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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

Perplejidades de fin de siglo (20 page)

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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Si alguien piensa, con todo derecho, que estas reflexiones son exageradas o caricaturescas, es aconsejable que eche un vistazo a las diversas geografías de este fin de siglo. Se verá que, en ese aspecto, no hay notorias diferencias entre el desarrollo y el subdesarrollo. La nueva y lozana industria de la corrupción, con sus expertos en soborno y cohecho, abarca de Brasil a Alemania, de Estados Unidos a Argentina, de España a Perú, de Italia a México, del Vaticano a Rusia, sin descartar a países más pequeños o menos notorios.

En plena democracia, las financiaciones de más de un partido político pasan por túneles sombríos; la actual fiebre de privatizaciones
à outrance
deja en todas partes un rastro de sospechas que poco después, cuando la operación ya no tiene remedio ni retroceso, se convierten en penosas certezas; en Italia, la Mafia se infiltra en estamentos gubernamentales; aquí, allá y acullá, el narcotráfico blanquea dólares en Bancos de consagrada aureola; en varios países, la corrupción salpica a gobernantes, pero en Brasil ya no salpica sino que ahoga definitivamente a Collor de Mello; el arzobispo Paul Marcinkus, célebre «banquero de Dios», se salva de la justicia italiana gracias a los buenos oficios de la Santa Sede; Watergate, Irangate, Yomagate, dondequiera hay un
gate
encerrado.

Una muestra ilustrativa de la macroética es el llamado
milagro chileno
, que hoy se presenta como paradigma para toda América Latina. Según las estadísticas, la Balanza Comercial, el Producto Interno Bruto y el Ingreso per Cápita ofrecen cifras casi primermundistas, pero la realidad muestra que un 45% de los chilenos viven en la pobreza. Es seguro que cada
cápita
millonaria aumenta sus ya sobrados ingresos, pero es no menos seguro que en la clase trabajadora y en las
callampas
cada
cápita
es cada día más menesterosa. La macroética aplaude sin pudor.

Por supuesto, toda generalización peca de injusta, y aquellos hombres públicos que ejercen casi fanáticamente una honestidad a toda prueba (incluso a prueba de balas, como ocurrió en Sicilia con dos magistrados que se opusieron a la Mafia), se hacen acreedores a la admiración ciudadana por el mero hecho de cumplir, en esta época oscura, con la integridad que naturalmente exige toda función pública. La microética de los consecuentes pasa a ser un mero islote en la macroética de los decididores.

En esa doctrina de las costumbres que es la ética, concurre a veces un elemento nada despreciable: el carisma. En teología, el carisma es «el don gratuito que concede Dios a algunas personas en beneficio de la comunidad», y por extensión «se aplica a algunas personas que tienen el don de atraer o subyugar por su mera presencia o por su palabra» (
Diccionario Manual de la Real Academia Española
, 1989). Es cierto que un líder carismático les lleva una apreciable ventaja a otros dirigentes, faltos de ese don, pero esa aptitud también incluye un riesgo. Después de todo, el eco que el discurso carismático tiene en las masas exige que el líder asuma la responsabilidad de su propuesta.

Defender ardorosamente el interés público en la fácil retórica electoral, y desentenderse luego, ya en el poder, del voluntario lastre de aquellas cautivantes promesas, es asimismo una forma de corrupción. El cohecho no siempre significa una dádiva contante y sonante. Tales groserías suelen reservarse para los personajes de tercera o cuarta filas. Las grandes corporaciones internacionales, los centros mundiales de decisión política, los núcleos inapelables de influencia financiera, por lo general no necesitan soltar un dólar (a esos niveles, el simulacro de dignidad tiene sus leyes) para ejercer las consabidas manipulaciones, tan delicadas como astutas y eficaces.

Se soborna con apoyos políticos, con convenios de poca monta y poco monto, con ofertas de voto favorable en organismos internacionales, con módicas declaraciones de fraternidad que luego puedan ser explotadas en el ámbito doméstico. Se soborna con elogios inmerecidos, con supresión de chantajes cuidadosamente programados, con ofertas de privatización, con abrazos frente a las cámaras, con homenajes insustanciales, con partidos de tenis, con diez minutos de un trato de igual a igual. Los politólogos y psicólogos sociales que asesoran a los verdaderos amos saben bien que la vanidad es una de las zonas más frágiles de los políticos dependientes. Y, sin lugar a dudas, la más barata.

Es cierto que la ética está enferma, pero no se trata de un mal incurable. Todavía estamos desconcertados por los cataclismos políticos de los últimos diez años. No es descartable, sin embargo, que paulatinamente empiece a declinar la vigencia de las estructuras inflexibles. Si ello ocurre, también es probable que haya espacio para matices imaginativos, para impulsos utópicos, aun dentro de las ideologías. Éstas pueden ser una base, pero no un andarivel riguroso del que no se pueda salir.

No es inverosímil que se establezca una relación osmótica entre las ideologías y las realidades. Tal vez se desarrollen rumbos ideológicos más que ideologías propiamente dichas, y gracias a esos rumbos ciertos actores de la humanidad intenten moverse hacia objetivos determinados; a veces tomando atajos, ya que en ciertos casos la línea recta puede ser obstaculizada, digamos por los tanques, los Chicago Boys o los hermeneutas del Nuevo Catecismo. Antes, las ideologías y los sistemas demasiado esquemáticos no toleraban esos atajos, consideraban que eso era desviacionismo. No obstante, a veces hay que desviarse para poder luego retomar el camino real.

Cuando el Mambrú de la canción se fue a la guerra, lo hizo espontánea y voluntariamente. Pero al Mambrú 1993 lo meten (qué dolor qué dolor qué pena) en batallas que no son las suyas, a fin de que pueda aniquilar a (o ser aniquilado por) otros mambruses de signo contrario que también fueron empujados (qué dolor qué dolor qué pena) a batallas que no eran las suyas. Desde sus macro-despachos, los mandatarios y/o vicepaladines, impertérritos y soberbios, en ejercicio de la macroética envían a sus jóvenes mambruses a un riesgo de muerte que a ellos, por supuesto, no les roza. Y allá van los proyectos de héroes: en camiones, acorazados o bombarderos, con su devaluada microética en la mochila, conscientes de que su muertecita (o micromuerte) quizá los esté esperando en algún territorio del que nada conocen. Todo cabe en la ética de amplio espectro.

(1993)

La izquierda y sus rubores

En el próximo noviembre se cumplirán cuatro años de la caída del muro de Berlín. Si bien hemos asumido los reajustes de fronteras, los trapicheos de mercado y las guerras intestinas ocurridas en Europa tras ese acontecimiento casi paradigmático, tal vez no hayamos tomado aún conciencia cabal de las transformaciones que, paralelamente, se han producido en el talante y los comportamientos de la clase política. «En la política lo real es lo que no se ve», sugirió alguna vez José Martí.

Por lo pronto, una vez extinguido, por razones obvias, el áspero y dilatado encaramiento Este-Oeste (las relaciones ruso-norteamericanas se han vuelto casi empalagosas), la vacante dejada por el ex inconciliable enemigo no llegó a ser aceptablemente llenada por Saddam Hussein. Tal vez a causa de sus excentricidades, y a pesar de los ingentes esfuerzos de George Bush, el imprudente invasor de Kuwait no pudo cumplir el papel de Anticristo que le fuera generosamente asignado.

La Guerra del Golfo sirvió al menos para demostrar que lo único verdaderamente internacional que posee la ONU es su desprestigio. Los viajes, carrerillas y otras misiones cumplidas en su momento por Pérez de Cuéllar, en su papel de diligente recadero de los Estados Unidos, no contribuyeron por cierto a consolidar la autoridad de las Naciones Unidas. Como derivación de aquella chapuza, actitudes posteriores del organismo internacional (verbigracia, las severas resoluciones sobre la situación yugoslava y el informe de la Comisión de la Verdad sobre El Salvador) fueron olímpicamente ignoradas por sus destinatarios.

De todos modos, está visto que la guerra depende cada vez menos de la iniciativa y el afán de los Estados como tales, y, en la actual pandemia neoliberal, hasta corre el riesgo de ser privatizada. Después de todo, no es tan sorprendente que la Mc Donald Douglas o la General Dynamics tengan a veces más poder que el Departamento de Estado. Ya lo tuvo la ITT en el derrocamiento y muerte de Salvador Allende (si el fundamentalismo privatizador sigue invadiendo finanzas y fronteras, no es descartable que el Estado, a breve plazo, vea reducidas sus funciones a las de subinspector de tráfico o covachuelista de segunda. Pocos parecen advertir que quedarnos paulatinamente sin Estado, equivale a quedarnos también sin democracia).

Decía Palmiro Togliatti: «Hacer política significa actuar para transformar el mundo». No está mal. Pero siempre ha habido transformaciones que llevaron el mundo hacia adelante y otras que lo empujaron hacia atrás. Hoy, a pesar de los espectaculares adelantos científicos y técnicos, a pesar de que las máquinas nos apabullen y hasta nos sustituyan, es probable que estemos viviendo, en el plano espiritual, la etapa más regresiva de este siglo. Las relaciones humanas están cada vez más enrarecidas; cada soledad habla (como en Babel) un idioma distinto; la enajenación y el pasmo ante el televisor nos convierten en afásicos, irascibles o taciturnos. El sexo era uno de los pocos desempeños compartibles que aún le quedaban al ser humano, pero vino el SIDA y metió su cuña de recelos entre los cuerpos y, de paso, entre las almas. Y, por si eso fuera poco, la Iglesia halló un nuevo pretexto para apuntalar su Inquisición contra el goce, ese pecado de los célibes.

¿Qué ocurre mientras tanto en la galaxia política, cada vez más alejada de nosotros pecadores? Como ironiza Vázquez Montalbán, «algunos liberales cuando consiguen morderse la propia cola les sabe a neofascista». ¿Será que la solidaridad murió de inanición? ¿Dónde se ha escondido la humanidad progresista? Ya que al parecer Marx se equivocó con aquello de que los proletarios serían los enterradores de la burguesía, ¿no convendría hacer algo para que al menos la burguesía no sea la enterradora del proletariado? Hace mucho, los gremios conseguían santos patronos; luego decidieron cambiarlos por partidos profanos, de raigambre popular, pero los partidos a veces se abstraen, o se consumen en escisiones, omisiones y comisiones. Y los trabajadores quedan al garete, sin patronos pero con patrones. No obstante, es notorio que hoy día los factores de progreso están casi siempre mejor defendidos y representados por los sindicatos que por los partidos.

Las izquierdas (comunistas, socialistas y hasta socialdemócratas) fueron perdiendo sus respectivas identidades a medida que les aumentaba el rubor por su propio izquierdismo. Quizá convenga recordar que el socialismo, por ejemplo, no es un mero apellido, usable con cualquier norma de conducta. Significa ante toda una ejecutoria, que no admite demasiados maquillajes. Es cierto que los nuevos profetas recomiendan poner el socialismo al día. Pero ¿a qué Día? ¿al de Inocentes? ¿al de Trabajadores? ¿al de Difuntos? ¿al del Perdón?

El reciente fracaso electoral de la izquierda francesa no es matemáticamente transferible a otros países, pero de cualquier manera es aleccionante. Una de las más frecuentes e infaustas tentaciones de los partidos de izquierda en cualquier parte del mundo es ir haciendo progresivos movimientos hacia la derecha, con el inconfesado propósito de conquistar el voto de los sectores conservadores. La experiencia francesa demuestra una vez más que si esos conservadores se ven conminados a elegir entre un partido definidamente de derechas y otro que simula serlo, siempre se decidirán por aquel que mantiene una coherencia con su propio pasado. O sea, que la «astuta» maniobra no sólo no atrae votos de la derecha, sino que probablemente pierda buena parte de los de la izquierda. ¿Qué ocurrirá ahora en Francia? Hace exactamente doscientos años, Georg Christoph Lichtenberg escribió un
aforismo
que parece concebido antenoche: «Algo está fermentando en Francia: no se sabe si es vino o vinagre». Mi impresión personal es que es vinagre.

El desconcierto de la izquierda es evidente, no sólo en Francia, pero ello no autoriza a suponer que la derecha esté muy concertada. Tras el desmembramiento de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia, Occidente invadió esos inermes mercados con su aplanadora consumista. Para aniquilar los resultados de semejante maniobra envolvente alcanza con ver los noticieros: en el ex Este (u Oeste-bis) no abundan las viviendas ni los alimentos, pero en cambio proliferan las mafias, los secuestros, las violaciones, el narcotráfico, la corrupción, la violencia, la xenofobia, los neonazis, el crimen. O sea, igualito que en Occidente.
Dominus vobiscum
. Vale decir: sálvese quien pueda.

¿Hacia dónde irá esa derecha triunfante y ensoberbecida? En realidad, el rumbo ya lo sabemos. La pregunta sería más bien: ¿hasta dónde podrá llegar? En Italia, Alemania, España, Chile, hubo en su momento partidos y movimientos de derecha que se creyeron vanguardias del conservadurismo o del nacionalismo; cuando se dieron cuenta de que apenas eran retaguardias de Mussolini, Hitler, Franco, Pinochet, ya era tarde. Y ahí sus adeptos se bifurcaron: unos se convirtieron a la ignominia, otros sufrieron prisión y tortura, otros más murieron en el exilio. Ojalá que esta vez lo adviertan a tiempo.

Algo que las derechas, y menos aún los conversos al neoliberalismo, rara vez entienden, es que por debajo del poder y su concupiscencia, hay estamentos sociales (antes se decía
pueblo
) que tienen necesidades, aspiraciones, urgencias; y también que viejos conceptos como justicia social, o la famosa
égalité
, no son sustituibles con los de limosna o caridad, tan frecuentados por encíclicas y homilías. «Los tiempos de la filantropía», decía Cesare Pavese, «son los tiempos en que se encarcela a los mendigos».

Derivación justificada o mera coincidencia, lo cierto es que a partir de la Guerra del Golfo, algo huele a podrido en Occidente. Desde Collor de Mello hasta Giulio Andreotti, y viceversa, las nubes tóxicas de la corrupción atraviesan océanos y continentes. Aun los célebres
milagros
económicos suelen acabar en paro laboral, recesión, insolvencia, cohecho. Aquí y allá conspicuos personajes se reconocen en el pudridero de lo venal. Pero lo grave, lo gravísimo para la sociedad en su conjunto, es que aquellos otros (todavía los hay y en buen número) que consideran la política como «la sustancia de su vida moral» (Togliatti
dixit
) van quedando como el idiota de la familia.

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