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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (5 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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—Vendedor ambulante o extracomunitario —respondió Brunetti.

—Eso es tan ilustrativo como lo de «operador ecológico» —dijo ella.

—¿Qué?

—Basurero —tradujo Paola. Se levantó y salió de la habitación. Cuando volvió traía una botella de
grappa y
dos vasitos. Mientras servía el licor, dijo:

—De manera que, para simplificar, seguiremos llamándole
vu cumprà,
¿de acuerdo?

Brunetti le agradeció la
grappa
con un gesto de asentimiento, tomó un sorbo y preguntó:

—¿Qué más crees que sabemos?

—Sabemos que ninguno de los otros se quedó para tratar de ayudarle o de ayudar a la policía.

—Supongo que, al verlo caer, se dieron cuenta de que estaba muerto.

—¿Tan evidente era?

—Creo que sí.

—Por lo tanto, sabéis que ha sido una ejecución —prosiguió Paola—, no el resultado de una pelea o de una disputa repentina. Alguien quería que muriese y lo hizo matar o lo mató personalmente.

—Yo diría que lo hizo matar —apuntó Brunetti.

—¿Por qué?

—Parece obra de profesionales. Surgen de pronto, lo ejecutan y se esfuman.

—¿Y qué nos dice eso?

—Que conocen la ciudad.

Ella lo miró interrogativamente y él amplió:

—Lo suficiente como para saber por dónde desaparecer. Y también dónde encontrar a su hombre.

—¿Quieres decir que son venecianos?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—No sé de ningún veneciano que haga de sicario.

Paola meditó la respuesta y dijo:

—Tampoco se tarda tanto en familiarizarse con la ciudad. Muchos de esos africanos están casi siempre en Santo Stefano. Bastaría con darse unas vueltas por la ciudad durante un par de días para encontrarlos. O con preguntar. —Cerró los ojos, para representarse la topografía de la zona, y dijo—: Después la huida sería fácil. No tendrían más que retroceder hacia Rialto, subir hasta San Marco o bien cruzar por Accademia.

Cuando ella calló, Brunetti continuó:

—O, si no, entrar en San Vidal y cortar hacia San Samuele.

—¿En cuántos sitios podrían tomar un
vaporetto?
—preguntó ella.

—En tres. Cuatro. Y a partir de ahí podrían ir en cualquier dirección.

—¿Qué hubieras hecho tú?

—No sé. Pero, si quería irme de la ciudad, probablemente, subiría hasta San Marco y me metería por la Fenice para salir a Rialto.

—¿Los ha visto alguien?

—Una turista americana. Vio a uno de ellos. Dice que era un hombre de mi edad y estatura, que llevaba abrigo, pañuelo al cuello y sombrero.

—Lo mismo que media ciudad —dijo Paola—. ¿Ha dicho algo más?

—Que había otras personas de su grupo y que quizá alguna viera algo. Mañana por la mañana hablaré con ellos.

—¿Muy temprano?

—Tendré que salir de casa antes de las ocho.

Ella se inclinó y le sirvió otro vasito de
grappa.

—Turistas americanos a las ocho de la mañana. Toma, bebe, es lo menos que te mereces.

Capítulo 5

El día amaneció desapacible. El aire estaba saturado de una niebla densa que hacía presa de todo el que se aventuraba en ella. Cuando Brunetti llegó al embarcadero del Número Uno, tenía los hombros del abrigo cubiertos de una película de finas gotas y la humedad le invadía los pulmones a cada inspiración. El
vaporetto
se acercó silenciosamente. Brunetti apenas distinguía la silueta del hombre que esperaba para amarrarlo y abrir la barrera metálica. Al embarcar, levantó la mirada, vio girar la antena del radar y trató de imaginar cómo estaría la laguna.

Brunetti se sentó en la cabina y abrió el
Gazzettino
de la mañana, que le dijo bastante menos de lo que él había averiguado la noche antes. El periodista, a falta de información, cargaba la mano en el sentimentalismo y se explayaba sobre el terrible precio que tenían que pagar los
extracomunitari
por una oportunidad para subsistir y poder enviar dinero a sus familias. No se daba el nombre del muerto ni se conocía su nacionalidad, aunque se suponía que era de Senegal, país del que procedían la mayoría de los
ambulanti.

En Sant'Angelo embarcó un anciano, al que le dio por sentarse al lado de Brunetti, a pesar de que la cabina estaba casi vacía. Miró el periódico, leyó el titular moviendo los labios en silencio y dijo:

—A la que les dejas entrar, todo son problemas. Brunetti hizo como si no le hubiera oído. Su silencio incitó al otro a continuar: —Yo haría una buena redada y los expulsaría a todos.

Brunetti lanzó un gruñido y volvió la página, pero el viejo no captó la señal.

—Mi yerno tiene una tienda en la calle dei Fabbri. Él paga alquiler, paga a sus empleados, y paga impuestos. Él aporta algo a la ciudad, da trabajo. Mientras que esa gente —dijo el hombre haciendo ademán de dar un manotazo a la ofensiva página—, ¿qué es lo que nos da esa gente?

Con otro gruñido, Brunetti dobló el periódico, se excusó y salió a cubierta, aunque sólo estaban en Santa María del Giglio y le faltaban dos paradas para desembarcar.

El Paganelli era un hotel estrecho, intercalado, como un guión arquitectónico que separara dos letras mayúsculas, entre el Danieli y el Savoia & Jolanda. Brunetti preguntó en la recepción por los doctores Crowley y le dijeron que ya estaban en el comedor del desayuno. Siguiendo la dirección que le señalaba el empleado, avanzó por un estrecho pasillo hasta una pequeña sala en la que había seis o siete mesas. En una de ellas estaban los Crowley con otra pareja mayor y una mujer cuyo aspecto denotaba una considerable labor de rehabilitación. Al ver a Brunetti, el doctor Crowley se puso en pie y agitó una mano. Su esposa levantó la mirada saludándolo con una sonrisa. El otro hombre se levantó a su vez, para recibir al comisario. Una de las mujeres sonrió en dirección a Brunetti; la otra, no.

El matrimonio que le fue presentado con el nombre de Peterson estaba formado por dos personas menuditas, que hacían pensar en dos pájaros, y hasta vestían de tonos pardos, como los gorriones. A ella le enmarcaba la cara una prieta permanente gris acero; él era completamente calvo y tenía en la cabeza unos surcos profundos, curtidos por el sol, que discurrían de delante hacia atrás. La mujer que no había sonreído, a la que le presentaron con el nombre de Lydia Watts, tenía el pelo tan rojo y brillante como los labios. Brunetti la vio apartar un rizo rebelde con una mano a la que ningún cirujano plástico del mundo sería capaz de hacer aparentar la misma edad que la cara y el pelo.

Ocupaban la mesa las tazas, teteras y trozos de panecillo untados de mantequilla que deja tras de sí un desayuno de hotel. También había dos cestas de pan vacías y una fuente que podía haber contenido fiambre o queso.

Cuando Brunetti hubo estrechado la mano a todos, el doctor Crowley acercó una silla de la mesa de al lado y la ofreció a Brunetti. El comisario tomó asiento y, una vez el doctor se sentó a su vez, miró a los reunidos.

—Les agradezco que hayan accedido a hablar conmigo esta mañana —dijo en inglés.

La
dottoressa
Crowley respondió:

—Es preciso que le digamos lo que vimos, ¿no?, por si puede servir de algo. —Los otros movieron la cabeza en señal de asentimiento.

Su marido prosiguió entonces:

—Ya hemos hablado de eso esta mañana, comisario.

—Abarcando a toda la mesa con un ademán, agregó—: Quizá sea mejor que cada uno le diga lo que vio.

El doctor Peterson carraspeó varias veces y, con la meticulosa pronunciación del que teme no ser entendido por un extranjero, dijo:

—Bien, cuando entramos en ese sitio que ustedes llaman
campo,
nosotros nos paramos más bien hacia delante, a la izquierda de Fred y Martha. Yo miraba los bolsos que vendían esos chicos. Y un hombre… no el que vio Martha, sino un tipo poco más o menos de mi estatura, avanzó hasta quedar a mi izquierda, ligeramente detrás de mí. En realidad, yo no le presté atención, porque, como le decía, estaba mirando los bolsos. Entonces oí el ruido, una especie de chip chip, que sonó como una pistola neumática o esa herramienta que usan en el taller cuando te desmontan las ruedas. Además, a nuestra espalda había música. Y entonces, bruscamente, el individuo se fue para atrás sin mirar y desapareció. En realidad, no me fijé mucho, sólo me disgustó su manera de retroceder, echándose encima de la gente.

»Luego me volví y vi que el chico que vendía los bolsos estaba en el suelo. Y vi a Martha, que se arrodillaba a su lado, y a Fred, y ellos entonces dijeron que estaba muerto. —Miró a Brunetti y a los otros.

»Nunca en mi vida había visto algo así —prosiguió el doctor Peterson. Empezaba a hablar con un punto de indignación, como si pensara que Brunetti le debía una explicación. Y continuó—: Bien, nos quedamos un rato esperando, como una media hora, diría yo, pero no pasaba nada. No venía nadie. Hacía mucho frío y no habíamos cenado, de modo que regresamos al hotel.

Pasó un camarero y el doctor Peterson dejó de mirar a Brunetti lo justo para pedir otra jarra de
coffee.
El camarero asintió y, dirigiéndose a Brunetti, preguntó, para alivio de éste y sorpresa de los americanos, si quería
caffé.
El comisario había estado en Norteamérica y sabía la diferencia que hay entre el
coffee
y el
caffé.

Peterson miró a su esposa y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

—Mi mujer estaba a mi otro lado, por lo que no vio nada, ¿verdad, cielo?

Ella movió la cabeza negativamente y dijo en voz muy baja:

—No, cariño.

—¿Absolutamente, nada,
signora?
—preguntó Brunetti, desentendiéndose del marido—. Cualquier cosa, por insignificante que sea. —Como ella no contestara, insistió—: ¿Fumaba, dijo algo, llevaba alguna prenda que le llamara la atención?

Ella sonrió y miró a su marido, como preguntando si realmente ella había observado alguna de esas cosas, luego movió la cabeza negativamente y bajó la mirada. La mujer del pelo rojo dijo:

—Uno de ellos tenía las manos muy peludas.

Brunetti se volvió hacia ella y sonrió:

—¿El que estaba junto a la doctora Crowley o el que estaba cerca del doctor Peterson?

—El primero —dijo ella—. El que estaba cerca de Martha. Al otro no lo vi o no me fijé en él. Y es que se me había desatado la zapatilla. —Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó—: Y alguien debía de estar pisando la cinta, porque, al oír ese ruido, me sobresalté y traté de moverme, pero tenía el pie atrapado. Perdí el equilibrio un momento y, para recuperarlo, di media vuelta. Por eso vi a un hombre que andaba hacia atrás, y me dio la impresión de que antes había estado cerca de Martha. El hombre tenía la mano delante de la cara, para subirse el pañuelo o bajarse el sombrero, y por eso me fijé en lo peluda que era, casi como la de un mono. Pero entonces oí a Martha llamar a Fred, me volví y no le presté más atención.

Por su aspecto, Brunetti esperaba que la mujer tratara de hacerse la interesante, pero no percibió en ella ni asomo de afectación. Había descrito la escena con sencillez y claridad, y él no dudó de que aquel hombre tuviera las manos tan peludas como las de un mono.

Cuando parecía que ya nadie tenía algo que añadir, Brunetti preguntó:

—¿Alguno de ustedes recuerda algo más acerca de esos dos hombres?

Su pregunta fue recibida con silenciosas negativas.

—¿Sería más fácil para ustedes responder si les asegurase que no los retendremos aquí para hacerles más preguntas ni serán citados en el futuro a causa de lo que declaren? —Brunetti ignoraba si los extranjeros temían tanto como los italianos verse atrapados en la maquinaria del sistema judicial, pero le pareció oportuno darles esta garantía, a pesar de no estar seguro de que fuera válida.

Nadie dijo ni palabra.

Antes de que él pudiera repetir la pregunta en otros términos, la
dottoressa
Crowley dijo:

—Es muy amable al proponérnoslo, comisario, pero con nosotros eso no es necesario. Si hubiéramos visto algo, se lo diríamos, aunque ello significara que teníamos que quedarnos.

El marido dijo:

—Anoche, al llegar, preguntamos a los demás, pero, al parecer, nadie se fijó en esos hombres.

—O está dispuesto a admitirlo —agregó Lydia Watts.

Llegó el camarero con el
coffee
y el
caffé.
Brunetti echó el azúcar y bebió rápidamente. Se puso en pie, sacó tarjetas de la cartera y las distribuyó entre los americanos diciendo:

—Si recuerdan ustedes algo más, comuníquenmelo, se lo ruego. Por teléfono, fax o e-mail, como lo prefieran. —Sonrió, les dio las gracias por su tiempo y su ayuda, y salió del hotel sin molestarse en pedirles las señas. De todos modos, el hotel podría dárselas si necesitaba que le confirmasen algo, aunque no imaginaba que lo que le habían dicho precisara confirmación. Un hombre corpulento, de aspecto meridional y manos peludas y otro, más bajo, al que nadie había podido describir. Y nadie había visto a uno u otro disparar un arma.

La niebla no se había disipado sino que parecía aún más densa, tanto que, mientras caminaba por la
riva
abajo, Brunetti procuraba no perder de vista las fachadas de los edificios que quedaban a su izquierda. Pasó por entre las filas de
bacharelle
sin verlas, a causa de la niebla, lo que acrecentó la inquietud que siempre le habían inspirado aquellos puestos y sus vendedores, sentimiento muy alejado de la confiada familiaridad que le acompañaba en sus paseos por el resto de la ciudad. Él no se detenía en analizar esta sensación que percibía desde una zona de su cerebro habitada por atavismos, sensible al peligro. Una vez los hubo dejado atrás, más allá de la fachada de la Pietà, desapareció aquella comezón, como desaparecía ya la niebla.

Brunetti llegó a la
questura
poco después de las nueve y preguntó al agente de la centralita si había llamado alguien para dar información acerca del muerto. El hombre respondió que no se había recibido ninguna llamada. En el primer piso, lo sorprendió ver que el despacho de la
signorina
Elettra estaba vacío. Por el contrario, no le causó extrañeza que el inmediato superior de ambos, el
vicequestore
Giuseppe Patta, no estuviera todavía en su puesto de trabajo. Brunetti entró en la sala de los agentes, en la que no había nadie más que Pucetti, al que pidió que subiera con él.

BOOK: Piedras ensangrentadas
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