Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.
Donna Leon
Piedras ensangrentadas
Saga Comisario Brunetti 14
ePUB v1.0
Creepy28.04.12
Título Original:
Blood from a Stone
, 2005
Autor: Donna Leon
[*]
Fecha edición española: 2005
Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.
Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez
Para Gesine Lübben
Weil ein Schwarzer hässlich ist,
Ist mir denn kein Herz gegeben?
Bin ich nicht von Fleisch und Blut?
Porque feo sea un negro,
¿no he de tener corazón?
¿No soy yo de carne y hueso?
Capítulo 1Mozart, La flauta mágica
Dos hombres salieron a
campo
Santo Stefano por el arco de madera. Las luces navideñas suspendidas sobre ellos teñían sus figuras de reflejos multicolores. Más brillante era la iluminación de los puestos del mercado, en el que productores llegados de distintas zonas de Italia con motivo de las fiestas tentaban a los visitantes con las especialidades de sus respectivas regiones: quesos de oscura piel y paquetes de obleas de pan de Cerdeña; aceitunas de formas y colores distintos, procedentes de toda la Península; aceite y queso de la Toscana; salamis de Reggio Emilia de diámetro y longitud diversa. De vez en cuando, desde detrás de su mostrador, algún vendedor entonaba un breve himno de alabanza de su mercancía:
«Signori,
caten este queso y probarán la gloría»; «Es tarde y quiero irme a cenar: sólo nueve euros el kilo. ¡Que se acaban!»; «Llévense este
pecorino, signori,
el mejor del mundo».
Los dos hombres pasaron por delante de los puestos, sordos al pregón de los vendedores, ciegos a las pirámides de salami que se erguían sobre los mostradores a uno y otro lado. Los compradores de última hora, poco numerosos a causa del frío, pedían cosas que, intuían, encontrarían a mejor precio y de mejor calidad en su tienda habitual. Pero ¿qué más típico de las vísperas navideñas que acudir al mercadillo, abierto incluso este domingo, y qué mejor manera de demostrar tu independencia que comprando algo innecesario?
Al otro extremo del
campo,
pasados los últimos puestos, los dos hombres se detuvieron. El más alto consultó su reloj, a pesar de que ambos habían mirado la hora que marcaba el de la iglesia. Hacía más de quince minutos que había pasado la hora del cierre, las siete y media, pero no era probable que, con este frío, alguien se molestara en venir a comprobar que los puestos cumplían con el horario.
—
Allora?
—preguntó el más bajo, mirando de soslayo a su compañero.
El alto se quitó los guantes, los dobló y los guardó en el bolsillo izquierdo del abrigo y luego hundió ambas manos en los bolsillos. El otro lo imitó. Los dos llevaban la cabeza cubierta, el alto, con un Borsalino gris oscuro y su compañero, con un gorro de piel con orejeras. Llevaban también pañuelos de lana al cuello y, cuando dejaron atrás las luces del último puesto, se los subieron tapándose las orejas, algo perfectamente natural, con el viento que llegaba del Gran Canal, por la esquina de la iglesia de San Vidal.
El viento les hizo bajar la cabeza y hundirla entre los hombros cuando reanudaron la marcha, siempre con las manos en los bolsillos, para mantenerlas calientes. Unos veinte metros más allá del último puesto, a cada lado de la calle, pequeños grupos de hombres negros y altos extendían en el suelo sábanas que sujetaban con un bolso de mujer en cada punta. Una vez sujetas las sábanas, empezaron a sacar bolsos de formas y tamaños distintos, de grandes bolsas cilíndricas que habían depositado a su alrededor.
Aquí, un Prada; un poco más allá, un Gucci; entre los dos, un Louis Vuitton: se codeaban con una promiscuidad que, por regla general, sólo se da en comercios lo bastante grandes como para albergar franquicias de varios diseñadores rivales. Rápidamente, arrodillados o en cuclillas, pero con la soltura de movimientos que da la práctica, los hombres distribuían su mercancía. Unos la disponían en triángulo mientras otros optaban por presentarla en hileras simétricas. Uno, más original, hizo un círculo con los bolsos, pero al retroceder unos pasos para ver el efecto y advertir que una bandolera Prada de gran tamaño rompía la simetría, se apresuró a ponerlos en fila, haciendo que el Prada presidiera el conjunto desde el ángulo posterior izquierdo.
De vez en cuando, los hombres hablaban entre ellos, diciendo las cosas que, para matar el tiempo, se dicen las personas que trabajan juntas: que habían dormido mal la noche antes; que qué frío hacía; que ojalá el chico aprobara el examen de ingreso en una escuela privada; que echaban de menos a sus mujeres… Cuando se daba por satisfecho con su exposición, el hombre enderezaba el cuerpo y se situaba detrás de la mercancía, generalmente, hacia un lado, para poder seguir charlando con el vecino. La mayoría eran altos; y todos, delgados. La piel que la ropa dejaba al descubierto, la de la cara y las manos, tenía el lustre del ébano propio de los africanos cuya negritud no se ha diluido con el contacto con los blancos. Tanto quietos como en movimiento, aquellos hombres daban impresión no sólo de buena salud sino de buen humor, como si no pudieran imaginar algo más divertido que estar plantados en medio de la calle, de noche, con aquel frío, tratando de vender bolsos de imitación a los turistas.
Un pequeño grupo de personas se había congregado al otro lado de la calle frente a unos músicos callejeros, dos violines y un chelo, que producían un sonido barroco y desafinado a la vez. Como eran jóvenes y tocaban con entusiasmo, su público parecía complacido y no eran pocos los que se adelantaban a echar monedas en el estuche de violín abierto a los pies del trío.
Era temprano, muy temprano sin duda para hacer negocio, pero los vendedores callejeros aparecían en cuanto se cerraban las tiendas, de modo que, a las ocho menos diez, cuando se acercaron los dos hombres, todos los africanos ya estaban en la calle, de pie detrás de su mercancía, apoyando el peso del cuerpo ora en un pie ora en el otro y soplándose los dedos en un vano intento por calentarlos, mientras aguardaban a los clientes.
Los dos hombres blancos se detuvieron al extremo de la hilera de sábanas, como si estuvieran hablando, pero no se decían nada. Mantenían las cabezas bajas, resguardando la cara del viento, y de vez en cuando uno u otro levantaba la mirada como para observar la fila de los hombres negros. El alto puso la mano en el brazo del otro, señaló con la barbilla a uno de los africanos y dijo unas palabras. Mientras el hombre hablaba, un numeroso grupo de gente mayor, con zapatillas deportivas y gruesos anoraks de plumón, indumentaria que les daban un vago aspecto de párvulos con arrugas, desembocó por la esquina de la iglesia y fue hacia el embudo que formaban, por un lado, los músicos y, por el otro, los africanos. Los que venían delante se pararon a esperar a los rezagados y, cuando estuvieron reunidos, volvieron a avanzar, charlando y riendo, llamándose unos a otros y señalando los bolsos. Sin empujarse ni apretarse, formando tres filas, se pararon delante de los africanos y sus mercancías.
El hombre alto echó a andar hacia el grupo de los turistas, seguido de cerca por su compañero. Se quedaron en el mismo lado de la iglesia, situándose detrás de dos matrimonios que preguntaban precios de bolsos. En un primer momento, el vendedor, concentrado como estaba en atender a sus posibles clientes, no reparó en los dos hombres. Pero, de pronto, dejó de hablar y se puso tenso, como el animal que olfatea una amenaza en el viento.
Su vecino, al observar la repentina abstracción de su colega, decidió probar fortuna con los turistas. Mirándoles el calzado, comprendió que debía hablarles en inglés y empezó:
—Gucci, Missoni, Armani, Trussardi.
I have them all, ladies and gentlemen. Right from factory.
A la media luz de la calle, sus dientes tenían un brillo felino.
Otros tres turistas sortearon a los dos hombres para acercarse a sus compañeros, haciendo animados comentarios sobre los bolsos y repartiendo su atención entre la mercancía de ambas sábanas. El hombre alto movió la cabeza de arriba abajo y, en el mismo instante, los dos se adelantaron hasta quedar a medio metro de los americanos. Al verlos avanzar, el primer vendedor giró sobre el pie derecho arqueando el cuerpo para alejarse de la sábana, de los turistas y de los dos hombres. En el mismo instante, los hombres sacaron la mano derecha del bolsillo con un movimiento natural, fruto de la práctica, que no llamó la atención. Cada uno empuñaba una pistola con el cañón alargado por un silenciador tubular. El más alto fue el primero en disparar. El único sonido que hizo el arma fue un sordo trac, trac, trac, que fue seguido por dos chasquidos similares del arma de su compañero. Los músicos estaban llegando esforzadamente al final del
allegro,
y aunque sus notas, sumadas a las voces de la gente que los rodeaba, casi ahogaron los sonidos de los disparos, los africanos de cada lado se volvieron rápidamente.
El impulso que había tomado el vendedor siguió alejándolo de las personas que estaban delante de su sábana, pero, poco a poco, su movimiento fue ralentizándose. Los dos hombres, ya con las pistolas otra vez en el bolsillo, retrocedieron por entre el grupo de los turistas que, ajenos a lo ocurrido, se apartaron cortésmente dejándoles paso. Entonces se separaron, uno fue hacia el puente de Accademia, y el otro, hacia Santo Stefano y Rialto, y se perdieron entre la gente que caminaba presurosa en una y otra dirección.
El vendedor lanzó un grito y extendió un brazo hacia adelante. Su cuerpo acabó de dar media vuelta y se desplomó junto a sus bolsos.
Como gacelas temerosas que se alarman a la mínima señal de peligro, los otros africanos quedaron inmóviles un instante y, con una explosión de energía, desplegaron una actividad vertiginosa. Cuatro de ellos huyeron hacia la calle que sale a San Marco, abandonando la mercancía; dos se pararon a recoger cuatro o cinco bolsos con cada mano y desaparecieron por el puente que conduce a
campo
San Samuele; los cuatro restantes, dejándolo todo, corrieron hacia el Gran Canal, donde alertaron a los que habían extendido sus sábanas junto al puente. Todos lo cruzaron y, al otro lado, se dispersaron y desaparecieron por las callejas de Dorsoduro.
Cuando el vendedor cayó, estaba frente a él una mujer de pelo blanco que, al verlo desplomarse, se arrodilló a su lado, al tiempo que llamaba a su marido, que se hallaba un poco apartado.