Perplejidades de fin de siglo (12 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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A pesar del irrestricto apoyo que siempre obtuvieron de la Iglesia argentina, poco favor le hacen a Dios estos militares tan devotos, a menos que su mística se ejerza a través de Moloc, divinidad de los amanitas que prefería los sacrificios de niños. Ahora que Ramón Camps ha sido liberado, conviene recordar que los niños desaparecidos no eran subversivos ni clandestinos ni combatientes ni guerrilleros. Eran simplemente niños. Sin embargo, no están. Si fueron asesinados, ese crimen no es ni siquiera político, es lisa y llanamente crimen. Si en cambio fueron asignados a otras parejas, sería pura y simplemente despojo. A pesar del tiempo transcurrido, una y otra vez el tema de los niños desaparecidos vuelve a irrumpir en escena como una implacable acusación. En realidad, constituyen una imagen tan universal e intocable que nadie puede permanecer ajeno a semejante colmo de crueldad. El ominoso silencio que pende aún sobre los centenares de niños no regresados constituye el lado más escalofriante de esta historia letal.

No obstante, el controvertido perdón de Menem ha dejado insatisfechos a sus insaciables destinatarios. Ahora reclaman la gratitud social. Perdón sin monumento no es perdón. Ahora bien, ¿alguien encontraría admisible que pidiéramos a los judíos la glorificación de Eichman o a los franceses la exaltación de Barbie? El pesado alcance de esta turbia faena no termina hoy. La amarga sensación de impunidad que la decisión presidencial ha desencadenado puede inferir un daño irreparable a la juventud argentina. La consideración que Menem ha tenido con los máximos responsables de treinta mil muertes y desapariciones, de incontables torturas y vejámenes, se convierte en una inconmensurable falta de respeto hacia la sociedad que lo eligió presidente y creyó en sus reiteradas promesas de justicia. «El indulto me lo banco yo solo», dijo con su habitual y trágico desparpajo el Presidente, pero la realidad es otra: quien verdaderamente lo «banca» es el desalentado pueblo argentino.

El indulto no estimula ninguna reconciliación. Simplemente instala otra vez el miedo; y no porque el ciudadano crea que Videla, Viola, Camps,
et al
vayan a encabezar nuevos motines. Es obvio que en la tradición militar, quien no manda tropas queda fuera del juego, y fuera del juego están, muy a pesar suyo, Videla con sus ojos de témpano, Massera con su mueca de sarcasmo, Viola con su añoranza del horror, Camps con su paisaje de tumbas «NN». El perdón del crimen reactualiza el crimen. El miedo puede propagarse y hasta abarcar a la sociedad completa, pero el miedo nunca es democrático. Cuando la democracia se inunda de miedo, es porque algo o alguien la carcome; es porque subsisten brotes endémicos de autoritarismo (y por tanto de antidemocracia). Ni el miedo ni el olvido son democráticos. Por algo Borges, que vivió etapas de increíble deslumbramiento ante los sables, dejó sin embargo esta cita que es casi una revelación: «Sólo una cosa no hay. Es el olvido». Es extraño que, a esta altura, el presidente argentino no haya aprendido aún que amnistía no es amnesia.

Es posible que el ex general Videla (hombre de comunión y vilipendio diarios) y sus colegas de perdón logren la comprensión de su Iglesia cómplice y hasta el aval antimarxista del papa Wojtyla (dejemos por ahora a Dios fuera de este
imbroglio
), pero lo que sí es seguro es que jamás obtendrán el indulto de la historia. En los primeros días hábiles posteriores a su libertad, tanto Massera como Videla concurrieron a oficinas públicas para renovar sus permisos de conducir (no a los pueblos sino a sus coches) y fueron unánimemente abucheados, y de paso insultados, por el público. (Por algo los griegos, que todo lo saben acerca de liturgias y condenas, decidieron no indultar a los coroneles de la dictadura 1967-1974). En la memoria del pueblo argentino y de toda América Latina, estos depredadores de la dignidad, estos hierofantes de la muerte, cumplirán inexorablemente su condena en la cárcel del desprecio, que seguramente no será tan placentera como los chalets en que padecieron sus cinco años de confortable «martirio».

(1991)

Nostalgia del presente

Entre el intelectual y el mundo que lo envuelve o asedia, siempre ha existido una relación móvil, cuando no errática. No obstante, y a pesar de balanceos y estremecimientos varios, si se examinan con atención uno o varios fragmentos de siglo, es posible detectar cadencias aproximadamente cíclicas, que van desde la prescindencia al compromiso, o también desde el arraigo a la evasión, con sendas viceversas.

Según todo parece indicar, ahora estamos recorriendo la etapa que incluye el descrédito del compromiso y la rentabilidad de la indiferencia. Hay sin embargo un matiz que quizá caracterice este sorprendente fin de siglo: existe una marcada tendencia a culpabilizar al intelectual (ese opinante en singular) por las calamidades sufridas en plural. Lo curioso es que a veces son intelectuales (desde James Petras a Octavio Paz) quienes se encargan de incoar el expediente del desahucio. El politólogo norteamericano, izquierdista
sui generis
, escribió extensa y críticamente sobre «el pecado de los intelectuales de Occidente», en tanto que el poeta mexicano, poco antes de que le fuera concedido el Nobel, aplicó su durísima evaluación a los colegas latinoamericanos, de quienes llegó a decir (en El Escorial, julio 1990): «La labor de los intelectuales de América Latina ha sido, en general, catastrófica». El tajante juicio se basaba, según aclaró posteriormente, en que hemos defendido posturas políticas que luego fueron derrotadas. La historia ha enseñado, empero, que la verdad no suele estar forzosamente del lado de los victoriosos. No hace mucho Jorge Edwards descubría dos citas de Unamuno que vienen al caso: «Vencer no es convencer (…) Conquistar no es convertir».

Es indudable que hoy sería bien visto que nos arrepintiéramos individual y colectivamente de haber bregado por una justa distribución de la riqueza en cada uno de nuestros países. Borrón y cuenta nueva, es la consigna. Y si el borrón es grande y la cuenta está henchida, mejor aún. Así pues, y de acuerdo con los diagnósticos en boga, tendríamos que concluir que el desastre global del subcontinente no se debe a las torturas, secuestros, desapariciones, asesinatos, perpetrados por las fuerzas represivas del Cono Sur; ni a las tradicionales incursiones de los
marine
; ni a los intereses leoninos de la Deuda Externa ni a las conminatorias cartas de intención del Fondo Monetario. No, todo ese descalabro se debe a la «catastrófica» postura de los intelectuales que se negaron a integrar el coro celebrante.

Ahora bien, si los escritores y poetas, si los sociólogos y economistas de América Latina somos la «catástrofe», ¿qué denominación corresponderá a quienes perpetraron treinta mil desapariciones en Argentina? ¿Ante quién o quiénes deberíamos arrodillarnos para solicitar perdón por nuestras aspiraciones de justicia o nuestras denuncias de torturas? ¿Ante Videla? ¿Ante Pinochet? ¿Ante los invasores de Santo Domingo, de Granada, de Panamá? ¿O tal vez ante los intelectuales domesticados (que los hay, no faltaba más) que practican eso que el italiano Giordano Bruno Guerri denomina la «cultura del silencio»?

No sé si se deberá a la falta de costumbre, o a la natural oxidación de las bisagras, pero lo cierto es que las rodillas veteranas no consienten esas dobladuras y/o dobleces. No es imposible que los presupuestos éticos pasen a ser reliquias de museo, pero de todas maneras serán un dato indispensable para entender cómo se movía la historia antes de su óbito tan publicitado.

Hace varios lustros escribió el novelista argentino Juan José Saer: «La literatura es trágica (…) porque recomienza continuamente, entera, poniendo en suspenso todos los datos del mundo». Hoy que nos agobian los datos nuevos, habrá sin duda que ponerlos en suspenso. No precipitándonos; no como lo han hecho los desencantados ciudadanos del Este antes de caer en los brazos de un nuevo desencanto. Por lo pronto, ya han aparecido ciertos ex nostálgicos del futuro, de pronto convertidos en nostálgicos del pasado. Y eso tampoco es edificante, porque el pasado incluía, junto a innegables conquistas sociales, un aberrante ejercicio de autoritarismo y una carencia de democracia interna. Tal vez ha llegado la hora de acomodar reflexivamente el cuerpo (y el alma, si no está en pena) a la nostalgia del presente; después de todo es la única que está a nuestro alcance. Nostalgia de un presente que desearíamos tener y no tenemos.

Pero basta de mirarnos el ombligo intelectual. El conflicto es mucho más amplio, y, si enfoca circunstancialmente al intelectual y al artista, es porque sus posturas toman a veces estado público y en consecuencia pueden generar aprobaciones y repulsas. Pero lo cierto es que la encrucijada involucra a pueblos enteros y por supuesto a las izquierdas. Que, para su mal, son varias, cada una con su librito, en tanto que la derecha es virtualmente una, claro que con dos libros: la Biblia (muy mal leída) y el de Caja.

Después de todo ¿qué nos deparará el Nuevo Orden Internacional, que es el del capitalismo? Salvaje o no (el único que conoce al dedillo la diferencia es el papa Wojtyla, bien asesorado en su momento por monseñor Marcinkus el «banquero de Dios»), ese capitalismo hegemónico ha sido definido por el filósofo Cornelius Castoriadis como «un sistema que está destruyendo el planeta, al ser mismo. Nos está transformando en una máquina de consumo, en individuos que invierten su vida en lo que yo llamaría una masturbación televisiva, y lo que es más grave, una masturbación sin orgasmo».

Uno de los datos del mundo que más méritos ha hecho para que lo pongamos en suspenso es la versión paradisíaca del
welfare state
o estado del bienestar. No en balde el ochenta por ciento de las noticias, datos y comentarios que circulan en el mundo tienen como canales de difusión dos o tres agencias norteamericanas o sus filiales. Gracias a ellas hemos tomado conciencia de que en los países del Este no había libertad de prensa ni de migración; que existía una
nomenklatura
viciada por privilegios y corrupciones; que había presos de conciencia, penas de muerte, etc. No hay en cambio la misma detallada información sobre ciertos rasgos que caracterizan la vida social en países (centrales o periféricos) del capitalismo real. Por ejemplo, las poblaciones marginales (favelas, casas brujas, cantegriles, poblaciones callampa, ranchos, pueblos jóvenes, etc.); el altísimo índice de mortalidad infantil; la plaga del narcotráfico; la mendicidad multitudinaria; el asesinato organizado de niños-mendigos; el secuestro de niños para comercializar sus órganos; los comandos parapoliciales y paramilitares que siembran el terror; también, como en el Este, la corrupción administrativa, pero en cifras escalofriantes que involucran a connotadas figuras de gobierno; la discriminación racial, cada vez más despiadada, ya no sólo en Estados Unidos o en Sudáfrica, donde casi es una seña de identidad, sino también en varios países de la Comunidad Europea; la violencia como expresión cotidiana, poco menos que rutinaria; la delincuencia que asola las calles y las noches.

En el socialismo real las carencias, los errores, los disparates y hasta ciertas fechorías, tenían un carácter en cierto modo primitivo, rudimentario; en el capitalismo real todo es más científico, más sofisticado, pero también más despiadado. Concluido (al menos, en apariencia) el conflicto Este-Oeste, dolorosamente acrecentadas las desigualdades Norte-Sur, ahora, y a pesar del rápido desenlace de la Guerra del Golfo, la ciega intransigencia del fundamentalismo islámico se enfrenta al otro fundamentalismo, no menos fanático: el del confort, acaso la más extendida religión de Occidente. «El mercado es nuestro dios y el confort es su profeta», podrían orar a dúo Milton Friedman y Henry Kissinger, durante su ramadán privado, en la Gran Mezquita de Wall Street.

¿Qué queda para las izquierdas en este mundo donde todos se desviven por ser centristas? En primer término, extraernos de la derrota y no olvidarnos de dejar en el fondo de ese pozo los dogmatismos, los esquemas, las rígidas estructuras que impidieron nuestro desarrollo y atrofiaron nuestros radares. Análisis no es obligatoriamente contrición. Después de todo, es preferible haberse equivocado en medio de la brega por la justicia, que haber acertado en la lisonja del Imperio. La verdad es que queda mucho, muchísimo por hacer; seguramente con otros métodos y argumentos, pero con la herramienta de siempre, que es el hombre.

Cuando sentimos nostalgia del presente, del verdadero presente que merece la humanidad, sabemos que ahí no tienen cabida quienes lo falsean. Hoy nos hallamos frente a un presente adulterado, apócrifo; mas por debajo del mismo llega a vislumbrarse eso que en pintura se llama
pentimento
, o sea el cuadro primitivo, original. Nuestra nostalgia se refiere pues a ese
presente-pentimento
, a ese presente que debió ser, y está semioculto, cubierto por los barnices capitalistas, liberales, socialdemócratas.

Lillian Hellman, cuando se rescató a sí misma de la pesadilla del macartismo, escribió: «El liberalismo perdió para mí su credibilidad. Creo que lo he sustituido por algo muy privado, algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso: decencia». ¿No será que la nostalgia del presente es, también, nostalgia de la decencia?

(1991)

La hipocresía terminal

El SIDA, plaga espectacular y avasalladora de este agitado epílogo de siglo, tiene un equivalente en el plano político: la hipocresía, flagelo internacional que afecta a gobiernos, cancillerías, politólogos, buena parte de los
mass media
y hasta algunos filósofos e ideólogos del oportunismo. Ambas patologías son altamente contagiosas, pero su diferencia es sustancial: mientras los enfermos de SIDA enfrentan sin esperanza la inminencia de la muerte propia, los afectados de hipocresía terminal suelen encaminarse ansiosa y precipitadamente hacia el poder o tienden a consolidarse en él. ¿Por qué hipocresía
terminal
? Pues porque es la última ocasión para el doble juego. Tras esta mendacidad tan desenfadada, tan impúdica, sólo queda el abismo de la verdad. Tal vez no sea éste el fin de la historia, como quiere Fukuyama, pero sí puede que sea el fin de la hipocresía.

Derruido el muro de Berlín, disuelto el Pacto de Varsovia, abatidas las estatuas de Lenin, desmontada la URSS como unidad política, acorralada Cuba por tirios y troyanos, el mundo político se ha derechizado de un modo vertiginoso y sus sectores más retrógrados cantan victoria (por supuesto, en inglés). Curiosamente, al arrasar con los escrúpulos de imagen de los viejos conservadores, y sintiéndose ahora sí imbatibles de aquí a la eternidad, los vencedores de hoy, borrachos de soberbia, exhiben desembozadamente sus odios y vergüenzas. Arropados por una decisiva porción de los
mass media
, no les importa mostrar sus talones de Aquiles, convencidos de que ninguna postura crítica tendría hoy fuerza suficiente como para sacar partido de sus contradicciones y dobleces.

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