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Authors: Edgar Rice Burroughs

Piratas de Venus (11 page)

BOOK: Piratas de Venus
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No podía explicarme de qué podría servirme la lanza para recoger tarel, pero no me olvidé ninguna de las armas que me mencionó, y cuando nos reunimos me entregó un saco provisto de una cuerda que había de colgarme a la espalda.

—¿Es para el tarel? —pregunté. Me dijo que sí.

—Pues, por lo visto, no confías en recoger mucho —observé.

—Acaso no obtengamos nada —repuso—. Si consiguiéramos llenar el saco entre los dos podríamos sentirnos satisfechos.

No dije nada más, pensando que era preferible aprender con la experiencia a seguir demostrando mi vergonzosa ignorancia. Si realmente el tarel era tan escaso, no tendría que afanarme mucho y ello me satisfacía. No es que sea perezoso, pero me gusta el trabajo cuando me obliga a tener los nervios en tensión.

Cuando estuvimos los dos listos, Kamlot inició la marcha escaleras arriba, cosa que me desconcertó, aunque no me aventuré a preguntarle nada más. Remontamos los dos pisos superiores y penetramos en una oscura escalera de caracol que conducía aún más alto, dentro del árbol. Continuamos ascendiendo cosa de unos cincuenta pies y al fin Kamlot se detuvo y vi que manipulaba algo en la parte de arriba.

De pronto surgió una ráfaga de luz que procedía de un orificio circular cerrado con una pesada puerta. Kamlot se deslizó por allí y yo seguí tras él. Fuimos a parar a una gruesa rama del árbol. Mi acompañante cerró con llave la puerta, empleando una llavecita. Entonces me di cuenta de que la puerta estaba recubierta de corcho, de tal manera que, una vez cerrada, hubiera sido difícil que nadie la descubriera.

Con una agilidad casi de mono, Kamlot trepó, mientras yo, de una manera parecida, le seguí, agradeciendo la menor gravedad de Venus, aunque fuera escasamente inferior a la de la Tierra, ya que mi naturaleza no fue nunca precisamente arbórea.

Después de ascender un centenar de pies, Kamlot pasó a un árbol contiguo cuyas ramas se entrelazaban con las del otro por el que habíamos trepado, y comenzó de nuevo la ascensión. De vez en cuando, el vepajano se detenía para escuchar, mientras íbamos pasando de una rama a otra, remontando mayor altura. Haría cosa de una hora que estábamos de marcha cuando se detuvo de nuevo, esperó que yo le alcanzase, me invitó al silencio llevándose un dedo a los labios.

—Tarel —susurró señalando hacia el follaje en dirección a otro árbol contiguo.

No comprendía yo porque había de susurrar y mis ojos siguieron la dirección indicada por el dedo. A una distancia de unos veinte pies descubrí algo que parecía una enorme tela de araña parcialmente oculta entre el follaje.

—Estáte preparado con la lanza —susurró Kamlot—. Pon la mano en la presilla y sígueme, pero no demasiado cerca. Puedes necesitar espacio para manejar la lanza. ¿Lo ves?

—No —confesé. Únicamente, veía aquella especie de gran tela de araña y no tenía la menor idea de qué pudiera ser.

—Ni yo tampoco, pero puede estar escondido y a veces atisba desde arriba para poderle coger a uno por sorpresa.

Aquello iba resultando más animado que recoger algodón en el Valle Imperial, aunque realmente no podía colegir de qué se trataba.

Kamlot no parecía excitado. Conservaba todo su aplomo, pero con una actitud cautelosa. Fue trepando lentamente hacia la tela de araña, con la jabalina dispuesta en la mano, y yo le seguí. Cuando pudimos verla plenamente, comprobamos que estaba vacía. Kamlot sacó la daga.

—Empieza a cortar —murmuró—. Corta cerca de la rama y sigue la tela en circunferencia. Yo empezaré desde el otro lado hasta que nos encontremos. Ten cuidado de no engancharte, especialmente si se nos presenta de pronto.

—¿Y no podríamos dar la vuelta? —pregunté. Kamlot pareció sorprendido.

—¿Y para qué? —contestó con cierta brusquedad.

—Para sorprenderla.

—¿Pero qué te crees que es?

—Una tela de araña.

—Es tarel.

Quedé desconcertado por la réplica. Había supuesto que el tarel estaba más allá de la tela de araña. Seguía tan desorientado como antes, pero al menos ahora sabía lo que era el tarel. Haría unos minutos que estábamos cortando cuando oí un ruido procedente de un árbol cercano. Kamlot también lo había oído.

—Ya viene —dijo—. ¡Alerta!

Envainó la daga y agarró la lanza. Yo seguí su ejemplo.

El ruido cesó. Nada se veía entre el follaje. De pronto, se oyó un crujido de ramas y apareció una faz a más de quince yardas. Era horrible. Parecía la de una araña de dimensiones gigantescas. Cuando se dio cuenta de que la habíamos descubierto, profirió un aullido aterrador, que sólo había escuchado otra vez en mi vida. En seguida reconocí al animal, su voz y su cabeza. Una bestia semejante fue la que había ahuyentado a mi perseguidor la primera noche que caí frente a la puerta de Duran.

—¡Prepárate! —me avisó Kamlot—. ¡Va a atacarnos!

Aun no había acabado de pronunciar estas palabras cuando la hedionda alimaña se abalanzó sobre nosotros.

Tenía el cuerpo y las piernas cubiertos de un pelo largo y negro, y sobre cada uno de sus ojos lucía una mancha amarilla del tamaño de un platillo. A medida que avanzaba iba profiriendo gritos terribles como si pretendiera paralizarnos de terror.

La lanza de Kamlot hizo un balanceo de atrás hacia adelante y la poderosa jabalina partió al encuentro de la alocada bestia, clavándose en su repulsivo caparazón, pero el animal no se detuvo y avanzó recto hacia Kamlot. Yo lancé a mi vez la jabalina que fue a clavársele en el costado. Ni siquiera esto lo contuvo y vi horrorizado como agarraba a mi compañero que se había desplomado sobre la rama en que se había apoyado. La horrible araña se le echó encima.

Para Kamlot y la araña no era cosa difícil moverse allí, ya que los dos estaban habituados, pero yo me hallaba en una posición muy precaria. Desde luego, las ramas del árbol eran enormes y las pequeñas se entrelazaban. Estaba muy lejos de sentirme seguro, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Si no había muerto, Kamlot estaba a punto de perecer. Saqué la espada, di un brinco hasta ponerme junto a la repugnante bestia, y comencé a acuchillarla como un loco en la cabeza. Entonces abandonó a Kamlot y se revolvió contra mí, aunque estaba ya seriamente herida y se movía con dificultad.

Mientras le acuchillaba la cabeza, vi aterrado que Kamlot yacía inerte, como muerto. No se movía. Pero casi no tuve tiempo para dirigir aquella mirada furtiva hacia mi compañero. De no haberme movido con presteza, también yo hubiera perecido. Aquel animal se revolvió de pronto, movido por una inesperada y feroz vitalidad. Sangraba copiosamente por sus muchas heridas y por lo menos dos de ellas debían de ser mortales, pero hacía esfuerzos para alcanzarme con los terribles garfios que remataban sus patas delanteras para atraerme a sus odiosas mandíbulas.

El sable vepajano es agudo y de dos filos, y un poco más ancho y grueso cerca del extremo y aunque no estaba para pensar en estos detalles, su golpe debía de ser mortal. Tuve ocasión de experimentarlo, pues cuando una de las garras del animal se adelantó para atraparme, le di un tajo que le seccionó de golpe. La alimaña bramó más aun y con un resto de energía saltó sobre mí igual que lo hacen las arañas sobre su presa. Volví a acuchillarla y me eché hacia atrás. Por último, le hundí el arma en su nauseabunda faz en el momento en que caía sobre mí.

Al sentir aquel peso, mi cuerpo resbaló en la gran rama en que estaba y empecé a caer. Por fortuna, las pequeñas ramas entrelazadas me proporcionaron algún apoyo, me agarré como pude y contrarresté mi caída, consiguiendo encaramarme en una gruesa rama plana, a unos diez o quince pies hacia abajo. Había conservado el sable y como no estaba herido volvía a encaramarme con la mayor presteza para salvar a Kamlot de nuevos ataques, pero no fue precisa mi ayuda. El gran targo, como llaman a esta horrible bestia, estaba muerto.

También lo estaba Kamlot. No tenía pulso ni el corazón le latía lo más mínimo. El mío se agitaba en el pecho. Había perdido un amigo, teniendo tan pocos como tenía, y me veía perdido en aquel laberinto. Comprendí que me sería imposible encontrar el camino para volver a Vepaja, pero mi vida dependía de ello y tenía que hacer cuanto estuviera en mis manos. Podía descender, pero no sabía si me hallaba aun sobre la población o no. Dudé.

Aquello era la recolección del tarel. Aquella era la ocupación que yo temí encontrar aburrida y monótona.

7. JUNTO A LA TUMBA DE KAMLOT

Como habíamos partido con la misión de recoger tarel, acabé el trabajo que Kamlot y yo teníamos casi ultimado cuando nos atacó el targo. Si conseguía volver a la ciudad, podría al menos llevar conmigo algo que justificase nuestros esfuerzos. ¿Pero qué haría de Kamlot? La idea de abandonar el cadáver allí, me repugnaba. A pesar de lo reciente de nuestra amistad, había llegado a sentir simpatía por él considerándolo un amigo. Sus compatriotas me trataron cordialmente y lo menos que podía hacer era transportar su cadáver hasta la ciudad. Comprendí, desde luego, que la empresa iba a ser dura, pero tenía que hacerlo. Por fortuna, mi musculatura es fuerte y además la gravedad de Venus me favoreció más que si hubiera estado en la Tierra proporcionándome una ventaja de unas veinte libras en el peso del muerto que había de trasportar y aún más en mi propio peso, ya que era superior al de Kamlot.

Con menos dificultad de lo que supuse al principio, conseguí echarme a la espalda el cadáver de Kamlot y lo sujeté con la cuerda de su jabalina. Antes le ajusté las armas, utilizando fibras de tarel de las que llevaba en mi saco, ya que, como desconocía las costumbres del país, no sabía exactamente lo que debía hacer en caso parecido y preferí pecar de más.

La experiencia que sufría durante las siguientes diez o doce horas constituye una pesadilla que desearía olvidar para siempre.

El contacto del cuerpo desnudo y muerto de mi compañero era bastante repelente, pero aun resultaba más desagradable verme sumido en aquel mundo extraño y absurdo. Pasaron horas y horas en continuo descenso. Sólo me detenía brevemente cuando el peso parecía aumentar hasta hacerse insufrible. En vida, Kamlot debía de pesar unas ciento ochenta libras de la Tierra y en Venus unas ciento sesenta, pero mientras la selva se iba oscureciendo habría jurado que pesaba una tonelada.

Tan fatigado me sentía que tenía que moverme muy lentamente, cambiando a cada momento la posición de las manos y pisando con cuidado, asegurándome de que mis músculos respondía a la misión de soportar la carga, pues un paso en falso o un instante de flaqueza podrían sumirme en la eternidad. La muerte se cernía sobre mí.

Me pareció como si hubiese descendido millares de pies y aun no había vislumbrado rastro alguno de la población. Varias veces escuché rumor de animales que se movían entre los árboles y dos veces escuché el grito escalofriante de un targo. Si uno de aquellos monstruos me atacase... Bueno, mejor era no pensar en ello. En cambio, procuré saturar mi mente con el recuerdo de mis amigos de la Tierra; recordé mi infancia en la India, donde estudié bajo la dirección del viejo Chand Kabi; pensé en Jimmy Welsh y me vino a la memoria la silueta de unas muchachas que me gustaron y con algunas de las cuales casi llegué a intimar seriamente. Esto último me hizo recordar a la joven del jardín del Jong y la visión de la otras se borró prestamente. ¿Quién sería aquella mujer? ¿Qué rara prohibición gravitaba sobre ella para que no pudiera verla ni hablarle? Me dijo que me odiaba, pero tuvo que escuchar de mis labios que yo la amaba. Ahora aquella escena me parecía ingenua. ¿Cómo iba a amar yo a una muchacha la primera vez que la veía y de la que nada sabía, ni de su edad ni su nombre? Sería absurdo, pero era cierto. Amaba a la incógnita belleza que se escondía en aquel jardincillo.

Tal vez fueron estas cavilaciones que me hicieron ser negligente. No estoy seguro. Pero pensaba en todas aquellas cosa cuando mi pie resbaló. Ya era de noche. Traté de agarrarme a algún objeto, pero el peso de mi cuerpo y el cadáver que transportaba me hicieron tropezar y nos zambullimos en las tinieblas. Sentí el frío del muerto que me rozaba las mejillas.

No fuimos a parar muy lejos. Nos detuvimos de pronto, contenidos por algo blando que nos balanceó a los dos, vibrando como una red de seguridad de las que utilizan los gimnastas en los circos. A la débil claridad de la noche amtoriana comprobé lo que había ocurrido. Como había supuesto, había caído entre las redes de una de las feroces arañas de Amtor.

Traté de arrastrarme para asirme a alguna rama y soltarme de aquella red, pero con mis movimientos sólo conseguí engancharme más. La situación era horrible, pero unos instantes después se hizo aun peor. Al mirar a mi alrededor, descubrí en un borde lejano de la tela un targo enorme y repulsivo.

Saqué el sable y comencé a cortar las fibras de la red, mientras la feroz araña se deslizaba lentamente hacia mí. Recuerdo que en aquellos momentos pensé si la mosca enganchada en la pegajosa tela pude sufrir las mismas angustias que se apoderaron de mí al darme cuenta de la inutilidad de mis esfuerzos para huir de tan mortífera trampa. El terrible monstruo seguía avanzando para devorarme. Al menos tenía yo una ventaja sobre la mosca. Disponía de un sable y de una inteligencia. No me sentía tan desamparado como el pobre insecto.

El targo se iba acercando cada vez más. Yo no proferí grito alguno. Debía sentirse seguro el animal de que yo no podría escapar y por ello no debía preocuparse en paralizarme por el terror. A una distancia de diez pies, cargó sobre mí corriendo velozmente con sus ocho peludas patas. Yo la esperé con la punta de mi sable.

No fue cuestión de destreza, sino de pura suerte. La punta del arma penetró en el cerebro de la alimaña. Cuando la vi derrumbarse inerte a mi lado, apenas si mis ojos podían creerlo. Me había salvado.

En el acto me puse a cortar fibras de tarel, y al cabo de unos minutos me vi liberado y me deslicé a una rama contigua. El corazón me latía aceleradamente y me sentía agotado. Descansé un cuarto de hora para continuar luego el incesante descenso en la penumbra del temible bosque.

Me era imposible prever qué otros peligros podían aguardarme. Sabía que existían otros muchos animales en la selva gigantesca. Aquellas potentes telas de araña, capaces de resistir el peso de un oso, no estaban trazadas sólo para la caza del hombre. Durante el día anterior, tuve oportunidad de atisbar, de vez en cuando, pájaros enormes, los cuales, si eran carnívoros, debían de constituir una amenaza seria para el targo. Pero no eran ellos los que me aterraban en aquellos instantes, sino el ambiente tenebroso que envuelve de noche todos los bosques.

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