Tal vez debido a esa descomunal arrogancia, la hipocresía internacional ha cambiado de estilo. Aquella sutileza diplomática en que fueron tan duchos franceses y británicos (los norteamericanos son más burdos), ha dejado paso a un doble, indigno discurso. ¿Se imagina por un momento el lector con qué titulares de espanto habría anunciado la prensa mundial el enterramiento de soldados iraquíes
vivos
en sus pozos de arena si la luctuosa maniobra hubiera sido cometida por abyectas tropas soviéticas en vez de por héroes de la democracia? Pero ya que estos últimos fueron protagonistas, la prensa mundial sólo dedicó al tema alguna modesta columnita interior y no hubo por cierto profusión de editoriales críticos sobre la hazaña impar. «La guerra es siempre un infierno», justificó compungido el Pentágono. Es claro que lo es, especialmente cuando uno de los bandos contabiliza 50 muertos y el otro 300 mil.
Hace pocos días, murió en una prisión francesa el tristemente célebre Klaus Barbie, autor de incontables crímenes y de haber enviado 40 niños a los campos de exterminio nazis. La mayoría de los diarios publicaron un detallado currículo del personaje. No obstante, el lector medianamente informado echó de menos un dato no despreciable: en época
posterior
a esos crímenes, Barbie fue reclutado por la CIA (que por supuesto conocía su nutrida trayectoria, tal vez juzgada como mérito), en cuyas filas militó un largo período antes de camuflarse en Bolivia bajo otra identidad. ¿Razones de la omisión? ¿Será que a veces también la paz es un infierno?
Después de todo, por qué habrá sido tan execrable (realmente lo fue, pero al menos ya terminó) la ocupación soviética de Afganistán, y en cambio tan disculpable la aún no concluida invasión norteamericana de Granada, Panamá, y
last but not least
, Guantánamo, zona cubana ocupada por Estados Unidos desde 1903.
Por otra parte ¿no representará un doble discurso la denodada campaña vaticana contra el aborto y su escasa preocupación por los cuarenta mil niños que diariamente mueren de hambre en el Tercer Mundo? ¿Cabría interpretar que los niños ya nacidos son menos dignos de protección y defensa que los que aún no nacieron? ¿O estaremos a las puertas de un
neopaganismo del feto
? ¿No será una muestra de falacia eclesial la aseveración del papa Wojtyla, durante un reciente viaje a la Polonia de sus amores, de que el aborto es un crimen mayor que el genocidio nazi o la destrucción atómica de Hiroshima? También en la difusión y consideración de este original e inesperado exabrupto, los medios hicieron gala de una discreción verdaderamente ejemplar.
Obviamente, los crímenes de Stalin, de Beria o de Ceaucescu son indefendibles, pero ¿acaso el juicio lapidario sobre esos siniestros personajes autoriza que borremos de un plumazo a todos los comunistas que murieron luchando contra los nazis? ¿O por ventura Hitler resulta hoy más defendible que Ceaucescu? Este último interrogante es menos descabellado de lo que parece, si se tienen en cuenta los brotes generalizados de racismo que tienen lugar en toda Europa. Gitanos, turcos, africanos, magrebíes, albaneses, kurdos, etc., son agredidos, insultados, expulsados. ¿Acaso no se detecta en la propia España una flagrante contradicción entre los brazos abiertos hacia América Latina en los discursos del Quinto Centenario y las puertas cerradas de la Ley de Extranjería? Personajes tan conspicuos como Le Pen, Chirac o Giscard d’Estaing, han advertido a Europa que será invadida por indeseables extranjeros, que, para mayor
inri
, son de otro grupo sanguíneo. Ay, que así empezó el bueno de Adolfo. Si así vamos, no sería de extrañar que en España la denostada invasión de
sudacas
sea reemplazada a corto plazo por la de
nordacas
(el exacto término se lo debemos a Haro Tecglen).
Es indudable que el
socialismo real
fracasó en sus respuestas, pero las preguntas no sólo siguen pendientes sino que la actual situación del mundo las hace más acuciantes. Está claro que la democracia es el más aceptable de los sistemas políticos hasta ahora descubiertos, pero malo sería que creyésemos (o simulásemos creer) que no necesita urgentes mejoras y transformaciones, incluida alguna,
glasnost
que le sobre a Gorbachov.
Después de todo, ¿qué es más relevante en el Brasil actual? ¿La normal actividad parlamentaria o los millares de niños mendigos que son asesinados por grupos de choque? ¿No debería el Parlamento brasileño señalarse como tarea prioritaria una eficacia social que impidiera esa ignominia? ¿Qué es más útil al pueblo cubano? ¿La aceptación de diversos partidos o el bajísimo índice de mortalidad infantil? No hay que olvidar que Cuba tuvo largos períodos de pluripartidismo, durante los cuales los niños morían como moscas. Es claro que todo andaría mejor, en cualquier parte, con la real vigencia de un sistema democrático, pero no hay que olvidar, cuando se formulan reclamos desde lejos, el pasado de cada país, la experiencia (vivida y sufrida) que de algún modo condiciona el presente.
Hoy, pese a los cambios habidos, subsisten, además de Cuba, países declaradamente comunistas como Vietnam, Corea del Norte o China. Sin embargo, ninguno de ellos es acribillado a diario con la inquina que se dedica a Cuba. ¿Cómo puede pretenderse que un país lleve a cabo los cambios que seguramente necesita, si desde el exterior sólo llegan amenazas, bloqueos, agravios, deformación de noticias, intimidaciones, cortes de petróleo, chantajes económicos?
El capitalismo real proporciona libertad de movimiento, libertad de prensa, libertad de mercado y otras libertades. En cambio ha fracasado en la solución de otros rubros no menos importantes: consumo de drogas, paro laboral, mendicidad, economías sumergidas, desigualdad de oportunidades, desempleo de profesionales, crisis de vivienda, xenofobia, racismo, torturas policiales, corrupción generalizada, violencia
urbi et orbi
. Aun los países desarrollados, en su mayoría, adolecen de esas taras congénitas. De modo que ni es oro todo lo que reluce, ni el capitalismo real debería ser un paradigma para los pueblos del Tercer Mundo. Cuando la impresionante propaganda que Occidente hace de sus eventuales virtudes seduce por fin a turcos, camerunenses, marroquíes, y unos y otros, si logran sortear las infinitas trabas legales, se incorporan, casi siempre clandestinamente, al mercado de trabajo, comprueban por fin que en el
paraíso
tan añorado serán siempre entes marginales, cuando no fantasmas mendicantes.
Hay sin duda una lección a extraer, al menos para los países de América Latina. Nada hay que esperar del Primer Mundo. Ni los Estados Unidos, ni tampoco la Comunidad Europea, tienen verdadera voluntad de ayuda. Japón es, como siempre, un enigma, pero no se puede confiar en los enigmas. Frente a la hipocresía terminal del capitalismo hegemónico, América Latina debería inaugurar una franqueza primaria y reconocer su esencial pobreza. Sin quejumbres ni marrullerías; sencillamente, con imaginación (una de sus riquezas naturales) y con realismo. José Gervasio Artigas, héroe máximo de mi país, dijo a comienzos del siglo pasado: «Nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos». Hoy la frase sale del mármol con una vigencia estremecedora.
(1991)
La caída del socialismo real se produjo a una velocidad tan inusitada, que halló desprevenido a todo el mundo: a las izquierdas en primer término, pero también a las derechas, que no podían creer en esa milagrosa victoria por
walk over
. A estas últimas, empero, la consiguiente euforia les ha hecho prescindir de ciertas cautelas que algunos de sus líderes históricos (digamos Churchill, De Gaulle) no descuidaban a la hora de convencer a la opinión pública internacional de la sólida o frágil bondad de sus intenciones. Hoy, en cambio, Bush le disputa al papa Wojtyla el privilegio de la infalibilidad, y si a comienzos del siglo V, San Agustín hizo famosa su frase: «Roma ha hablado, la discusión ha terminado», en las postrimerías del XX, y a partir de la Guerra del Golfo, los socios de la OTAN saben (aunque el pundonor comarcal les impida admitirlo) que donde antes se leía
Roma
, ahora debe leerse
El Pentágono
.
Es cierto que el
socialismo real
fracasó en Europa, pero es no menos cierto (y no soy el primero en afirmarlo) que en América Latina lo que ha fracasado es el
capitalismo real
. Salvo Cuba, con su socialismo bloqueado, o Nicaragua, con su revolución invadida, los países latinoamericanos no se han atrevido siquiera a insinuar una alternativa al capitalismo salvaje de Estados Unidos. O sea, que desde mucho antes de la caída del muro de Berlín, el capitalismo norteamericano ha sido y sigue siendo el paradigma impuesto, la fórmula dominante en la región.
Por lo tanto, en América Latina, no es necesaria una
glasnost
para comprobar que, debido a la aplicación masiva de esa receta autoritaria y excluyente, los resultados han sido más bien miserables. Sin embargo, no cabe responsabilizar al marxismo de secuelas sociales tan poco alentadoras como las poblaciones marginales (
favelas, callampas, villas miseria, cantegriles
, etcétera), los altos índices de mortalidad infantil, la deficiente atención a la salud pública, los secuestros y asesinatos de niños mendigos, el creciente abismo entre los acaudalados y los menesterosos, las trágicas derivaciones del apoyo económico y logístico de Washington a las (Reagan
dixit
) «dictaduras amigas», las decenas de miles de desaparecidos, las invasiones aún no concluidas de Granada y Panamá, la espeluznante Deuda Externa y sus leoninos intereses, la degradación ambiental y el estrago del pulmón amazónico. No fue ningún émulo de Ceaucescu o de Honecker quien nos arrastró a esas desgracias y mezquindades; más bien han sido el capitalismo y sus filiales, a través de la implacabilidad económica y el insolidario pragmatismo. Si la Europa del Este fue el espejo (hoy roto en mil pedazos) del socialismo
real
, la dependiente y sojuzgada América Latina es el vidrio azogado que indeliberadamente refleja la índole del
capitalismo real
.
Hace pocas semanas apareció en Francia un libro del economista y sociólogo Michel Albert,
Capitalisme contre capitalisme
(Editions du Seuil, París, 1991), que ya está provocando encarnizadas polémicas. Conviene aclarar que Albert no es un hombre de izquierda; tras la lectura del libro, no quedan dudas de que su opción es el capitalismo. ¿Pero cuál? Para este autor hay dos capitalismos, que en los próximos años van a protagonizar un implacable enfrentamiento: el modelo
neonorteamericano
, basado en el éxito individual, la ganancia financiera a corto plazo; y lo que él denomina el modelo
renano
(practicado en Alemania, Suiza, el Benelux y el Norte de Europa, y también con algunas variantes, en Japón), que da prioridad al éxito colectivo, el consenso y el objetivo a largo plazo.
Albert sugiere que el primer modelo se consolida en 1980, con la elección casi simultánea de Margaret Thatcher en Inglaterra y de Ronald Reagan en Estados Unidos, especialmente a través de este último, cuyo lema podría sintetizarse en «reforzar la competitividad de su economía mediante la pauperización del Estado» y sobre todo en «disminuir los impuestos a los ricos y aumentar los que afectan a los pobres». (Agreguemos que en varios países de América Latina, el sometimiento de las burguesías rectoras a la ecuación
reaganista
ha consistido en desgastar y deliberadamente averiar los organismos estatales para poder luego justificar ante la opinión pública la buscada privatización, con la consiguiente erosión de soberanía).
El economista francés denuncia con ardor (y con justicia) la falta de solidaridad social del modelo
reaganiano
: «Los Estados Unidos (…) consideran las políticas de pleno empleo como un pecado contra el espíritu» y destaca que el único rubro en que se estimula la creación de nuevos puestos de trabajo es el que atañe a «policías privados y guardianes de cualquier índole». Su dictamen final se sintetiza así: «El modelo neonorteamericano sacrifica deliberadamente el futuro en beneficio del presente».
Ante esa turbadora perspectiva, Albert teme que lo que él llama
euroesclerosis
y
europesimismo
representen un caldo de cultivo para las tesis de Reagan-Thatcher y de sus aprovechados discípulos Bush-Major. Y puede que algo de razón le asista en su aprensión europea (digamos, en su
euroalerta
) cuando vemos a la Rusia de Yeltsin haciendo largas colas ante los McDonald’s; a Lech Walesa convertido en portavoz de los Chicago Boys, o a la propia España defendiendo a la querida
eñe
con más vigor que a Gibraltar.
Estos enfrentamientos y contradicciones entre los
dos capitalismos
pueden ser muy útiles como esclarecimiento, particularmente ahora, cuando los sectores progresistas del ancho orbe, todavía desconcertados por la eufórica y vertiginosa derechización mundial, aún no han diseñado ni una táctica ni una estrategia que contrarrestre ese implacable empuje conservador. Como se sabe, una de las notorias debilidades de la izquierda ha sido siempre su desunión, su escaramuza interior. De modo que no estaría mal, pensando sobre todo en la salud ideológica de la humanidad, que las diversas
derechas
se sacarán sus trapos a relucir; no sólo nos ahorrarían trabajo, sino que pocos osarían descalificarlas, aunque sólo fuera por aquello de que entre fantasmas no se pisan la sábana.
No es improbable, sin embargo, que como respuesta al documentado libro de Michel Albert aparezca, desde la trinchera neonorteamericana, algún análisis crítico sobre el capitalismo
renano
, que por ejemplo ponga en evidencia sus tendencias xenófobas, sus Leyes de Extranjería, sus rebrotes neonazis, sus claves de corrupción, su abandono de la solidaridad, su mixtificación consumista, sus topetazos de racismo, su soberbia primermundista, su náusea hacia el Tercer Mundo, y otros rasgos que en diversos puntos de Europa pervierten la convivencia y la ecuanimidad. Europa todavía no ha aprendido que la legítima paz es
la aceptación del otro
, y que en el caso del Viejo Continente esta verdad debe ser particularmente asumida, ya que Europa está literalmente rodeada de
otros
. Otros que pueden ser negros, magrebíes, sudacas, kurdos, albaneses, gitanos. Y también
nordacas
¿por qué no? Sólo que éstos no vienen en barcazas clandestinas sino en legales bombarderos; no mendigando trabajo sino exigiendo pleitesía.