Uppercross ocupó pronto todos sus días. Difícil era decir quién tenía más prisa: él por aceptar la invitación o los Musgrove por hacerla. Por las mañanas en particular iba allí, porque no tenía compañía, puesto que el matrimonio Croft pasaba fuera las primeras horas del día, recorriendo sus nuevas posesiones, sus llanuras de pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en una forma que se comprendía incompatible con la presencia de una tercera persona. A veces también recorrían el campo en un birlocho que habían adquirido no hacía mucho.
Los huéspedes de los Musgrove y éstos compartían la misma impresión acerca del capitán Wentworth: una admiración general y calurosa. Pero esta convicción unánime produjo mucho desagrado e incomodidad a un tal Carlos Hayter, quien al volver a reunirse con el grupo, pensó que el capitán Wentworth estaba absolutamente de sobra.
Carlos Hayter, un joven agradable y gentil, era el mayor de los primos, y entre él y Enriqueta había existido, según parecía, una considerable atracción antes de la llegada del capitán Wentworth. Era pastor y tenía un curato en las inmediaciones, en el cual no era imprescindible residir y, por lo tanto, lo hacía en casa de su padre, que distaba escasas dos millas de Uppercross.
Una corta ausencia había dejado a su dama sin vigilancia, en un período crítico de sus relaciones, y al volver, tuvo el disgusto de encontrar los modales de ella cambiados y de ver allí al capitán Wentworth.
Mrs. Musgrove y Mrs. Hayter eran hermanas. Ambas habían tenido dinero, pero sus matrimonios establecieron entre ellas una gran diferencia. Mr. Hayter poseía algo, pero su propiedad era una nadería comparada con la de los Musgrove; por otra parte, los Musgrove pertenecían a la mejor sociedad del lugar, mientras que a los Hayter, debido a la vida ruda y retirada de los padres, a los defectos de su educación y al nivel inferior en que vivían, no podía considerárseles como pertenecientes a ninguna clase, y el único contacto que tenían con la gente provenía de su parentesco con los Musgrove. Este hijo mayor, naturalmente, había sido educado como para ser un culto caballero y, por lo tanto, su educación y maneras eran muy diferentes a las de los demás.
Ambas familias habían guardado siempre las mejores relaciones; sin orgullo de una parte y sin envidia de la otra. Cierto sentimiento de superioridad de parte de las señoritas Musgrove se traducía en el placer de educar a sus primos. Las atenciones de Carlos a Enriqueta habían sido observadas por el padre y la madre de ésta sin ninguna desaprobación. «No será un gran matrimonio para ella, pero si le agrada… y parece agradarle…»
Enriqueta también compartía esta opinión antes de la llegada del capitán Wentworth. A partir de entonces, el primo Carlos fue relegado al olvido.
Cuál de las dos hermanas era la preferida del capitán Wentworth, era difícil de establecer, en lo que Ana podía ver al respecto. Enriqueta era quizá más bella, pero Luisa parecía más inteligente y atractiva. Por otra parte, ella no podía decir a la sazón si él se sentiría atraído por la belleza o por el carácter.
Mr. y Mrs. Musgrove, bien fuera por darse poca cuenta de las cosas, bien por entera confianza en el buen criterio de sus hijas o de los jóvenes que las rodeaban, parecían dejar todo en manos del azar. En la Casa Grande no había la más leve muestra de que alguien se ocupase de estas cosas; en la quinta era diferente: los jóvenes estaban más dispuestos a comentar y averiguar. Debido a esto, apenas había el capitán Wentworth concurrido tres o cuatro veces, y Carlos Hayter había reaparecido, Ana tuvo que escuchar la opinión de sus hermanos acerca de
cuál
sería el preferido. Carlos decía que el capitán Wentworth sería para Luisa; María, que para Enriqueta, pero convenían que a cualquiera de las dos que se dirigiese Wentworth, les sería grato.
Carlos jamás había visto un hombre más agradable en su vida. Por otra parte, de acuerdo con lo que había oído decir al mismo capitán Wentworth, podía afirmar que a lo menos había hecho en la guerra alrededor de veinte mil libras. Esto ya ponía una fortuna de por medio, además de las perspectivas de hacer otra en una siguiente guerra. Por otra parte, tenía la certeza de que el capitán Wentworth era muy capaz de distinguirse como cualquier oficial de la Armada. ¡Oh, por cierto sería un matrimonio muy ventajoso para cualquiera de sus hermanas!
—En verdad que lo sería —replicaba María—. ¡Dios mío, si llegara a alcanzar grandes honores! ¡Si llegara a tener algún título! «Lady Wentworth» suena grandioso. ¡Sería una gran cosa para Enriqueta! ¡Ocuparía mi puesto entonces y Enriqueta estaría encantada! Sir Federico y Lady Wentworth suena encantador; aunque es verdad que no me agrada la nobleza de nuevo cuño; jamás he considerado en mucho a nuestra nueva aristocracia.
María prefería casar a Enriqueta con el fin de desbaratar las pretensiones de Carlos Hayter, que jamás había sido de su agrado. Sentía que los Hayter eran gente decididamente inferior, y consideraba una verdadera desgracia que pudiera renovarse el parentesco entre ambas familias… en especial para ella y sus hijos.
—¿Saben ustedes? decía—, no puedo hacerme a la idea de que éste sea un buen matrimonio para Enriqueta; y considerando las alianzas que hemos hecho los Musgrove, no debe rebajarse ella en esa forma. No creo que ninguna joven tenga derecho a elegir a alguien que sea desventajoso para los
mayores
de su familia imponiéndoles un parentesco indeseable. Veamos un poco: ¿quién es Carlos Hayter? Nada más que un pastor de pueblo. ¡Una alianza muy conveniente para la señorita Musgrove de Uppercross!…
Su marido discrepaba. Además de cierta simpatía por su primo Carlos Hayter, recordaba que éste era primogénito, y siéndolo él mismo, veía las cosas desde este punto de vista.
—Dices tonterías, María —era su respuesta—; no será un partido demasiado ventajoso para Enriqueta, pero Carlos puede obtener, por medio de los Spicers, algo del obispo dentro de un año o dos; por otra parte, no debes olvidar que es el hijo mayor. Cuando mi tío muera, heredará una buena propiedad. Los terrenos de Winthrop no son menos de cien hectáreas; además de la granja cercana a Taunton, que es de las mejores tierras del lugar. Te aseguro que Carlos no sería un matrimonio desventajoso para Enriqueta. Debe ser así: el único candidato posible es Carlos. Es un joven bondadoso y de buen carácter. Por otra parte, cuando herede Winthrop lo convertirá en algo muy diferente de lo que ahora es, y vivirá una vida muy distinta de la que ahora lleva. Con esta propiedad no puede ser nunca un candidato despreciable. ¡Una bonita propiedad por cierto! Enriqueta haría muy mal en perder esta oportunidad; y si Luisa se casa con el capitán Wentworth, te aseguro que podremos darnos por satisfechos.
—Carlos podrá decir lo que quiera —decía María a Ana apenas éste dejaba el salón—, pero sería chocante que Enriqueta se casase con Carlos Hayter. Sería malo para
ella y
peor aún para
mí
. Es muy de desear que el capitán Wentworth se lo saque de la cabeza, como realmente creo que ha sucedido. Apenas miró a Carlos Hayter ayer. Me hubiera gustado que hubieses estado presente para ver su comportamiento. En cuanto a suponer que al capitán Wentworth le guste Luisa tanto como Enriqueta, es ridículo. Le gusta Enriqueta muchísimo más. ¡Pero Carlos es tan positivo! De haber estado ayer habrías decidido cuál de nuestras dos opiniones era la justa. No dudo que hubieses pensado como yo, a menos de estar deliberadamente en mi contra.
Esto había tenido lugar en una comida en casa de los Musgrove en la que se había esperado a Ana, pero ésta se excusó de concurrir so pretexto de un dolor de cabeza y una leve recaída del pequeño Carlos. Pero en verdad no había ido para evitar encontrarse con Wentworth.
A las ventajas de la noche, que había pasado tranquilamente, se añadía la de no haber sido la tercera en discordia.
En cuanto al capitán Wentworth, opinaba ella que debía éste conocer sus sentimientos lo suficiente como para no comprometer su honorabilidad, o poner en peligro la felicidad de cualquiera de las dos hermanas, escogiendo a Luisa en lugar de Enriqueta o a Enriqueta en lugar de Luisa. Cualquiera de las dos sería una esposa cariñosa y agradable. En cuanto a Carlos Hayter, le apenaba el dolor que podía causar la ligereza de una joven, y su corazón simpatizaba con las penas que sufriría él. Si Enriqueta se equivocaba respecto a la naturaleza de sus sentimientos, no podía decirse con tanta premura.
Carlos Hayter había encontrado en la conducta de su prima muchas cosas que lo intranquilizaban y mortificaban. Su afecto mutuo era demasiado antiguo para haberse extinguido en dos nuevos encuentros y no dejarle otra solución que reiterar sus visitas a Uppercross. Pero, sin duda, existía un cambio que podía considerarse alarmante si se atribuía a un hombre como el capitán Wentworth. Hacía sólo dos domingos que Carlos Hayter la había dejado y estaba ella entonces interesada (de acuerdo con los deseos de él) en que obtuviera el curato de Uppercross en lugar del que tenía. Parecía entonces lo más importante para ella que el doctor Shirley, el rector, que durante cuarenta años había atendido celosamente los deberes de su curato, pero que a la sazón se sentía demasiado enfermo para continuar, se sirviese de un buen auxiliar como lo sería Carlos Hayter. Muchas eran las ventajas: Uppercross estaba cerca y no tendría que recorrer seis millas para llegar a su parroquia; tener una parroquia mejor, desde cualquier punto de vista; haber ésta pertenecido al querido doctor Shirley, y poder éste, por fin, retirarse de las fatigas que ya no podían soportar sus años. Todas éstas eran grandes ventajas según Luisa, pero más aún según Enriqueta, hasta el punto de que llegaron a constituir su principal preocupación. Pero a la vuelta de Carlos Hayter, ¡vive Dios!, todo el interés se había desvanecido. Luisa no mostraba el menor deseo de saber lo que había conversado con el doctor Shirley: permanecía en la ventana esperando ver pasar al capitán Wentworth. Enriqueta misma parecía sólo prestar una parte de su atención al asunto, y parecía haber apagado también toda ansiedad al respecto.
—Me alegro mucho de verdad. Siempre creí que obtendrías esto. Estuve siempre segura. No me parece que… En una palabra, el doctor Shirley debe tener un pastor con él, y tú has obtenido su promesa. ¿Lo ves venir, Luisa?
Una mañana, después de la cena en casa de los Musgrove, a la cual Ana no había podido asistir, el capitán Wentworth entró en el salón de la quinta en momentos en que no estaban allí más que Ana, y el pequeño inválido, Carlitos, que descansaba sobre el sofá.
La sorpresa de encontrarse casi a solas con Ana Elliot alteró la habitual compostura de sus modales. Se detuvo y sólo atinó a decir:
—Creí que miss Musgrove estaba aquí. La señora Musgrove me dijo que podría encontrarlas…
Después se encaminó hacia la ventana para tranquilizarse un poco y encontrar la manera de reponerse.
—Está arriba con mi hermana; creo que vendrán en seguida —fue la respuesta de Ana, en medio de la natural confusión. Si el niño no la hubiese llamado en aquel momento, hubiera huido de la habitación, aliviando así la tensión establecida entre ambos.
El continuó en la ventana, y después de decir cortésmente: «Espero que el niño esté mejor», guardó silencio.
Ella se vio obligada a arrodillarse al lado del sofá y permanecer allí para dar gusto al pequeño paciente. Esto se prolongó algunos minutos hasta que, con gran satisfacción, oyó los pasos de alguien cruzando el vestíbulo. Esperó ver entrar al dueño de la casa, pero se trataba de una persona que no habría de facilitar las cosas: Carlos Hayter, quien no pareció alegrarse más de ver al capitán Wentworth que éste de ver a Ana.
Ana atinó a decir:
—¿Cómo está usted? ¿Desea sentarse? Los demás vendrán en seguida.
El capitán Wentworth dejó la ventana y se aproximó, con aparentes deseos de entablar conversación. Pero Carlos Hayter se encaminó a la mesa y se sumió en la lectura de un periódico. El capitán Wentworth retornó a la ventana.
Al minuto siguiente, un nuevo personaje entró en acción. El niño más pequeño, una fuerte y desarrollada criatura de dos años, de seguro introducido por alguien que desde afuera le abrió la puerta, apareció entre ellos y se dirigió directamente al sofá para enterarse de lo que pasaba e iniciar cualquier travesura.
Como no había nada que comer, lo único que podía hacer era jugar, y como su tía no le permitía molestar a su hermano enfermo, se prendió de ella en tal forma, que, estando ocupada en atender al enfermito, no podía librarse de él. Ana le habló, lo reprendió, insistió, pero todo fue en vano. En un momento consiguió rechazarlo, pero sólo para que volviera a prenderse de su espalda.
—Walter —dijo Ana—, déjame en paz. Eres muy molesto. Me enfadas.
—¡Walter! gritó Carlos Hayter—, ¿por qué no haces lo que te mandan? ¿No oyes lo que te dice tu tía? Ven acá, Walter, ven con el primo Carlos.
Pero Walter no se movió.
De pronto, Ana se sintió libre de Walter. Alguien, inclinándose sobre ella, había separado de su cuello las manos del niño. Ana se encontró libre antes de comprender que era el capitán Wentworth quien había cogido a la criatura.
Las sensaciones que tuvo al descubrirlo fueron intraducibles. Ni siquiera pudo dar las gracias: hasta tal punto había quedado sin habla. Lo único que pudo hacer fue inclinarse sobre el pequeño Carlos presa de una confusión de sentimientos. La bondad demostrada al correr en su auxilio, la manera, el silencio en que lo había hecho, todos los pequeños detalles, junto con la convicción (dado el ruido que comenzó a hacer con el niño) de que lo que menos deseaba era su agradecimiento, y que lo que más deseaba era evitar su conversación, produjeron una confusión de múltiples y dolorosos sentimientos, de los que no lograba reponerse, hasta que la entrada de las hermanas Musgrove le permitió dejar el pequeño paciente a su cuidado y abandonar el cuarto. No podía seguir allí. Hubiera sido una oportunidad de atisbar las esperanzas y celos de los cuatro; era la oportunidad de verlos juntos, pero no podía soportarlo. Era evidente que Carlos Hayter no estaba bien dispuesto hacia el capitán Wentworth. Tenía idea de haber oído decir entre dientes, después de la intervención del capitán Wentworth:
Debiste haberme hecho caso, Walter. Te dije que no molestaras a tu tía
, en un tono de voz resentida; y comprendió el enojo del joven porque el capitán Wentworth había hecho lo que él debió hacer. Pero por el momento, ni los sentimientos de Carlos Hayter ni los de nadie contaban hasta que hubiera tranquilizado los suyos propios. Estaba avergonzada de sí misma, de estar nerviosa, de prestar tanta atención a una niñería; pero así era, y requirió largas horas de soledad y reflexión para recobrar la compostura.