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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

Perplejidades de fin de siglo (17 page)

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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Quizá el olvido más vergonzante de la II Cumbre tuvo que ver con los Estados Unidos. Sólo Cuba (con sus más de treinta años de bloqueo) y México (recientemente afectado por la sentencia del Tribunal Supremo) se atrevieron a mencionar a ese convidado de piedra. Resulta verdaderamente increíble que en una reunión de casi veinte mandatarios iberoamericanos, apenas dos de ellos hayan osado decir el nombre de la potencia que los explota, impide su desarrollo, les cobra intereses leoninos, viola su soberanía y entrenó en su momento a sus torturadores.

El mero hecho de que, junto a la creación de un Fondo para atender a las poblaciones indígenas (según algún vocero de la Cumbre Indigenista alternativa, será un Fondo «por los indios, para los indios pero
sin
los indios») y al reclamo contra la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano que autoriza los secuestros en cualquier lugar del mundo, no se haya denunciado colectivamente el bloqueo masivo que desde hace más de treinta años sufre uno de los países miembros de una Comunidad que en los papeles se proclama unida y fraterna, significa una muestra de escandalosa amnesia y establece un canon de insolidaridad.

¿Será tan difícil advertir que esa
omisión discriminatoria
no sólo afecta a Cuba sino que bloquea el futuro mismo de la Comunidad Iberoamericana que se pretende impulsar? Como bien dijo el gran escritor portugués José Saramago, «antes de pensar en exportar la democracia, misioneramente, como una religión nueva, al resto del mundo, deberíamos buscar la manera de producirla y distribuirla mejor en nuestra propia casa».

(1992)

Leer los labios

En su campaña como candidato en 1988, el presidente Bush pidió que leyeran sus labios cuando afirmaba que no aumentaría los impuestos, y luego, como es sabido, no tuvo empacho en aumentarlos. Curiosamente, de todas sus promesas incumplidas se le reprocha sólo ésta. La lección que del episodio deberían extraer todos los políticos del mundo es que jamás deben pedirles a sus electores que lean sus labios, ya digan éstos «No habrá aumentos de impuestos», «OTAN de entrada no» o «Ésta es la madre de todas las batallas».

De cualquier manera, Bush no fue el inventor del recurso. Hace ya mucho tiempo que los instructores de sordomudos lo emplean con excelentes resultados, y es gracias a tal asimilada enseñanza que tampoco esos minusválidos le perdonan a Bush su marrullería.

Esta vez el Presidente, mejor asesorado por su equipo de psicólogos sociales, no ha pedido que lean sus labios, aunque éstos se le tuerzan malévolamente cada vez que se refiere a Bill Clinton. Debido a esa precaución, nadie en el futuro le incriminará por las promesas incumplidas, e incluso habrá quienes elevarán sus plegarias para que no cumpla algunas de ellas, verbigracia el compromiso de fabricar más y más aviones de guerra y otros adminículos letales, con destino a Taiwán, Arabia Saudita y demás regímenes vasallos. El analfabetismo labial ha pasado a ser, pues, requisito indispensable en las convenciones del Partido Republicano.

No obstante, tampoco hay que ensañarse con las fallas labiográficas de Bush o las faltas ortográficas de Quayle. En realidad, no sabemos a qué angustias podríamos exponernos los ciudadanos de a pie (o de a zapato o de a babucha) si nos dedicáramos a leer los labios de la mayoría de los políticos cuando modulan sus ofertorios preelectorales. En ese caso, y para no caer en la metástasis del desánimo, sería aconsejable observar tan sólo aquellos labios políticos que silabean lenguas que no entendemos, o sea, que los hispanohablantes observemos las comisuras de Qian Qichén; los francoparlantes, los deletreos de Boris Yeltsin; los magrebíes, las finuras labiales de Collor de Mello, y los uzbequistanos, los belfos de Pinochet.

Otra jerigonza que no se entiende mucho, y que poco (en cualquiera de sus dos acepciones) nos desvela, es la que hablan los
maastrichtólogos
, verdaderos expertos en esa flamante variedad lingüística paneuropea, al parecer sólo cabalmente comprendida por los daneses. Los demás europeos están a la espera de que aparezcan los nuevos diccionarios Maastricht-Español y Español-Maastricht; Maastricht-Francés, Maastricht-Italiano, MaastrichtServocroata, etcétera, y sus respectivas viceversas.

Hasta ahora una de las pocas cosas que se les entiende a los
maastrichtólogos
es que no les importa Somalía, cuyos niños escuálidos y agonizantes ni siquiera tienen el detalle de ser blanquitos como los bosnio-herzegovinos, que también pasan sus hambrunas y escaseces pero al menos son mejor acogidos en países limítrofes y no limítrofes.

La verdad es que este mundo finisecular, con Maastricht o sin él, no convoca aleluyas. Aun en la conspicua democracia que desde los primeros palotes se nos señaló como paradigmática, aun allí la roedora miseria desarticula los soportes del sistema. El total de desempleados en Estados Unidos ha llegado a la preocupante cifra de 9.700.000 y sólo en el mes de agosto se han aniquilado, exclusivamente en el sector privado, 167.000 puestos de trabajo. La economía norteamericana siempre ha sido programada para la guerra; de ahí que ahora, en pleno idilio YeltsinBush, la perspectiva de paz signifique un cataclismo para esa economía, y en plena campaña electoral Bush impulse las ventas arriba mencionadas de aviones de combate F-15 y F-16, sólo para salvar del desastre financiero a las compañías McDonnell Douglas y General Dynamics.

La paz nunca ha sido buen negocio para los
decididores
(el término es de Lyotard) del capitalismo, y es por eso que buscan denodada e inescrupulosamente las ocasiones de guerra. Dentro de esa ética «de baja intensidad», el Departamento de Estado (no importa quién lo lidere) ha asumido virtualmente, ante las transnacionales bélicas, la obligación de generar conflictos para que ellas puedan a su vez colocar nacional e internacionalmente su mortífero instrumental y generar así dividendos de consideración. Por lo general el Departamento de Estado cumple puntualmente con ese deber patriótico-financiero, ya sea provocando a algún enemigo potencial o simplemente inventándolo.

Por desgracia, la ética «de baja intensidad» (que en la parcela del subdesarrollo suele llamarse
corrupción
) se ha ido convirtiendo en un mal endémico, tan incontrolable como el SIDA o el narcotráfico. Al presente, es raro hallar un gobierno, en cualquiera de los tres mundos, que no afronte acusaciones de venalidad o de cohecho. En ciertas ocasiones las denuncias carecen de fundamento y sólo obedecen a oscuras motivaciones políticas, pero lo más deplorable es que en la mayor parte de los casos tienen razón de ser. Está demostrado que el dinero (con sus aditamentos de poder, privilegios y renombre) mantiene una capacidad de seducción capaz de aflojar aparentes convicciones, principios y confianzas.

No obstante, la ética «de baja intensidad» incluye otro matiz y es el engaño deliberado en los anuncios que hace un candidato acerca de sus planes de gobierno. Dentro de ese catálogo publicitario, sabe que hay promesas que podrá cumplir y otras que no. De todas maneras, resulta extraño que las figuras públicas pocas veces se arriesguen a jugar la carta de la honestidad, explicándole por ejemplo a su electorado que lo justo sería llevar a cabo tal o cual medida en beneficio de la sociedad, pero advirtiéndole también que probablemente no podrá cumplir con esa aspiración debido a las presiones que ejercen los inexorables imperios económicos y arbitrios internacionales. Es claro que para ello se precisa un valor cívico que hay que reconocer no está de moda. El descreimiento generalizado que el protagonista social, o sea el ciudadano, experimenta ante el quehacer de los políticos, no se debe por consiguiente a la lectura que hace de los labios de sus presuntos conductores sino precisamente a que lee correctamente los hechos que éstos generan. Después de todo, no es tan grave que el vicepresidente Quayle escriba
potate
en lugar de
potato
(en Somalía comerían gustosamente esas papas mal escritas). Mucho más inquietante es que el presidente Bush, lo leamos o no en sus labios, revitalice de un plumazo las industrias de guerra a fin de que sus queridos capitalistas mantengan sus dividendos a trancas y barrancas y también a costa de las muertes, las miserias y los pánicos del mundo desvalido, incluso el que, dentro de sus fronteras, ya ha empezado a dar aldabonazos en la mala conciencia de su bienestar.

(1992)

Perplejidades de fin de siglo

En estas singulares postrimerías del siglo XX, el mundo va incorporando graves mutaciones a un ritmo tan vertiginoso que ni siquiera nos deja tiempo para asumir nuestras perplejidades. La convulsión no perdona ni a los puntos cardinales: el Este ya no es Este sino Oeste-bis. En Europa, la atávica partición entre OTAN y Pacto de Varsovia, ahora es entre OTAN y olla de grillos. La antigua coherencia se vuelve co-herencia: del
apartheid
, claro. Las grandes naciones de Occidente lo heredan de Sudáfrica y dan la puntilla con un toque ecuménico: ya no sólo afecta a negros, como en Soweto y otras zonas de la vergüenza, sino también a magrebíes, turcos, pakistaníes, sudacas, albaneses. La nueva Europa, pues, a diferencia del lejano modelo, no sólo discrimina por el color de la piel sino también por el color del alma.

Pese a que los
mass media
intentan convencernos de que la «limpieza étnica» sólo ocurre en Bosnia, lo cierto es que en el resto de Europa proliferan los políticos emergentes que tanto sirven para un barrido ideológico como para un fregado racial, y hasta un conspicuo representante de la
France éternelle
como Giscard d’Estaing exige que los nuevos ciudadanos acrediten fehacientemente la pureza de su sangre. La Alemania reunificada empieza a justificar los «malos presagios» de Günter Grass, con un inquietante padrón de sesenta mil neonazis, apenas diferenciados del
Urnazismas
gracias a su desmelenada calvicie y a sus atavíos de cueros claveteados.

Frente a un mundo en pleno reajuste, la Iglesia, cuya capacidad de aclimatación es proverbial, decidió actualizarse. Ya en 1991 el
Vatican Latin Dictionary
, que periódicamente se edita en el Vaticano, había incorporado nuevas acepciones, como las concernientes a
máquina tragaperras
(«sphaeriludium electricum nomismale actum»),
discoteca
(«orbium phonographicorum theca»)
cover girl
(«exterioris pagine puella») o
lavadora de vajilla
(«escariorum lavator»). Ahora sin embargo, los últimos cambios, crisis y vaivenes, quizá la hayan hecho pensar, parafraseando el viejo adagio, que a río revuelto ganancia de
pecadores
. Y decidió, para no salirse del refranero, curarse en salud. De ahí la urgente elaboración de un nuevo catecismo, cuyo proyecto de texto se ha filtrado a la prensa internacional, generando nuevas perplejidades.

Al parecer, la renovada catequesis será menos severa en temas como la masturbación, las «guerras justas», la homosexualidad y la pena de muerte. En cambio, serán punibles la abstención en las elecciones (¿habrá por fin elecciones en el Vaticano?), la lectura del horóscopo y otros
peccata minuta
. En Madrid, el vicario general castrense, uno de los siete coautores del nuevo catecismo, se apresuró a aclarar que la lectura del horóscopo será pecado en Brasil pero no en España. ¡Vaya ecumenismo! Es probable que una hermenéutica tan flexible dé lugar a imprevisibles matices: por ejemplo que la pena de muerte sea pecado en Cuba pero no en Arabia Saudita o que la guerra sea «justa» en el Golfo pero no en Yugoslavia. Lo de la pena de muerte tiene sus bemoles, ya que causa cierto estupor que, tras la denuncia implacable del aborto que formula siempre el Papa, inmediatamente después de besar el suelo de que se trate, ahora el nuevo catecismo sea comprensivo y hasta tolerante con la pena de muerte. No faltará algún malicioso que interprete que al Santo Padre le interesan más los nonatos que los ya nacidos.

Otro motivo de perplejidad es la moda del perdón. Los jóvenes neonazis abuchearon en Alemania a la reina de Inglaterra porque no les pidió perdón por los bombardeos de Dresden; en China, el 90% de la población pretendía que el emperador Akihito pidiera perdón por los desmanes cometidos por las tropas japonesas durante la ocupación de hace más de medio siglo. Tanto en uno como en otro caso, los reclamantes no consiguieron su objetivo. La Iglesia, más avisada pero más lenta, demoró 500 años en pedir perdón (con circunloquios, pero lo pidió) a los indios de América por los atropellos cometidos en nombre de la cruz. Nunca debe perderse la esperanza, pues. Quizá dentro de otros 500, algún Papa no polaco pida perdón a las víctimas de la vieja Inquisición, o a los teólogos de Liberación, víctimas de la nueva.

Hace algunas semanas, cuando se reunieron en Lyon varios sobrevivientes de la represión nazi que se ejerció en esa ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, una mujer francesa, que entonces fue torturada, se pronunció serenamente contra el olvido. Sin embargo, la altiva Europa de Maastricht no quiere recordar. Teme que el siniestro pasado pueda dañar su imagen, y no advierte que, si olvida esa dura enseñanza de la historia, un futuro aún más temible puede aniquilarla. El sociólogo francés Michel Albert sostiene que el viejo continente vive en la euroesclerosis, pero se le olvidó mencionar la euroxenofobia y la euroamnesia.

Encerrada en su autocomplacencia y en la insolidaridad, orgullosa de su náusea hacia el Tercer Mundo, Europa pone cerrojo en sus fronteras, sin advertir que dentro de ella, encerrados con ella, en un
huis clos
continental, permanecen los fantasmas del nazismo, los mismos que hace medio siglo estuvieron a punto de destruirla. El aislamiento no es bueno para nadie, y menos lo será para un continente que asiste a la explosión de los nacionalismos y corre un serio riesgo de fragmentación y despedazamiento, cuyo modelo sangrante es Yugoslavia. Recluida en sí misma, inmovilizada por su desconfianza, Europa, que fue regidora del mundo, se quedará sin el mundo. A solas con su dinero, con su OTAN y con su orgullo.

¿A quién puede conformar ese aislamiento? Europa significa demasiado para la historia de la humanidad, como para que los otros pueblos se regocijen con ese autobloqueo, esa impenetrabilidad. La violencia del dinero es tan peligrosa como la violencia de la miseria. Aunque en oídos europeos esto suene a descartable utopía, sólo el Tercer Mundo (a pesar de sus pobrezas, su deterioro ecológico, su Deuda Externa, sus enclaves del hambre, sus franjas de analfabetismo) puede salvar a Europa de su soledad. No invadiéndola, claro, ni dándole riquezas que no necesita, ni intentando influir (vana tarea si las hay) en su desarrollo comunitario. El Tercer Mundo puede salvar a Europa del consumismo salvaje, del fundamentalismo del dinero, de la mezquina insolidaridad, de la frivolidad del no compromiso, si golpea insistentemente en sus muros hasta romper su aislamiento y restablecer la comunicación entre lo mejor de sus pueblos y lo mejor de los nuestros. No importa que los gobernantes sigan en sus compartimientos estancos, estudiando maastrichtología y subsidiaridad. La gente de aquí y de allá debemos hallar (o en su defecto abrir) vías de relación generosa, aunque sea al margen y a pesar de los abusivos decididores. Quizá entonces comprenda Europa que no necesita ser
más Europa
sino
más Mundo
.

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