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Authors: Edgar Rice Burroughs

Piratas de Venus (13 page)

BOOK: Piratas de Venus
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—Parece encolerizado —observé—. Pero si queremos comer, no tendremos más remedio que matarlo primero. ¿Y cómo vamos a conseguirlo si nos quedamos en el árbol?

—Yo no pienso quedarme aquí— repuso Kamlot—. Pero tú si te quedarás. No sabes cómo se cazan esos animales y no sólo parecerías tú, sino yo también. Quédate donde estás y yo me las entenderé con el basto.

Aunque el plan no me satisfacía, tuve que reconocer que Kamlot sabía más que yo de las cosas de Amtor y contaba con más experiencia, por lo que accedí a sus deseos. No obstante, me mantuve alerta para ayudarle si las circunstancias lo requerían.

Con gran sorpresa mía, arrojó al suelo la lanza y en su sustitución se armó con una larga rama provista de hojas que cortó del árbol antes de bajar para enfrentarse con el enfurecido basto. No bajó directamente para colocarse frente al animal, sino que dio un rodeo entre las ramas del árbol antes de descender, después de advertirme que atrajera la atención de la bestia, lo que conseguí gritando y agitando las ramas.

De pronto, vi horrorizado que Kamlot se situaba a una docena de pasos detrás del animal, armado únicamente con el sable y la vara cortada del árbol, que llevaba en la mano izquierda. No lejos de donde se hallaba el encolerizado animal, estaba la lanza, en el suelo. La situación de Kamlot resultaba bastante temeraria, caso de que el basto le descubriera antes de alcanzar un árbol. Al darme cuenta de ello redoblé mis esfuerzos para atraer la atención del animal hasta que me indicase Kamlot que cesara.

Llegué a sospechar que se había vuelto loco al oírle llamarme a gritos, lo cual atrajo la atención del basto hacia él anulando mis esfuerzos para atraer la mirada de la bestia sobe mí. En el momento en que Kamlot me llamó, el basto volvió la cabeza y sus salvajes ojos le descubrieron. Viró en redondo y se quedó un instante inmóvil contemplando la temeraria silueta que se erguía ante su mirada. Después emprendió el trote hacia él.

Ya no esperé más, y salté al suelo con la intención de atacar a la bestia por detrás. Lo que ocurrió después fue tan rápido que pasó antes de que pueda contarse. Al precipitarme yo hacia el animal, vi como éste bajaba la testuz y se arrancaba recto contra mi compañero, que se mantuvo inmóvil con el sable en una mano y la rama en la otra.

De pronto, en el momento preciso en que creí que el animal iba a cogerle con sus poderosos cuernos, sacudió la vara cubierta de hojas ante él y se ladeó ligeramente a la vez que dirigía la aguda punta del sable de arriba abajo, hacia la parte izquierda del lomo de la bestia. El acero se incrustó hasta la empuñadura en el corpachón del animal.

El basto se paró en seco, extendiendo las patas. Después se tambaleó y acabó por abatirse al suelo, a los pies de Kamlot. Estaba yo a punto de proferir un grito de admiración cuando levanté la mirada hacia lo alto. No sé qué impulso atrajo mi atención hacia allí. Tal vez fuera esa voz inaudible que llamamos a veces sexto sentido. Lo que vi me hizo olvidar la proeza de Kamlot.

—¡Dios santo! —exclamé en ingles.

Y añadí luego en lenguaje amtoriano:

—¡Mira, Kamlot! ¿Qué es eso?

8. A BORDO DEL SOFAL

Cerniéndose sobre nosotros vi unos bultos que al principio me parecieron enormes pájaros, pero que pronto identifiqué, a pesar de mi incrédulo impulso, como hombres alados. Iban armados con sables y dagas y cada uno llevaba una larga cuerda de cuyo extremo colgaba un lazo de alambre.

—¡Voo klangan! —gritó Kamlot, (¡Los hombres-pájaros!) Aún no había acabado de hablar Kamlot, cuando cayeron sobre cada uno de nosotros un par de lazos. Tratamos de desembarazarnos de ellos, golpeándolos con los sables pero las hojas de metal no castigaban lo más mínimo a la dureza del alambre y las cuerdas a que estaban atados se hallaban fuera del alcance de nuestras manos. Mientras nos debatíamos fútilmente para liberarnos, los klangan descendieron al suelo, poniéndose un par de ellos a ambos lados de cada uno de nosotros. Nos tenían tan bien cogidos que no cabía la esperanza de huir. Estábamos cazados igual que reses sujetas por los lazos de los cow-boys. El quinto angan se nos acercó con el sable desenvainado y nos desarmó. Tal vez debiera haber explicado que la voz “angan” es singular; “klangan” es el plural. Los plurales se forman en el idioma amtoriano añadiendo el prefijo “kloo” a aquellas palabras que comienzan por consonante y añadiendo “kl” a las que comienzan por vocal.

Nuestra captura se había realizado con tanta presteza y tanta habilidad que necesitó muy poco esfuerzo de los hombres-pájaros sin que tuviéramos ni tiempo para reponernos del asombro que nos había producido su aparición. Ahora recuerdo que ya antes había oído hablar a Danus de Voo klangan en más de una ocasión, pero creí que se refería a aves de rapiña o algo por el estilo. Poco podía imaginarme entonces lo que realmente eran tales seres.

—Me parece que ha llegado nuestra última hora —observó Kamlot, sombríamente.

—¿Qué harán con nosotros? —inquirí.

—Pregúntaselo a ellos.

—¿Quienes sois? —nos dijo uno.

La verdad es que me sorprendió oírle hablar, aunque realmente de nada podía asombrarme ya.

—Yo soy extranjero y vengo de un mundo distinto —le dije—. Ni mi amigo ni yo tenemos nada contra vosotros. Dejadnos marchar.

—Estás perdiendo el tiempo —me aconsejó Kamlot.

—Sí que lo está perdiendo —asintió el angan—. Vosotros sois vepajanos y tenemos orden de llevar al barco a todos los que encontremos de vuestra nacionalidad. Tú no pareces vepajano —añadió contemplándome de pies a cabeza—, pero tu compañero sí.

—De todos modos, no eres thorista, y por tanto te hemos de considerar enemigo —terció otro.

Nos quitaron los lazos y nos pasaron cuerdas por el cuello y por debajo de los brazos. Luego, dos klangan cogieron las cuerdas que maniataban a Kamlot y otros dos hicieron igual conmigo. Desplegaron sus alas y levantaron el vuelo, llevándosenos.

Mientras volaban entre los árboles, nuestros cuerpos estaban suspendidos a pocos pies del suelo, ya que el bosque tenía una baja bóveda de ramaje. Los klangan hablaban mucho entre ellos, riendo y cantando muy satisfechos, al parecer, de su hazaña. Tenían una voz suave y melodiosa y sus canciones recordaban vagamente los cantos religiosos de los negros, coincidencia que podía haberme sugerido el color de su piel, que era muy oscura.

Nos llevaron volando a una considerable distancia, que yo no hubiera podido concretar. Estuvimos volando en el aire más de ocho horas, y cuando la espesura del bosque lo permitía, volaban a gran velocidad. Parecía que no se cansaban, si bien Kamlot y yo estábamos materialmente exhaustos mucho antes de llegar a nuestro destino. Las cuerdas que nos ataban por debajo de los brazos, cortaban nuestras carnes y esto contribuía a empeorar nuestro estado y no lo mejoraban los incesantes esfuerzos para agarrarnos a las cuerdas de arriba y conseguir, en agónica posición, sostener todo el peso del cuerpo con las manos.

Pero todo acaba y también acabó aquel horrible viaje. De pronto abandonamos la zona forestal y volamos sobre un bonito y bien guarecido puerto. Por primera vez contemplé las aguas de un mar de Venus. Entre los dos puntos de la entrada del puerto, se adentraba éste perdiéndose a lo lejos, misterioso, intrigante, provocativo. ¿Qué extraña gente vivía en aquellas lejanas tierras? ¿Lo llegaría a saber algún día?

Mi atención se fijó en algo que estaba a la izquierda y que no había descubierto hasta aquel momento. Vi dos barcos anchados en las tranquilas aguas del puerto. Fue hacia uno de ellos a donde nos llevaron nuestros opresores. Cuando nos acercamos lo suficiente vi que las naves diferían poco, en la forma del casco, de las de la tierra. Tenían la popa muy alta y la proa era aguda y se extendía como la curva línea de una cimitarra. Eran largas y estrechas de manga, como si en su construcción se hubiera pensado particularmente en la velocidad. ¿Pero cómo se movían? No tenían mástiles ni velas, ni imbornal, ni chimeneas. En la popa había dos casetas ovaladas, la menor descansando sobre la mayor, y sobre la pequeña se levantaba una torreta, también ovalada, rematada por un minarete. Tanto las casetas como la torrecilla tenían puertas y ventanas. Según nos íbamos acercando, divisé en cubierta cierto número de escotillas abiertas y gente de pie en los pasillos que rodeaban la torrecilla, en la caseta grande y en la cubierta principal. Estaban observando nuestra llegada.

Así que estuvimos sobre la cubierta, nos vimos rodeados por una horda vociferante. Un individuo que juzgué oficial de la nave, ordenó que nos desataran y mientras cumplían sus instrucciones, interrogó a los klangan.

Todos aquellos individuos se parecían tanto en el color como en el tipo a los vepajanos, pero ofrecían un aspecto más duro y menos inteligente. Muy pocos eran agraciados. Entre ellos descubrí diferencias de edad y signos de enfermedades, los primeros que había visto desde mi llegada a Amtor.

Cuando nos hubieron quitado las ligaduras, el oficial nos mandó que le siguiéramos después de encargar a cuatro sujetos de aspecto patibulario que nos escoltasen. Avanzamos así y remontamos la torrecilla situada sobre la caseta más pequeña. Una vez allí, nos dejó fuera y él se adentró en el interior. Los cuatro vigilantes nos observaban con expresión maligna.

—Vepajanos, ¿eh? —se burló uno de ellos—. Os creéis superiores a los demás, ¿verdad? Ya os daréis cuenta pronto de que no lo sois en el País Libre de Thora. Aquí todos somos iguales. No sé para qué os buscan tanto. Si estuviera en mis manos hacerlo, os daría una buena dosis de esto.

Y al hablar así, dio unos golpecitos en el arma que pendía de su cinturón.

Aquella arma sugería la idea de una pistola y en seguida supuse que se trataba de uno de aquellos curiosos artefactos que arrojaban los mortíferos rayos que me había descrito Kamlot.

Estaba a punto de rogar a aquel individuo que me lo dejara examinar cuando volvió a salir el oficial del interior de la torrecilla y ordenó al guardián que nos hiciera entrar.

Nos llevaron a una estancia en la que había un hombre sentado, de aspecto poco tranquilizador. En su rostro había una sonrisa burlona, la sonrisa típica del ser inferior ante el superior, tratando de ocultar su inferioridad, pero sin conseguir otra cosa que poner de manifiesto el complejo de la misma. Presentí que no iba a congeniar con él.

—Dos klooganfal más —exclamó (ganfal quiere decir criminal)—. Dos bestias más de las que querían aplastar al proletario... Pero no lo conseguisteis, ¿eh? Ahora somos nosotros los amos y ya os daréis cuenta de ello antes de llegar a Thora. ¿Alguno de vosotros es médico?

—Yo, no —repuso Kamlot.

El individuo que tomé por el capitán del barco fijó los ojos en mí y me miró detenidamente.

—Tú no eres vepajano —me dijo—. ¿De dónde eres? Nunca habíamos visto un hombre con el pelo amarillo y los ojos azules.

—Para ti debo ser vepajano —repliqué—, ya que es la única nación de Amtor donde he estado.

Mi interlocutor se mostraba curioso.

—¿Por qué dices para mí? —insistió.

—Porque lo que tú puedes creer tiene poca importancia en este caso.

Me desagradaba de veras aquel sujeto y cuando una persona me desagrada, me resulta difícil ocultarlo. No tuve interés alguno en falsear mis sentimientos en aquellos instantes.

—Conque poca importancia, ¿eh? —gritó incorporándose.

—Siéntate —le aconsejé—. Aquí estás para cumplir las órdenes que has recibido, o sea llevar vepajanos a tu país. A nadie le importa tu opinión, pero creo que vas a tener muchos disgustos si no nos llevas sanos y salvos.

Una conducta más diplomática hubiera contenido mi lengua, pero yo nunca he sido diplomático, especialmente cuando me enfado y en aquellos momentos me sentía disgustado y colérico porque había algo en la actitud de toda aquella gente que provocaba mi indignación. Además, sabía por la fragmentaria información que había obtenido de Danus y por las observaciones de los marinos, que aquel individuo nos hubiera matado a gusto, pero que abusaría de su autoridad si nos hacía daño alguno. De todos modos, comprendí que corría un albur y esperé con interés del efecto que pudieran producir mis palabras. Las recibió como un perro furioso al que se golpea, pero se contuvo.

—Ya trataremos de eso más adelante —bramó volviéndose hacia un libro que se hallaba sobre la mesa—. ¿Cómo te llamas? —preguntó encarándose con Kamlot.

—Kamlot de Zar —repuso mi compañero.

—¿Qué profesión tienes?

—Cazador y escultor de madera.

—¿Eres vepajano?

—Sí.

—¿De qué ciudad de Vepaja?

—De Kooaad —repuso Kamlot.

—¿Y tú? —continuó el oficial, dirigiéndose a mí.

—Carson de Napier —repuse, utilizando la fórmula amtoriana—. Soy vepajano de Kooaad.

—¿De profesión?

—Aviador —contesté, utilizando la palabra y pronunciación inglesa.

—¿Qué? —preguntó—. No conozco ese oficio.

Trató de escribir la palabra en el libro después de haber intentado pronunciarla, pero no consiguió ninguna de las dos cosas, ya que en el lenguaje amtoriano no existen muchos de los sonidos que hay en el inglés.

Por último, para ocultar su ignorancia, escribió lo que le pareció y que sin duda no había de descifrar. Luego volvió a mirarnos.

—¿Eres médico?

—Sí —repuse.

Entonces hizo la anotación en el libro, a la vez que yo guiñaba el ojo a Kamlot disimuladamente.

—Lleváoslos —ordenó el capitán—. Y tened cuidado con éste. Es médico.

Nos llevaron a la cubierta principal, entre las burlas y abucheos de la tripulación allí congregada. Vi como retozaban los klangan con la cola de plumas erecta. Al divisarnos, señalaron a Kamlot y les oí decir a algunos de los marinos que era el que había dado muerte al basto, de una estocada. La hazaña pareció despertar general admiración, lo que era lógico.

Nos hicieron entrar en una escotilla y fuimos a parar a un estrecho y oscuro recinto, mal ventilado, en el que había otros prisioneros. Algunos eran thoristas castigados por infracciones a la disciplina, y otros cautivos, como nosotros, y entre estos uno que reconoció a Kamlot llamándole en voz alta mientras descendíamos al calabozo.

—¡Jodades, Kamlot! —gritó utilizando el saludo amtoriano—. ¡Que la suerte te ayude!

—¡Ra jodades! —repuso Kamlot—. ¿Qué mala suerte te trajo aquí, Honan?

—Mala suerte es una expresión pobre —replicó Honan—. Mejor sería decir catástrofe. Los klangan merodeaban en busca de hombres y mujeres. Descubrieron a Duare y la persiguieron. Al intentar yo protegerla, caí cautivo.

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