubicarlo (en la primera cena) en un extremo de la mesa y nada menos que junto a Endara, connotado Quisling panameño, todo estuvo diseñado para que el presidente cubano se sintiera incómodo y segregado. Juzgada retroactivamente, la I Cumbre había mostrado, en cambio, de parte del gobierno mexicano, un trato bastante más equitativo, y aquella actitud obligó entonces a los demás participantes a respetar las normas impuestas por el país anfitrión.

De todos modos, ya que la meta era hostigar a Cuba, habría sido mucho mejor llamar a las cosas por su nombre real y no en alusión indirecta, ya que, tal como se dio el juego, dio pie a que
toda
la prensa española, cada vez que un participante hablaba de
democracia, derechos humanos, exiliados
o
presos políticos
, diera por sentado que sólo se refería a la actual situación cubana, como si los demás países hubieran sido previa y premeditadamente exculpados de cualquier pecado de lesa democracia.

No obstante, si la sinceridad hubiera sido la pauta de la conferencia y de la repercusión periodística, se podría haber recordado que
presos políticos
hay también en Chile (restos del período de Pinochet, que el gobierno del democristiano Aylwin no se ha atrevido a liberar), Perú, Argentina, Panamá, Guatemala, etcétera, y que al menos los dos últimos países tienen un buen número de exiliados. Al menos los medios de comunicación podrían haber informado que Joaquín Balaguer, otrora incondicional del dictador Trujillo, si en 1966 obtuvo por segunda vez el poder, fue gracias al apoyo de los
marines
norteamericanos. Cuando dedicó su abusivo discurso de 24 minutos (el tiempo marcado para cada participante era de siete) a las vicisitudes de la lengua castellana y lo adornó con citas de varios preclaros, alguien pudo pensar que se había equivocado de cumbre, pero su docta monserga fue quizá una astuta operación de distracción a fin de que nadie le citara a otro escritor, Juan Bosch, primer presidente democráticamente electo en la República Dominicana, a quien el profesor y erudito Balaguer contribuyó a defenestrar.

Alguien podría haber recordado asimismo que Endara fue ungido presidente de Panamá en una base norteamericana de la Zona del Canal, y que avaló, con su entusiasta silencio, la destrucción de barrios panameños por los
marines
de siempre, así como la muerte de cientos de civiles, todo ello con el fin de que Estados Unidos se apoderara de un solo hombre, el general Noriega, en un anticipo de lo que ahora ha venido a autorizar la descarada sentencia del Tribunal Supremo norteamericano.

Otro tema omitido en la Cumbre fue la corrupción, pero aquí la negligencia es comprensible, ya que habría sido poco delicado mencionar el espinoso tema cuando en Argentina esperan al presidente Menem las instancias del Yomagate, y en Brasil el presidente Collor de Mello enfrenta acusaciones de cohecho y amenazas de juicio. Pero ya que de señalar a Cuba se trataba, algún analista podría haber mencionado que mientras en ese país ningún niño muere de hambre ni de falta de atención médica, en el democrático Brasil, y en apenas diez meses, los grupos de exterminio asesinaron a 340 niños sólo en Río de Janeiro. El presidente González dijo, en conferencia de prensa posterior a la Cumbre, que es preferible ser pobre con libertad que pobre sin libertad. De acuerdo. No obstante, tengo mis dudas de que esos 340 niños, más los 447 ejecutados en 1990, hayan advertido, antes de ser eliminados por los
escuadrones de la muerte
, el privilegio que significa «ser pobre en libertad».

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