Authors: Edgar Rice Burroughs
Aquel día se reunieron los Soldados de la Libertad durante el período de descanso del mediodía y como yo estaba dispuesto a una acción inmediata, hice correr la voz de que daríamos el golpe por la tarde, en el momento en que el trompeteo diera las siete. Como muchos de nosotros trabajábamos en la popa, cerca de la armería, nos preparamos para irrumpir en ella, encargándose Kiron de abrirla, caso de que estuviera cerrada. Otros habían de atacar a los soldados que se hallasen más cerca utilizando cualquier objeto que pudiera servirles de arma, o con los puños si no disponían de ninguno, arrebatándoles los sables y las pistolas. Cinco de nosotros teníamos que habérnoslas con los oficiales. La mitad de nosotros debíamos lanzar constantemente el grito de guerra: “¡Por la libertad!”, y la otra mitad se encargaría de arengar a los demás prisioneros y soldados para que se nos unieran. Era un plan insensato en el que sólo mentes desesperadas podían depositar confianza.
Se escogió las siete de la tarde porque a esta hora los oficiales estaban casi todos ellos congregados en la sala de guardia donde se les servía un ligero refrigerio. Hubiéramos preferido dar el golpe por la noche, pero temíamos que continuara la medida de encerrarnos abajo y nuestra experiencia con Anoos nos había enseñado que pudiera descubrir nuestra conspiración cualquier otro espía. Por esto no quisimos esperar más.
Tengo que confesar que mi excitación crecía por momentos, a medida que se iba acercando la hora. De vez en cuando, observaba a los otros partícipes de nuestra pequeña banda y en algunos de ellos también noté señales de excitación, mientras otros proseguían su trabajo con tanta normalidad como si no hubiera de ocurrir nada anómalo. Zog era uno de estos últimos. Trabajaba cerca de mí y nunca dirigía la mirada hacia el puente en que se hallaba la torrecilla, desde la que pronto sonaría la trompeta con sus notas fatales. Yo, en cambio, no podía apartar la mirada de allí. Nadie hubiera podido pensar que Zog estaba dispuesto a atacar a aquel soldado que rondaba cerca de él ni que la noche anterior había matado a un hombre. Estaba tarareando una canción mientras trabajaba.
Gamfor y, afortunadamente, también Kiron, estaban trabajando en la popa, barriendo la cubierta. Vi como Kiron procuraba acercarse cada vez más a la puerta de la armería. ¡Cuánto me hubiera gustado que Kamlot se hallase entre nosotros en aquel momento crucial! Podía haber sido un elemento valiosísimo para asegurar el éxito de nuestro golpe de mano, y, en cambio, ni siquiera sabía que tramábamos el ataque y que estaba a punto de recobrar la libertad.
Al mirar a mi alrededor, mis ojos tropezaron con los de Zog que, muy serio, me guiñó el ojo izquierdo. Con ello me indicaba que estaba preparado. Aunque aquel signo era en sí tan poca cosa, me prestó alientos. Durante la media hora última me había sentido muy solo.
Se aproximaba el momento crítico. Me acerqué más a mi guardián, de tal modo que me situé precisamente enfrente de él y de espaldas. Estaba yo bien seguro de lo que iba a hacer y confiaba en el éxito. Poco podía pensar aquel hombre que, al cabo de un minuto, acaso de unos segundos, quedaría tendido en cubierta como una masa inerte o que el prisionero a quien estaba vigilando llevaría su sable, su daga y su pistola, en el momento en que el toque de las siete vibrase suavemente entre las ondas tranquilas del mar amtoriano.
En aquel instante, estaba yo de espaldas a las casetas de cubierta y no pude ver el trompetero al salir de la torrecilla para dar la hora, pero sabía perfectamente que no tardaría mucho en destacarse su silueta en el puente. Sin embargo, cuando sonó la primera nota me sobresaltó tanto como si no la esperara. Presumo que sería a causa de la tensión nerviosa de los últimos momentos.
De todos modos, mi nerviosidad era puramente mental y no afectó en lo más mínimo a mis reacciones físicas. Cuando repercutió suavemente la primera nota en mis oídos, giré sobre mis talones y blandí el puño que fue a incrustarse en la mejilla de mi confiado guardián. Fue un golpe de los que se llaman de leñador. El guardián se desplomó y mientras yo me inclinaba sobre su cuerpo para apoderarme de sus armas, surgió el estruendo en cubierta. Los alaridos, maldiciones y gemidos, se mezclaban confusamente y en medio de todo destacaba el grito de guerra de los Soldados de la Libertad. Mi banda había dado el golpe, y lo había dado bien.
Escuché por vez primera el estridente silbido de las armas de fuego amtorianas. ¿Habéis visto funcionar un aparato de rayos-X? Pues era algo parecido, pero mucho más agudo y siniestro. Arranqué del cinturón de mi abatido guardián el sable y la pistola, sin tiempo para quitarle la correa. Ahora tenía que enfrentarme con la escena que tanto esperaba. Vi como el vigoroso Zog arrebataba el armamento a un soldado y luego levantaba su cuerpo en vilo y lo arrojaba por la borda. Evidentemente, Zog no tenía tiempo para hacer prosélitos.
Ante la puerta de la armería se desarrollaba una batalla. Algunos de los nuestros querían entrar y unos soldados disparaban contra ellos. Corrí hacia allí. Un soldado me cortó el paso y escuché el silbido de los mortíferos rayos que debieron de pasar muy cerca de mí. Tenía que estar muy nervioso o era un mal tirador, pues no me acertó. Le apunté con mi arma y apreté el botón. El soldado se desplomó sobre la cubierta con un orificio en el pecho y yo seguí corriendo. La lucha se desarrollaba ante la puerta de la armería, cuerpo a cuerpo, con sables, dagas y puños. Los componentes de ambos bandos estaban tan mezclados que nadie se atrevía a utilizar las armas de fuego, por temor de herir a un camarada.
Me lancé en medio de aquella vorágine. Me puse la pistola en el cinto y agredí con el sable a un individuo de aspecto brutal que se disponía a acuchillar a Honan. Luego agarré a otro por el pelo y lo arrastré apartándolo de la puerta y llamé a Honan para que acabara con él. Yo no tenía tiempo para clavar y desclavar el sable. Lo que deseaba era penetrar en la armería a fin de ponerme al lado de Kiron y auxiliarlo. Oía como mis hombres proferían incesantemente nuestro grito de guerra “¡Por la libertad!” y arengaban a los soldados para que se unieran a nosotros. Tenía la impresión de que todos los prisioneros lo habían hecho ya. Otro soldado interceptó mi paso. Pero estaba de espaldas. Me disponía a agarrarlo para entregárselo a Honan o a sus compañeros, cuando le vi hundir la daga en el cuerpo de otro soldado a la vez que gritaba: “¡Por la libertad!”. Al menos habíamos conseguido un converso. Aunque en aquellos momentos yo no lo sabía, la verdad era que muchos se nos habían unido ya. Cuando conseguí entrar, al fin, en la armería, encontré a Kiron que estaba distribuyendo armas tan deprisa como podía. Muchos de los amotinados se encaramaban a las ventanas de la estancia, a fin de obtener armas, y Kiron les entregaba sables y pistolas para que se encargasen de distribuirlos en cubierta.
Al comprobar que allí todo se desarrollaba perfectamente, reuní un grupo de hombres y me precipité hacia la escalerilla para subir a la cubierta principal, desde la que los oficiales disparaban contra los amotinados y cabría también decir que contra su propia gente. Este proceder despiadado y estúpido fue una de las causas que decidió a muchos a unirse a nosotros. Casi el primero de nuestro grupo que encontré arriba fue Kamlot. Llevaba el sable en una mano y la pistola en la otra, y en aquel momento estaba disparando contra un grupo de oficiales que intentaban llegar a la cubierta del centro para ponerse al frente de sus soldados leales.
Me dio un vuelco al corazón al ver de nuevo a mi amigo, y mientras corría a su lado y abría fuego contra los oficiales, me dedicó una rápida sonrisa de bienvenida.
Tres de los cinco oficiales que se enfrentaban con nosotros habían caído ya y los dos restantes se lanzaron a la escalerilla para subir al puente de mando. Detrás de nosotros se agolpaban más de veinte amotinados ansiosos de alcanzar aquel puente en el que los oficiales supervivientes se habían congregado en busca de refugio. Los amotinados que se precipitaban hacia aquel lugar crecían por momentos. Kamlot y yo tratamos de abrirnos paso, pero cuando estábamos al pie de la escalerilla, el turbión humano se desbordó y se lanzó furioso contra los oficiales.
Carecían de todo control y como eran pocos los genuinos componentes de la banda de los Soldados de la Libertad, los más desconocían quien era su jefe, lo que dio como resultado que cada uno obrara por cuenta propia. Yo hubiera deseado proteger a los oficiales y tal era mi intención, pero fue inútil pretender evitar la orgía de sangre y la desproporcionada pérdida de vidas humanas.
Los oficiales se defendían como fieras, de espaldas a la pared, e hicieron una gran matanza entre los rebeldes, pero fueron al fin dominados por la superioridad numérica. Cada soldado y cada marino parecían tener un resentimiento particular con alguno de los oficiales o con todos ellos, y dominados por una furia salvaje asaltaron una y otra vez el último reducto, que era la torrecilla ovalada del puente de mando.
Cuando un oficial caía herido o muerto, era arrojado por la baranda a la cubierta, donde aguardaban voluntarios para arrastrarlo hasta la borda y arrojarlo al mar. Por fin consiguieron los amotinados asaltar la torrecilla, desde la que, después de acuchillarlos, arrojaron a los restantes oficiales a la cubierta principal o a la de más abajo, en la que esperaba una multitud aterradora y ululante.
El capitán fue el último que arrancaron del refugio. Lo hallaron escondido en un armario de su camarote. Su presencia provocó un clamor de odios y de furia como nunca creí poder escuchar. Kamlot y yo estábamos cerca, presenciado, sin poder impedirlo, aquel último holocausto de rencores. Vimos como destrozaban materialmente al capitán y lo arrojaban al mar.
Con aquella muerte acabó la batalla. El barco estaba en nuestro poder. Mi plan había triunfado, pero, de pronto, surgió en mi mente la idea de que había echado sobre mí la responsabilidad de poder y que acaso no conseguiría imponerme. Apreté el brazo de Kamlot.
—Sígueme —le dije encaminándome hacia la cubierta central.
—¿Cómo va a acabar todo esto? —preguntó Kamlot mientras nos abríamos paso entre los excitados rebeldes.
—En mi plan contaba con el motín, pero no con esta matanza —repuse—. Ahora hemos de intentar imponer el orden.
Mientras me dirigía a la cubierta central, procuré ir recogiendo el mayor número de auténticos adheridos a la banda de los Soldados de la Libertad, y cuando llegué, al fin, a donde deseaba, los reuní a mi alrededor. Entre los amotinados descubrí el trompetero que había señalado, sin darse cuenta de ello, la hora de nuestra rebelión y le ordené que diera la señal con la trompeta para que todo el mundo se reuniera en la cubierta central. No sabía yo si obedecerían o no la orden, pero es tan fuerte el hábito de la disciplina entre los hombres acostumbrados a ella que tan pronto escucharon la llamada comenzaron a concentrarse en aquel lugar de la nave, irrumpiendo de todas partes.
Me encaramé a uno de los cañones y rodeado de mi fiel banda, anuncié que los Soldados de la Libertad se habían adueñado de la nave y que los que quisieran seguirnos habían de obedecer al vookor de la banda. Los otros serían desembarcados.
—¿Quién es el vookor? —preguntó un soldado al que reconocí como uno de los más crueles en el ataque a los oficiales.
—Yo —repuse.
—El vookor debe ser uno de nosotros —protestó.
—Carson fue el que planeó el levantamiento y lo llevó a buen fin —gritó Kiron—. Carson es nuestro vookor.
De las gargantas de mis incondicionales y un centenar de nuevos reclutas surgió un clamor de aprobación, pero muchos otros guardaron silencio o se pusieron a hablar en voz baja con los que estaban a su lado. Entre estos últimos se hallaba Kodj, el soldado que había hecho objeciones a mi jefatura, y comprendí que se estaba incubando una facción.
—Es necesario que todo el mundo vuelva a su puesto. El barco ha de seguir navegando y poco importa el que lo mande. Si hay algún problema sobre quién ha de ser el capitán, ya lo resolveremos después. Mientras tanto, yo soy el que ordena aquí. Kamlot, Gamfor, Kiron, Zog y Honan son mis lugartenientes y conmigo se encargarán del mando de la nave. Todas las armas deben ser inmediatamente entregadas a Kiron, en la armería, excepto las de los que, por estar encargados de la vigilancia, deban llevarlas.
—¡A mí nadie me desarma! —vociferó Kodj—. Tengo tanto derecho como cualquiera a llevar armas. Aquí todos somos hombres libres y yo no recibo órdenes de nadie.
Zog, que se había ido acercando mientras hablaba, le agarró por la garganta con una de sus manazas y con la otra le arrancó el cinturón.
—Tú acatas las órdenes del nuevo vookor o te tiro de cabeza al mar —gritó mientras le despojaba de su armamento y se lo entregaba a Kiron.
Reinó un breve silencio y la situación se hizo tensa, casi amenazadora. De pronto, uno soltó una carcajada y gritó:
—A mí no me hace gracia la idea de que me desarmen... como a Kodj.
Aquella salida produjo la hilaridad general y comprendí que, al menos por el momento, el peligro había pasado. Adivinando Kiron que el instante era propicio, ordenó a todos que bajasen a la armería a depositar sus armas, y los primitivos componentes de la banda que habían sobrevivido, se encargaron de escoltarlos.
Una hora antes de amanecer, el orden y la rutina de a bordo parecían restablecidos, Kamlot, Gamfor y yo nos reunimos en el cuarto de derrota de la torrecilla. El otro barco se veía algo alejado y nos pusimos a discutir los medios que podíamos poner en práctica para capturarlo sin derramamiento de sangre y rescatar a Duare y otros vepajanos prisioneros. Esta idea nació en mi mente desde que empecé a concebir el plan de adueñarnos de nuestra nave y fue lo primero que ansió Kamlot después que conseguimos aquietar a la gente de a bordo y restablecer el orden, pero Gamfor se mostraba francamente escéptico sobre la viabilidad del proyecto.
—A la gente de a bordo no le interesa la suerte de los vepajanos —nos recordó— y no les hará gracia la idea de exponer la vida y arriesgar la libertad que acaban de conseguir en una aventura que no significa nada para ellos.
—¿Tú qué opinas, personalmente? —le pregunté.
—Yo estoy dispuesto a obedecer —repuso— y haré todo lo que me ordenes. Pero yo soy sólo uno y tienes que consultar la opinión de doscientos hombres.
—Así debe ser —intervino Kamlot con tono aliviado.