Maigret no quería ahogarlo. Intentaba inmovilizarlo sin más, y la punta de uno de los pies del comisario se sujetaba al último pilote. Ese único pie fijo los sostenía a ambos.
El adversario opuso ya poca resistencia. Lo anterior no había sido sino una reacción espontánea y animal.
Tan pronto como tuvo tiempo de reflexionar y de ver a Maigret, cuya cabeza rozaba su rostro, dejó de debatirse.
Con un parpadeo, dio a entender que se rendía y, cuando el otro le soltó la garganta, señaló vagamente la masa en movimiento del mar y balbuceó con la voz de quien todavía no se ha recobrado:
—Cuidado.
—¿Quiere que hablemos, Hans Johannson? —dijo Maigret, cuyas uñas se hundían en las algas viscosas.
Más adelante tuvo que confesar que, en aquel preciso instante, Johannson habría podido mandarlo, de un simple puntapié, a hundirse en las aguas.
Sólo duró un segundo, pero del que Johannson, agachado cerca del primer pilote, no se aprovechó.
Posteriormente, Maigret confesó también, con gran sinceridad, que en determinado momento tuvo que agarrarse al pie de su acompañante para subir la pendiente.
Luego, los dos, sin decir palabra, desandaron el camino. La marea seguía subiendo. A dos pasos de la orilla, se vieron bloqueados por el mismo agujero que había detenido al comisario y que se había hecho aún más profundo.
El Letón fue el primero en meterse en el agua, perdió pie después de recorrer tres metros, chapoteó, escupió y asomó finalmente hasta la cintura.
Maigret se arrojó al agua. Por un momento cerró los ojos, porque tenía la impresión de que sería incapaz de sostener en la superficie un cuerpo tan pesado.
Los dos hombres se encontraron, empapados, chorreantes, sobre los guijarros de la playa.
—¿Ella ha hablado? —preguntó el Letón con voz apagada, voz en la que ya no quedaba nada, nada en todo caso de lo que puede mantener a un hombre con vida.
Maigret tenía derecho a mentir.
Prefirió declarar:
—No ha dicho nada. Pero lo sé.
Les era imposible seguir allí. A causa del viento, sus ropas mojadas se convertían en compresas de hielo. El Letón fue el primero al que le castañetearon los dientes. Al vago resplandor de la luna, Maigret comprobó que tenía los labios azulados.
No llevaba bigote. Era el rostro inquieto de Fiódor Yuróvich, el rostro del chiquillo de Pskov que fulminaba a su hermano con la mirada. Pero las pupilas, aunque del mismo gris turbio, tenían una fijeza cruel.
Volviéndose tres cuartos hacia la derecha, los dos hombres veían el acantilado salpicado de dos o tres puntos luminosos: las casas, una de las cuales era la de Madame Swaan.
Y cuando pasaba el pincel del faro, se adivinaba el tejado que cobijaba, junto con los dos niños, a la asustada sirvienta.
—Vamos —dijo Maigret.
—¿A la comisaría? —La voz era resignada, o más bien indiferente.
—No.
Maigret conocía uno de los hoteles del puerto, Chez Léon, y había descubierto una entrada que sólo se utilizaba en verano, para los bañistas que pasan la temporada en Fécamp. Esta puerta daba a una estancia utilizada en vacaciones como comedor de verano.
En invierno, los pescadores se contentan con beber y comer ostras y arenques en la sala de café.
Maigret empujó esa puerta. Cruzó la sala oscura con su acompañante y salió a la cocina, donde una joven sirvienta lanzó un grito de estupor.
—Llama al dueño.
Ella gritó, sin moverse:
—¡Monsieur Léon! ¡Monsieur Léon!
—Una habitación —pidió el policía cuando apareció Monsieur Léon.
—¡Monsieur Maigret! ¡Está usted empapado! ¿Se ha…?
—¡Una habitación, rápido!
—¡No hay calefacción en las habitaciones! Y una bolsa de agua caliente no bastará para…
—¿Tiene usted dos batines?
—Naturalmente. Míos, pero…
¡Medía tres cabezas menos que el comisario!
—¡Tráigalos!
Subieron por una empinada escalera de recodos caprichosos. La habitación estaba limpia. El propio Monsieur Léon cerró los postigos y propuso:
—¿Un grog? Y cargado, ¿eh?
—Muy bien. Pero primero los batines.
Porque Maigret se sentía enfermar de nuevo debido al frío. El costado herido de su pecho estaba congelado.
Entre su acompañante y él reinó durante unos minutos una familiaridad de dormitorio de tropa. Se desnudaron el uno delante del otro. Monsieur Léon pasó su brazo cargado con dos batines por la puerta entreabierta.
—¡Déme el más grande! —dijo el policía.
Y el Letón, después de compararlos, le pasó el mayor.
En el momento en que ofrecía la prenda a su compañero, descubrió el vendaje empapado y su rostro fue invadido por un tic nervioso.
—¿Es grave?
—Uno de estos días tienen que quitarme dos o tres costillas.
Estas palabras fueron seguidas de un silencio. Monsieur Léon, detrás de la puerta, lo rompió gritando:
—¿Todo bien?
—¡Pase!
El batín de Maigret sólo le llegaba a las rodillas y dejaba a la vista sus fuertes y velludas pantorrillas.
El Letón, por el contrario, delgado y pálido, con sus cabellos rubios, sus tobillos de mujer, tenía, vestido así, una elegancia de payaso.
—¡Los grogs llegan inmediatamente! Le pongo a secar la ropa, ¿eh? —Y Monsieur Léon, recogiendo los dos montones blandos y empapados, gritó desde lo alto de la escalera—: ¿Qué? ¿Qué pasa con esos grogs, Henriette? —Después volvió para recomendar—: No hablen demasiado alto. Hay un viajante de comercio en la habitación de al lado. Tiene que tomar el tren a las cinco de la mañana.
Quizá sería exagerado pretender que, en muchas investigaciones, nacen relaciones cordiales entre la policía y aquel a quien ésta quiere forzar a la confesión.
Casi siempre, sin embargo, a menos que el culpable sea alguien muy bruto, se establece cierta intimidad. Eso sucede sin duda porque, durante meses, a veces semanas, policía y malhechor sólo están dedicados el uno al otro.
El investigador se empeña en desentrañar al máximo la vida pasada del culpable, intenta reconstituir sus pensamientos, prever sus más mínimos reflejos.
Uno y otro se juegan la piel en esta partida.
Y, cuando se encuentran, es en circunstancias demasiado dramáticas como para hacer desaparecer la cortés indiferencia que, en la vida cotidiana, preside las relaciones entre los hombres.
Se ha visto a inspectores que, después de haber detenido con gran esfuerzo a un malhechor, le toman afecto, lo visitan en la cárcel y lo apoyan moralmente hasta el cadalso.
Eso explica en parte la conducta de aquellos dos hombres cuando se encontraron a solas en la habitación. El hotelero había traído un anafe y el agua burbujeaba en un hervidor. Al lado, entre dos vasos y un azucarero, se alzaba una esbelta botella de ron.
Los dos tenían frío. Envueltos en sus batas prestadas, se inclinaban sobre ese anafe demasiado pequeño y que no conseguía calentarlos.
Había en la actitud de ambos un abandono de cuerpo de guardia, de cuartel, ese descuido que sólo se da entre hombres para quienes ya no cuentan, momentáneamente, las contingencias sociales.
¿O quizá, mera y simplemente, era porque tenían frío? Más probablemente, por el hecho del cansancio que los asaltaba al mismo tiempo.
¡Todo había terminado! ¡Y no necesitaban decirlo para sentirlo!
Se dejaron caer cada uno de ellos sobre una silla, estiraron sus manos hacia el hervidor, contemplaron vagamente el anafe de esmalte azul que les servía de vínculo.
Fue el Letón quien agarró la botella de ron y, con gestos precisos, preparó los grogs. Cuando hubo bebido unos cuantos sorbos, Maigret preguntó:
—¿Quería matarla?
La respuesta llegó inmediatamente, pronunciada con la misma sencillez:
—No he podido.
Pero todo el rostro del hombre se contorsionó, alterado por unos tics que no debían de dejarle reposo.
Unas veces era un rápido y prolongado parpadeo, otras los labios que se deformaban en un sentido o en otro, cuando no la nariz que se estrechaba y dilataba.
La expresión voluntariosa e inteligente de Pietr se borraba.
Predominaba el ruso, el vagabundo con los nervios hipersensibles cuyos gestos Maigret dejó de observar.
Por eso no vio cómo la mano de su compañero asía la botella de ron. Llenó el vaso y lo vació de un trago, mientras sus ojos comenzaban a brillar.
—¿Pietr estaba casado con ella?… Era la misma persona que Olaf Swaan, ¿verdad?
El Letón, incapaz de permanecer quieto, se levantó, buscó unos cigarrillos a su alrededor, no los encontró y pareció molesto. Al pasar junto a la mesa en que estaba el anafe, se sirvió más ron.
—¡La historia no empieza ahí! —dijo. Después, mirando de cara a su compañero—: En fin, usted lo sabe todo, o casi todo, ¿no?
—Los dos hermanos de Pskov. Gemelos, supongo. Usted es Hans, el que contemplaba al otro con admiración y docilidad.
—Cuando los dos éramos muy pequeños, él ya se divertía en tratarme como a un sirviente. Y no sólo cuando estábamos solos, sino delante de nuestros camaradas. Él no decía sirviente: decía esclavo. Había descubierto que eso me gustaba. Porque es cierto que me gustaba. Ni siquiera hoy entiendo el motivo. Sólo veía por sus ojos. Me habría dejado matar por él. Cuando, más tarde…
—¿Cuánto, exactamente?
Crispaciones. Parpadeos. Sorbo de ron.
Encogimiento de hombros, como para explicar: «Qué importa».
Y, con voz alegre, continuó:
—Cuando, más tarde, amé a una mujer, creo que no fui capaz de mayor devoción. ¡Menor, sin duda! Yo amaba a Pietr, ¡no sé! Me peleaba con los compañeros que no querían admitir su superioridad y, como yo era el más débil, recibía los golpes con una especie de júbilo.
—Ese dominio es frecuente en los gemelos —comentó Maigret preparándose un segundo grog—. ¿Me permite un instante?
Se fue a la puerta y gritó a Léon que le subiera tabaco y la pipa, que se había quedado con la ropa.
El Letón intervino:
—Y cigarrillos para mí, por favor.
—Y unos cigarrillos. ¡Gauloises!
Volvió a su silla. Los dos esperaron en silencio que la empleada trajera las cosas y se retirara.
—Estudiaron juntos en la universidad de Tartu… —continuó Maigret.
El otro no podía sentarse ni estar de pie. Fumaba mordisqueando el cigarrillo, escupía briznas de tabaco, caminaba con pasos entrecortados, cogía un jarrón de la chimenea, lo movía, hablaba con fiebre creciente.
—¡Sí, allí fue donde todo empezó! Mi hermano era el mejor estudiante. Todos los profesores se interesaban por él. Los alumnos sufrían su prestigio. Hasta el punto de que, aunque fuera uno de los más jóvenes, fue elegido presidente de la Ugala. ¡En las tabernas se bebía mucha cerveza! ¡Sobre todo yo! No sé por qué comencé a beber tan pronto. No tenía motivo. En fin, siempre he bebido. Creo que se debía a que, después de unas cuantas copas, me imaginaba un mundo a mi imagen, en el que yo desempeñaba un papel magnífico… Pietr era muy duro conmigo. Me trataba de
ruso asqueroso
. Usted no puede entenderlo. Nuestra abuela materna era rusa. Y, en casa, los rusos, sobre todo después de la guerra, pasaban por ser vagos, borrachos, ilusos.
»Hubo en aquella época unos disturbios fomentados por los comunistas. Mi hermano se puso a la cabeza de la corporación Ugala. Fueron a buscar armas a un cuartel y entablaron el combate en plena ciudad. Yo tuve miedo… No era culpa mía. Tenía miedo. No podía dar un paso. Me metí en una taberna que había cerrado las puertas y bebí todo el tiempo que eso duró… Yo creía que mi destino estaba en ser un gran dramaturgo, como Chéjov, cuyas obras me sabía de memoria. Pietr se reía. "Tú… ¡Tú sólo serás un fracasado!", me decía. Y los disturbios, los tumultos y la vida descentrada duraron un año entero. Como el ejército no bastaba para mantener el orden, los habitantes formaban una especie de legión para defender la ciudad. Mi hermano, jefe de los Ugala, se convirtió en un personaje que aún los más formales se tomaban en serio. Todavía no le había asomado el bigote cuando ya se hablaba de él como de un futuro hombre de Estado de la Estonia liberada.
»Pero se restableció el orden y, con él, se descubrió un escándalo que hubo que sofocar. Al hacer cuentas, descubrieron que Pietr había utilizado la Ugala para su fortuna personal. Como miembro de varios comités, había manipulado todos los documentos. Tuvo que abandonar el país. Se fue a Berlín, desde donde me escribió para que fuera a reunirme con él. Allí es donde nos encontramos los dos.
Maigret observaba la cara demasiado animada del Letón.
—¿Quién hacía las falsificaciones?
—Pietr me enseñó a imitar cualquier escritura, me obligó a seguir un curso de química. Yo vivía en un cuartucho y él me daba doscientos marcos al mes. Unas semanas después, él se compraba un auto para pasear a sus queridas… Nos dedicábamos sobre todo a
lavar
cheques. Con un cheque de diez marcos, yo fabricaba otro de diez mil que Pietr colocaba en Suiza, en Holanda e incluso, una vez, en España… Yo bebía mucho. El me despreciaba, me trataba con maldad. Un día, sin quererlo, estuve a punto de hacer que lo atraparan, a causa de una falsificación menos lograda que las demás. Me golpeó con un bastón. ¡Y yo no dije nada! Seguía admirándolo, no sé por qué. Además, impresionaba a todo el mundo. En cierto momento, habría podido, de haberlo querido, casarse con la hija de un ministro del Reich… A consecuencia del cheque fallido, tuvimos que irnos a Francia, donde yo viví al principio en la Rue de l'Ecole-de-Médecine… Pietr ya no trabajaba solo. Se había unido a varias bandas internacionales. Viajaba mucho por el extranjero y cada vez me utilizaba menos a mí. A veces, sólo para las falsificaciones, porque yo había llegado a ser muy hábil en ese trabajo. Y me daba un poco de dinero. "¡Tú sólo sirves para beber, ruso asqueroso!", repetía.
»Un día me anunció que se iba a Estados Unidos para un asunto colosal que lo convertiría en millonario. Me ordenó que me instalara en la provincia porque, en París, la policía de extranjeros ya me había interrogado en varias ocasiones. "¡Todo lo que te pido es que estés
tranquilo
! ¡No es pedir demasiado, eh!" Al mismo tiempo, me encargó toda una serie de pasaportes falsos, y se los proporcioné. Me fui a Le Havre.
—Allí conoció a la que se convertiría en Madame Swaan.