—Un profano —dijo Brunetti en voz alta, dejando el informe a un lado de la mesa. Rizzardi, que diez años atrás había ejercido en Nápoles, posiblemente había visto más señales de muerte violenta que cualquier otra persona de la ciudad, por lo que no era probable que, al extender el informe de la autopsia, se hubiera atribuido tal condición.
El informe había llegado por e-mail, por lo que las fotos estarían disponibles en el ordenador de la
signorina
Elettra. Pero Brunetti no deseaba verlas: las imágenes de las heridas siempre le causaban tristeza y repulsión.
A él sólo le interesaba la idea del motivo que las había causado. Reconocía no saber mucho de África, continente que le parecía una masa vaga, difusa, donde las cosas iban mal y la gente sufría y moría de hambre en medio de grandes riquezas que la Naturaleza había derramado con mano pródiga.
Algo había leído Brunetti acerca del pasado colonial del continente, pero su historia reciente le interesaba poco. De todos modos, reconocía que lo mismo podía decir de la historia reciente en general.
Brunetti miró por la ventana de su despacho a la grúa que todavía, al cabo de los años, se cernía sobre la
casa di riposo
de San Lorenzo. Un hombre que se ganaba la vida vendiendo bolsos de imitación. Un hombre que había sido ejecutado por una pareja de asesinos profesionales. Lo primero podía decirse de cualquier
vu cumprà.
Eso hacían: vender bolsos. Lo segundo, en modo alguno: en los casos que podía recordar de muertes violentas relacionadas con
extracomunitari,
ni víctimas ni asesinos eran africanos.
Brunetti trató de considerar los factores que podían haber determinado el asesinato, y sólo se le ocurrió que debía de ser algo relacionado con los orígenes o con el pasado del hombre, o algo en lo que estuviera involucrado en la actualidad. Por lo que se refería al pasado, Brunetti reconocía no saber nada, ni siquiera el país de origen, aunque era probable que fuera Senegal. En cuanto al presente, imaginó varias posibilidades que fue desechando una tras otra: los maridos celosos no suelen enviar a asesinos a sueldo para vengar su deshonor; y, que Brunetti supiera, los mayoristas de los bolsos no necesitaban recurrir al asesinato para mantener a raya a sus empleados. Los africanos seguramente estaban demasiado agradecidos por la oportunidad de trabajar como para arriesgarse a perder el empleo estafando a sus patronos. Más allá de estas ideas, las posibilidades se multiplicaban, ignoradas e infinitas.
Brunetti se acercó un ejemplar de la relación de tareas del personal correspondientes a la semana en curso. En el reverso, empezó una lista de las cosas que necesitaban saber acerca del muerto: nombre, nacionalidad, profesión, antecedentes, cuánto tiempo llevaba en Italia, dirección, familia, amigos. Pensó en la manera de empezar a hacer luz en el misterio de la existencia de aquel hombre, recordó a una persona que podía ayudarle, levantó el teléfono y llamó a la sala de agentes.
Tal como esperaba, contestó Vianello.
—¿Está libre? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—Dos minutos —dijo el comisario, y agregó—: Necesitaremos una lancha.
Tardó un poco más en ponerse el abrigo y encontrar unos guantes de repuesto, que estaban en los bolsillos de un chaleco de plumón olvidado en el armario. Tras lo cual bajó al vestíbulo.
Vianello lo esperaba en la puerta principal. Llevaba tantos jerseys y chalecos debajo de la parka que abultaba casi el doble de lo habitual.
—No vamos a Vladivostok, hombre —dijo Brunetti a modo de saludo.
—Nadia tiene la gripe, los chicos están resfriados y yo no quiero caer enfermo y tener que quedarme en casa.
—¿Quién está con ellos? —preguntó Brunetti.
—La madre de Nadia. Como vive tan cerca, se pasa todo el día entrando y saliendo. —Vianello hizo una seña al agente de servicio para que se apartara y empujó la puerta, dando paso a una ráfaga de aire gélido que los envolvió e irrumpió en el vestíbulo. El inspector se metió las enguantadas manos en los bolsillos de la parka y salió a la calle.
El piloto estaba en cubierta. De su cara no se veía más que un pequeño triángulo de ojos y nariz que asomaba de una capucha forrada de piel. Al saltar a bordo, Brunetti dijo:
—Vamos a San Zan Degolà —y bajó rápidamente a la cabina.
Vianello lo siguió y la doble puerta se cerró tras él con un chasquido. Hacía frío en la cabina pero por lo menos estaban resguardados del vendaval que hacía tremolar las puertas. Una vez sentado frente a Brunetti, Vianello preguntó:
—¿Qué hay allí?
—Don Alvise.
Al oír el nombre del ex sacerdote, Vianello asintió con gesto de comprensión. Alvise Perale había sido durante años cura de una parroquia de Oderzo, una ciudad pequeña y aletargada del norte de Venecia. En sus tiempos de párroco de la iglesia local, dedicó sus considerables energías no sólo al bienestar espiritual de sus feligreses sino también al bienestar material de las muchas personas a las que las corrientes de la guerra, la revolución y la pobreza habían empujado hasta las márgenes del río Livenza. Entre estas gentes había prostitutas albanesas, mecánicos bosnios, gitanos rumanos, pastores kurdos y tenderos africanos. Para don Alvise, independientemente de nacionalidad y religión, todos eran hijos del Dios al que él adoraba y, por lo tanto, merecedores de sus cuidados.
Sus feligreses veían sus actividades con sentimientos diversos: unos creían que hacía bien en compartir la riqueza de la Iglesia con los más pobres de los pobres, pero otros preferían adorar a un dios menos dadivoso y al fin, cuando don Alvise invitó a una familia de Sierra Leona a instalarse en la rectoría, fueron a quejarse al obispo. En la carta por la que le ordenaba que dijera a la familia que debía marcharse, el obispo aducía sus razones, entre las que estaba la de que «algunas de esas personas adoran las piedras».
Al recibir la carta, don Alvise fue al banco y retiró la mayor parte del dinero de la cuenta de la parroquia. A los dos días, antes de contestar la carta del obispo, utilizó el dinero para comprar, en la vecina localidad de Portogruaro, un pequeño apartamento cuyo título de propiedad cedió al cabeza de la familia de Sierra Leona. Aquella misma noche, don Alvise escribió al obispo para comunicarle que no tenía más opción que la de renunciar a su vocación, ya que seguir viviéndola como él creía que debía vivirse generaría una pugna constante con sus superiores. Y, antes de despedirse, agregaba, en los más respetuosos términos, que él prefería la compañía de personas que adoraban las piedras a la de aquellas que las tenían en lugar de corazón.
Los muchos amigos que había hecho con los años le ofrecieron ayuda y, a las pocas semanas, tenía una plaza de asistente social en Venecia, su ciudad natal, donde se le confió la dirección de un albergue que daba comida y alojamiento a las personas que solicitaban asilo político en Italia. Aunque ya no era miembro del clero sino funcionario, las personas de su entorno seguían utilizando el tratamiento de respeto para dirigirse a él, y seguía siendo
don
Alvise en lugar de
signor
Perale. Ya podía vestir pantalón vaquero, dejarse un bigotazo que envidiaría el más macho y hasta ser visto en compañía de mujeres, que el tratamiento no se le retiraba. Don Alvise había sido y don Alvise sería siempre.
Brunetti lo había conocido hacía años, cuando investigaba la desaparición de una mujer de Kosovo, sospechosa de estar involucrada en el tráfico de drogas. La mujer no había aparecido, pero él y don Alvise habían mantenido amistoso contacto desde entonces, ya que, en el desempeño de sus respectivas funciones, no faltaban ocasiones en las que cada uno podía hacer un favor al otro.
Brunetti sabía que existía una estructura gubernamental oficial que podía proporcionarle información acerca de los
extracomunitari;
la
questura
disponía de abundante documentación sobre ellos, desde luego, pero comprendía que la información de don Alvise, aunque no podía considerarse oficial, era mucho más fiable. Quizá la diferencia residía en que, para la Administración, aquellas personas eran problemas y, para don Alvise, eran personas
con
problemas.
Mientras la lancha subía lentamente por el Gran Canal, Brunetti explicó a Vianello por qué quería hablar con el ex sacerdote.
—Confían en él —dijo—, y me consta que ha ayudado a muchos
clandestini
a encontrar casa.
—¿A los senegaleses? —preguntó Vianello—. Siempre me han parecido una comunidad cerrada. Y creo que la mayoría son musulmanes.
Así lo tenía entendido también Brunetti, pero don Alvise era la única persona que en aquel momento se le ocurría que podía darle información, y le constaba que al ex sacerdote le importaba poco cuál fuera el dios al que adorase cada cual.
—Quizá —admitió—. Pero es posible que los conozca; por lo menos, a algunos. —Como Vianello mantuviera su reserva, Brunetti preguntó—: ¿Se le ocurre alguien más?
Vianello no contestó.
La lancha viró a la izquierda por Rio di San Zan Degolà. Brunetti se puso en pie e, inclinando la cabeza para salir de la cabina, subió a cubierta.
—Ahí, antes del puente —dijo al piloto, que dirigió la lancha hacia el costado del canal, dio marcha atrás al motor y, silenciosamente, se acercó a los peldaños cubiertos de musgo. Brunetti los miraba dubitativamente, pero, antes de que pudiera tomar la decisión de arriesgarse a abandonar la inestable lancha, el piloto, pasando por detrás de él, saltó a la
riva
con la cuerda en la mano y tiró de la proa hasta arrimar la embarcación a la pared. Ató la amarra a una anilla clavada en el suelo y se inclinó para dar la mano a Brunetti y, después, a Vianello.
Brunetti dijo al agente que no tardarían más de media hora y sugirió que fuera a tomar un café. Mientras el piloto se dirigía hacia un bar situado a la derecha, Brunetti condujo a Vianello por la izquierda de la fachada de la iglesia y torció por una estrecha calle.
—«Calle dei Preti» —leyó el siempre observador Vianello—. Parece el sitio más adecuado para él.
Brunetti, doblando a la izquierda al extremo de la calle en dirección al Gran Canal, respondió:
—Casi, si no fuera porque ahora estamos en Fontego dei Turchi.
—Probablemente, también a ellos los ayuda —dijo Vianello—, por lo que tampoco está mal el nombre.
Brunetti recordaba la puerta, un pesado
portone
pintado de verde, con un par de aldabas de bronce en forma de cabeza de león. Pulsó el timbre y esperó. Cuando por el intercomunicador una voz preguntó quién era, dio su nombre y la puerta se abrió dándoles acceso a un patio largo y estrecho con puertas a uno y otro lado. Sin vacilar, Brunetti se acercó a la segunda de la izquierda, que estaba abierta. En lo alto del primer tramo de escalera había otra puerta, también abierta, donde los esperaba una figura baja y encorvada.
—
Ciao,
Guido —dijo Perale asiendo por los codos a Brunetti y alzándose sobre las puntas de los pies para darle un beso en cada mejilla.
Brunetti abrazó al hombre con sincero afecto y le tomó la mano derecha entre las suyas. Volviéndose hacia el inspector, dijo:
—Lorenzo Vianello, un amigo.
Don Alvise, a pesar de no ser extraño a las fuerzas del orden y reconocer a un policía a primera vista, estrechó cordialmente la mano de Vianello.
—Mucho gusto, Bienvenidos. Pasen, pasen —dijo, tirando de la mano a Vianello para hacerle entrar.
Pasado el umbral, se volvió, cerró la puerta detrás de sus visitantes y les pidió los abrigos, que colgó de unos ganchos de la puerta. El hombre apenas llegaba a Brunetti a la barbilla y daba la impresión de ser aún más bajo porque tenía la espalda un poco encorvada. Su cabellera gris, que parecía estar reñida con el peine y con el barbero, se ahuecaba a cada lado de la cara y rebasaba el cuello de la camisa en la nuca. Llevaba unas gafas con montura de plástico negro y unos cristales tan gruesos que le deformaban los ojos. La nariz era como un mazacote de arcilla y la boca que asomaba bajo el mostacho era pequeña y redonda como la de un niño.
Su aspecto hubiera podido resultar un poco ridículo y hasta grotesco, de no ser por la dulzura que irradiaba cada una de sus palabras
y
de sus miradas. Parecía un hombre que todo lo veía con aprobación y afecto, y que iniciaba todo diálogo con una consideración plena y firme hacia su interlocutor.
Los condujo a una habitación que, a juzgar por el escritorio situado en un ángulo, hubiera podido considerarse un despacho, de no ser por la cama que había junto a una pared, bajo un largo estante en el que se apilaban varios pantalones vaqueros descoloridos, jerseys y ropa interior bien doblada.
Don Alvise tomó la silla que estaba detrás de la mesa y la puso delante, al lado de la otra única silla de la habitación. Las ofreció con un ademán a los dos policías y él se encaramó a la mesa dando un saltito, y se quedó sentado con los pies colgando.
—¿Qué puedo hacer por usted, Guido? —preguntó cuando ellos se hubieron acomodado.
—Es acerca del hombre que fue asesinado anoche —respondió Brunetti.
Don Alvise movió la cabeza de arriba abajo.
—Me lo figuraba —dijo.
—Pensé que tal vez lo conociera o supiera algo de él. —Brunetti mantenía los ojos fijos en los del ex cura, acechando una señal que indicara que sabía de quién le hablaba, pero no la vio. No dijo más y se quedó esperando a que el hombre respondiera la pregunta implícita.
—No me ha traído una foto —dijo don Alvise.
Brunetti lo miró largamente antes de responder.
—No lo he creído necesario. Si la gente hubiera sabido que lo conocía, hubieran venido a hablarle de ello.
—También un impulso caritativo le había hecho desistir de llevar la foto.
—Es verdad —dijo don Alvise.
Brunetti hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Y…?
Como un colegial durante un examen, Perale miró al suelo y se puso a golpear suavemente el escritorio con los talones. Uno dos, uno dos, uno dos hacían sus pies, mientras la cara permanecía oculta a la mirada de los dos hombres. Al fin miró a Brunetti y dijo:
—Antes de contestar a eso, he de pensarlo y hacer unas cuantas preguntas.
—¿Antes de contestar o antes de poder contestar?
—¿No es lo mismo? —preguntó don Alvise inocentemente.