Perplejidades de fin de siglo (19 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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Ahora bien, ¿cómo germina ese estado de ánimo llamado compromiso? ¿Cómo llega a infiltrarse, digamos, en un drama, un poema o una novela? Si en tiempos de tutelas y mecenazgos era posible que un escritor se aislara del turbulento alrededor («Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido», escribió, con indudable fruición y alguna diéresis, el bueno de Fray Luis), hoy la realidad empuja, ciñe, machaca, y si ingenuamente le cerramos la puerta, no tiene inconveniente en entrar por la ventana. Ahora los mecenazgos, y también las tutelas, ya no provienen de príncipes de la sangre o refinados cardenales, sino de pródigas Fundaciones norteamericanas o alemanas, cuyas dispendiosas becas suelen apaciguar las modestas rebeldías de ciertos intelectuales, más o menos
propensos
, del Tercer Mundo.

Es claro que, en materia de ventanas, Ivan Sergeievich Turgueniev fue todo un pionero, ya que sólo podía escribir si tenía sus pies sumergidos en una palangana de agua caliente colocada bajo su escritorio y enfrentado a la abierta ventana de su habitación. Hoy los intelectuales siguen con la ventana abierta, pero a los
no propensos
suelen quitarles hasta la palangana.

Arthur Koestler, por su parte, apoyándose precisamente en aquel pudoroso e higiénico hábito de Turgueniev, señaló hace medio siglo que la ventana abierta enmarca para el novelista ruso «su visión del mundo de fuera». En una suerte de abanico de posibilidades, Koestler concentraba en la famosa ventana tres tipos de tentaciones: a) cerrarla; b) abrirla completamente y caer en la fascinación de los sucesos de la calle, y c) tenerla sólo entreabierta, con las cortinas dispuestas de tal modo que brindaran sólo una sección limitada del mundo exterior (ver
Las tentaciones del novelista
, ensayo de Koestler leído en el XVII Congreso del Pen Club, Londres, setiembre de 1941).

Allá lejos y hace tiempo, cuando los intelectuales no se ruborizaban ante la palabra
compromiso
, y escritores tan relevantes como Vallejo, Neruda, Antonio Machado, Thomas Mann, Peter Weiss, Cesare Pavese, Rafael Alberti, Camus, Hemingway y tantos otros, estuvieron inmersos en el contexto social y político, Sartre, que fue probablemente el principal ideólogo de una
littérature engagée
, criticó con particular dureza la actitud del escritor que rehusaba pronunciarse, o sea que eludía la coincidencia de sus actos con el dictado de su conciencia. Por supuesto, ya no se trataba de aquella conciencia pura, descarnada, incontaminada, que durante siglos fue el catecismo ético de la civilización occidental, sino más bien de una conciencia contaminada por la conciencia del prójimo. Como señalara otro comprometido, el dramaturgo norteamericano Arthur Miller, «el hombre está dentro de la sociedad y la sociedad está dentro del hombre». Es decir, que la sociedad está dentro de la conciencia, y ésta ya no puede evitar los condicionantes sociales. Aquella acepción de compromiso, esencialmente generosa, solidaria con el semejante y respetuosa del distinto, fue sin embargo posteriormente condicionada por los vaivenes y esquematismos de la política. Así como el socialismo, dentro de la óptica estalinista, se trasmutó en el llamado
socialismo real
, y, luego, ya en la franja específica del arte, el mero y defendible realismo pasó a convertirse en el impresentable
realismo socialista
, también la concepción sartreana del compromiso se fue metamorfoseando, a través de desprolijos hermeneutas, en el compromiso
con un partido determinado
. Como lamentable consecuencia, el arte (que a esa altura ya era más militante que comprometido) fue a la zaga de la orientación política, del rumbo que marcaban las jerarquías decididoras. El propio Sartre, casi al final de su brillante trayectoria, cayó increíblemente en alguna de esas trampas, tal vez olvidado de que él mismo había sostenido: «En la literatura comprometida, el compromiso no debe, en ningún caso, hacer olvidar la literatura».

Personalmente, creo que el panfleto es un género tan legítimo como cualquier otro, y la historia exhibe (desde el
Manifiesto comunista
hasta
La historia me absolverá
) genuinas obras maestras en esa rama. La literatura panfletaria, en cambio, y el arte panfletario en general, son encasillamientos destinados inevitablemente a anquilosarse, a volverse inválidos, a acabar como simple material inerte para futuros taxidermistas. Sintomáticamente, la única literatura de tema político que por fortuna sobrevive, y continúa transmitiendo su mensaje, es aquella en que la prioridad primera fue desde el inicio la literaria. ¿Qué sería del poema «Masa» de Vallejo o del
Guernica
de Picasso, de la sinfonía
Leningrado
de Shostakovich o de
Die Asthetik der Widerstands
(La estética de la resistencia) de Peter Weiss, si la inocultable intención política no estuviera dignificada y respaldada por una notable calidad artística?

Como extraña secuela de la consunción de la Unión Soviética, sobrevino una falsa y deliberada simplificación, particularmente alentada por los
mass media
: la sonada hecatombe del
socialismo real
significaba asimismo la definitiva derrota del socialismo como propuesta doctrinaria y la consecuente ratificación del capitalismo como ideología hegemónica. O sea, para resumir: las reprobables conductas de Ceaucescu y Zhivkov inhabilitaban a Lenin, y un Lenin así inhabilitado descalificaba retrospectivamente a Marx. No obstante, un Nixon o un Collor de Mello, expulsados ambos (el primero, en 1974; el segundo, en 1992), también por deplorables conductas, de las respectivas presidencias de Estados Unidos y Brasil, no parecen haber inhabilitado al sistema capitalista o al neoliberal que los auparon a tan altos rangos. La hipocresía como una de las bellas artes.

Como era de prever, todo este gran entrevero finisecular, con su reajuste de sistemas y de fronteras, ha repercutido en el ámbito intelectual. A los sectores más reaccionarios de esa misma intelectualidad, este vuelco les ha venido de perillas. Gracias a él, pueden recusar a un buen número de colegas. Para los neoinquisidores la Nueva Gran Purga (subsidiaria del Nuevo Orden Internacional) no sólo debe incluir a quienes, en épocas cercanas o remotas, hicieron profesión de fe estalinista, sino a todos los que alguna vez se pronunciaron contra las agresiones imperialistas, las torturas en las cárceles, las agresiones económicas, los intereses leoninos, la pena de muerte, las campañas esterilizadoras, los estragos ecológicos, la corrupción ecuménica e impune. Es como si todas esas exhortaciones y demandas, de claro sentido humanitario, hubieran quedado sepultadas bajo los escombros del muro de Berlín. Hace poco un lector español recordaba una amarga comprobación de Willy Brandt: «La capacidad del hombre para cerrar los ojos es ilimitada. Sólo así se pueden explicar los horrores del nazismo».

El intelectual comprometido es alguien que se niega a cerrar los ojos. Ve y dice lo que ve, aunque a veces le duela decirlo. «La única manera de aprender es discutir», decía ese gran discutidor que fue Jean-Paul Sartre. Y agregaba: «Un hombre no es nada si no es un ser que duda. Pero también debe ser fiel a alguna cosa. Un intelectual, para mí, es esto: alguien que es fiel a una realidad política y social, pero que no deja de ponerla en duda. Claro está que puede presentarse una contradicción entre su fidelidad y su duda; pero esto es algo positivo, es una contradicción fructífera. Si hay fidelidad pero no hay duda, la cosa no va bien: se deja de ser un hombre libre».

Como hombre libre, pero sin paternalismo ni soberbia, sin ínfulas ni desplantes, el intelectual puede contribuir a la investigación de la realidad. Con sus ensayos, sus artículos periodísticos, pero también con sus novelas, sus dramas y hasta con sus poemas. Aunque no sea la vía más frecuentada para estos menesteres, también la poesía puede indagar, sondear, descubrir. Por lo general, el poeta se cuestiona a sí mismo, entre otras cosas porque lo cuestiona todo: el mundo, la vida, el poder, la muerte. No sólo al mandamás, sino también al mandamenos. Y es bueno recordar que el compromiso no siempre se ejerce desde la certeza, sino también desde la inseguridad, desde la incertidumbre. «Por el momento nada me ampara sino la lealtad a mi confusión», escribió con estricta franqueza el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Pero aun inseguro, el poeta debe interrogar e interrogarse. Al parecer, alguien escribió en un muro de Quito: «Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas». Antes que nada, habría que averiguar si las nuevas preguntas son las pertinentes. Si lo son, no hay que amilanarse. Siglo tras siglo, la humanidad se ha pasado formulando preguntas y buscando respuestas. ¿Qué son después de todo las religiones, las corrientes filosóficas, los sistemas políticos, las ideologías, las hipótesis cosmogónicas, sino un amplio abanico de respuestas al indescifrable acertijo de la existencia?

En todas las épocas hubo ciclos de preguntas y ciclos de respuestas. Ya en las postrimerías del siglo XVIII, el impagable (y lamentablemente poco leído) Georg Christoph Lichtenberg, escribía: «Me dije a mí mismo: es imposible que yo crea esto, y al decirlo observé que ya era la segunda vez que lo creía». Una pregunta oportuna, en los albores del 93, quizá podría ser ésta: ahora que el capitalismo es hegemónico y buena parte de los socialistas europeos recurren a urgentes maquillajes que les brinden arreboles capitalistas y mascarillas neoliberales, ¿quién o quiénes quedan para aliviar las infamantes miserias del mundo pobre, el escarnio de cuarenta mil niños que diariamente mueren de hambre, el premeditado aniquilamiento ecológico, el escándalo de la Deuda Externa?

Es obvio que la mayoría de los gobernantes del Primer Mundo se encogen de hombros ante el rudimentario malestar de los infelices, ante su catálogo de antiestéticas carencias. Ahora bien, ¿puede el intelectual, dada su capacidad de raciocinio y su implícito deber de reflexión, sumarse a esa compacta indiferencia, a ese descarado compromiso con el dinero y su expansión salvaje? No es necesario, ni mucho menos obligatorio, pertenecer a algún partido político ni encasillarse en un sistema ideológico, para experimentar angustia, impotencia y una suerte de vergüenza colectiva frente a las imágenes de indigencia atroz que, entre rock y rock, entre culebrón y culebrón, transmiten los televisores de todo el mundo. Si bien es cierto que el
socialismo real
fracasó en Europa, en el Tercer Mundo lo que ha fracasado es el
capitalismo real
, ya que evidentemente no ha podido (y lo que es más grave, no ha querido) dignificar el nivel de vida y de muerte de tres cuartas partes de la humanidad.

No sólo en Europa, también en América Latina los apuntadores de la indiferencia recurren a la fácil justificación de que «la política y los políticos no sirven», que «ya no se puede creer en nadie», que «el poder corrompe» y que «la corrupción todo lo contamina». Sin perjuicio de que algunas de esas opiniones tengan un soporte real (es notorio el generalizado desprestigio de los políticos), ello no justifica la pasividad ni la abulia ciudadanas. ¿O acaso el descenso de la confiabilidad y el auge de la corrupción no involucran a una sociedad permisiva que deja hacer y deshacer? En América Latina se han dado recientemente dos ejemplos de intervención popular, ambas dentro de las respectivas Constituciones, que lograron enmendarle la plana a los esquemas del poder. La destitución del presidente Collor de Mello en Brasil, y la aplastante derrota del oficialismo (72% contra 28%) en el referéndum sobre privatizaciones en Uruguay muestran que la participación y el compromiso de amplios sectores sociales pueden lograr mejores resultados que la dejadez y la inercia ciudadanas. En ambos casos, y pese a que el compromiso es en el mundo actual una etiqueta descalificadora, los intelectuales estuvieron, en su gran mayoría, del lado de los intereses populares. No pretendo que hayan influido en tales decisiones colectivas; sólo compruebo dónde estuvieron situados.

En una etapa como la actual, con los partidos (en ambas orillas del Atlántico) estremecidos por severas contradicciones, las mejores causas y las más humanitarias motivaciones no siempre (o no sólo) dependen de las orientaciones de los dirigentes. Por eso mismo, las causas y motivaciones aparecen más desnudas, más nítidas en su significado esencial, menos expuestas a las especulaciones y los oportunismos. En consecuencia el compromiso del ciudadano, y por ende el del intelectual, está menos embretado, tiene más libertad para expresarse. En un mundo donde el hombre se entiende cada vez más y mejor con las máquinas pero se desentiende del semejante, el compromiso es uno de los últimos enclaves de la solidaridad. Y como tal hay que defenderlo.

(1993)

Ética de amplio espectro

Aunque no todas las pesquisas culminan en buenos hallazgos, a veces resulta útil seguir las pistas que brinda la etimología. Por ejemplo, tanto la raíz latina de la palabra
moral
, como el origen griego de la palabra
ética
, tienen un común denominador: la costumbre. Tan es así, que la ética es a menudo definida como la doctrina de las costumbres. Ahora bien, si las costumbres sufren un cambio sustancial, ¿implicará ello una alteración en los valores éticos y morales de una sociedad determinada?

Es obvio que hay presupuestos éticos (la decencia, la honradez, la solidaridad, la lealtad, etcétera) que han sobrevivido a través (y a pesar) de las ideologías y los regímenes más diversos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la liturgia del consumismo, pero sobre todo la desmesura y la acumulación internacional de capitales, así como la relativa impunidad con que éstos crecen y se multiplican, han ido implantando nuevas costumbres, y en consecuencia nuevas doctrinas relacionadas con las mismas. O sea, si nos atenemos a la vieja definición: han elaborado otra noción de la moral y de la ética. Recobra actualidad un proverbio que, en el otro fin de siglo, escribía el francés Albert Guinon: «Para muchos, la moral no es otra cosa que las precauciones que se toman para transgredirla».

A diferencia de los husos horarios, estos usos morales no precisan de un Greenwich que los regule. Cada macroeconomía supone una macroética. Un dogma neoliberal (o neoconservador, da lo mismo), por supuesto no escrito, consentidor y furtivo, va paulatinamente ensanchando y de alguna manera legitimando los estratos de prevaricación. Las antiguas severidades y exigencias quedan como reliquias del pasado. En todo caso son confinadas en la microética del individuo, de modo que éste se vaya haciendo cargo, día tras día, del sombrío porvenir que aguarda a la obsoleta profesión de la conciencia. Lo esbozó el viejo Séneca: «Los que antes fueron vicios, ahora son costumbres».

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