Authors: Edgar Rice Burroughs
Los nombres tienen su importancia. Desde el primer momento, por ejemplo, me gustó el de nuestro barco, Sofal. Acaso fuera la psicología inherente a este nombre lo que me sugirió el oficio que iba a iniciar. Quiere decir “matador”. “Fal” es un verbo que significa matar. El prefijo “so” tiene el mismo valor que nuestro “or” Por tanto, Sofal quiere decir “matador”. La palabra “vong” significa en amtoriano “defender”, y Sovong, el nombre de nuestra primera presa, significa “defensor”, pero el Sovong no había sabido honrar a su nombre.
Estaba aún pensando en esas tonterías para tratar de olvidar a Duare, cuando se me acercó Kamlot y yo decidí aprovechar la ocasión para hacerle algunas preguntas sobre las costumbres de Amtor que regulaban las relaciones entre hombres y mujeres. Comenzó él a tratar del asunto, preguntándome si había visto a Duare.
—La he visto —repuse—, pero no comprendo su actitud. Me ha dado a entender que constituía casi un crimen que yo la mirase.
—En circunstancias ordinarias, así es —contestó Kamlot—, pero, como te he explicado ya, lo que ha sucedido reduce temporalmente la importancia de ciertas leyes y costumbres venerables en Vepaja... Las jóvenes vepajanas llegan a su mayoría de edad a los veinte años y hasta entonces no pueden unirse a hombre alguno. La costumbre, que tiene casi la misma fuerza que la ley, impone aún mayores restricciones a las hijas del Jong. No deben hablar, ni siquiera ver a ningún hombre, salvo sus parientes y unas cuantas personas de confianza, bien seleccionadas, hasta que cumplen los veinte años. Si faltan a esta prescripción acarrean la desgracia para ellas y la muerte para el hombre.
—¡Qué ley tan absurda! —comenté sin comprender todo el significado que había de tener ante los ojos de Duare mi trasgresión.
Kamlot se encogió de hombros.
—Será una ley muy absurda —dijo—, pero es ley y en el caso de Duare su cumplimiento significa mucho para todos nosotros porque es ella la esperanza de Vepaja.
No era la primera vez que había oído a Kamlot juzgar así a la joven, pero no acababa de comprender su sentido.
—¿Qué quieres decir al afirmar que es la esperanza de Vepaja? —pregunté.
—Mintep no tiene más hijos que ella. No tuvo hijos varones, aunque cien mujeres procuraron darle un hijo. La dinastía se acaba si Duare no tiene un hijo, y para tenerlo es esencial que el padre sea del suficiente rango para ser el padre de un Jong.
—¿Y han designado ya quién ha de ser?
—Desde luego, no —repuso Kamlot—. No se abordará el asunto hasta que Duare haya cumplido los veinte años.
—¡Y tiene aun sólo diecinueve! —observé dejando escapar un suspiro.
—Así es —asintió Kamlot mirándome fijamente—, pero hablas como si se tratara de algo trascendental para ti.
—¡Claro que es trascendental! —admití.
—¿Qué quieres decir? —inquirió.
—Que he de casarme con Duare.
Kamlot dio un brinco y empuñó su sable. Era la primera vez que le veía tan excitado y llegué a temer que me matara en el acto.
—¡Defiéndete! —gritó—. No puedo matarte a sangre fría.
—¿Y por qué pretendes matarme? —pregunté—. ¿Es que te has vuelto loco?
La punta del sable de Kamlot se abatió lentamente.
—No quiero matarte —repuso con cierta tristeza y sobreponiéndose a su excitación—. Eres mi amigo y me has salvado la vida dos veces. Preferiría matarme yo, pero lo que acabas de decir merece ese castigo.
Me encogí de hombros. Todo aquello me resultaba incomprensible.
—¿Y qué he hecho para merecer la muerte? —insistí.
—Pretender casarte con Duare.
—En el mundo de donde procedo se mata a los hombres por no querer casarse, en determinadas circunstancias, con una mujer —le dije—. Y puedes matarme, pues te he confesado la verdad.
Mientras Kamlot me amenazaba de aquella manera, yo permanecí sentado ante la mesa de mi camarote y no me levanté, pero luego me incorporé y me enfrenté con él. Dudó un momento y se me quedó mirando. Por último volvió a envainar el sable.
—¡No puedo! —exclamó sordamente— Que mis antepasados me perdonen. No puedo matar a mi amigo. Hay que reconocer que tu actitud es menos condenable, pues ignoras nuestras costumbres. A veces me olvido de que procedes de un mundo distinto al nuestro. Pero ahora que me he hecho cómplice de tu crimen, perdonándotelo, contéstame a esta pregunta. ¿Qué te hace creer que has de casarte con Duare? Aunque te siga escuchando, no voy a aumentar mi culpa.
—Pretendo casarme con ella porque estoy seguro de amarla y adivino que ella casi me corresponde.
Al escuchar mi declaración, Kamlot dio muestras de sobresalto y horror.
—¡Eso es imposible! —gritó—. ¡Ella no ha podido verte antes y por tanto ignora los sentimientos de tu corazón y tus locos desvaríos!
—Te equivocas. Me había visto antes y conoce de sobra lo que tú llamas mis locos desvaríos —aseguré—. Le confesé mi amor en Kooaad y hoy se lo he vuelto a repetir.
—¿Y ella te escuchó?
—Se asustó —admití—, pero me escuchó. Después me amonestó y me obligó a salir de la estancia.
Kamlot dejó escapar un suspiro de consuelo.
—¡Al menos, ella no se ha vuelto loca! No acabo de comprender en que basas tu creencia de que pueda corresponder a tu amor.
—Sus ojos la traicionan, y lo que es más elocuente... No me ha denunciado sabiendo que me condenaba a muerte. Meditó sobre mi réplica y movió la cabeza.
—Todo esto es una gran locura —afirmó—. Sigo sin comprenderlo. Dices que hablaste con ella en Kooaad, pero eso me parece imposible. De todos modos, si la habías visto antes, ¿cómo prestaste tan poco interés por su suerte cuando supiste que estaba prisionera en el Sovong? ¿Por qué suponías que se trataba de mi novia?
—Porque no supe hasta hace pocos minutos que la joven que vi en el jardín de Kooaad era Duare, la hija del Jong.
Pocos días después, volví a hablar con Kamlot en mi camarote y cuando estaba charlando con él nos interrumpió un silbido de llamada a la puerta. Invité a entrar a quien fuese y se presentó uno de los vepajanos prisioneros que habíamos rescatado en el Sovong. No procedía de Kooaad, sino de otra población de Vepaja, y por eso ninguno de los otros vepajanos de a bordo sabía nada de él. Se llamaba Vilor y parecía un buen sujeto, aunque un poco taciturno.
Habíase mostrado muy interesado con los klangan y estaba a menudo con ellos, pero explicaba su interés el hecho de que era un hombre de estudios y deseaba conocer la idiosincrasia de los hombres-pájaros, a los que hasta entonces no había tenido ocasión de ver.
—He venido a rogarte que me nombres oficial del barco —explicó—. Me gustaría estar a tus órdenes y desempeñar cargos de responsabilidad en la expedición.
—Nuestra dotación de oficiales está completa —le contesté—. Tenemos todos los hombres que necesitamos. Además, si te he de hablar con franqueza, debo confesarte que no sé si reúnes las condiciones que se requieren para este cargo. Mientras llegamos a Vepaja, tendré ocasión de conocerte más a fondo y si te necesitara, contaría contigo.
—Me gustaría hacer algo. ¿No podría encargarme de la custodia de la Janjong hasta que lleguemos a Vepaja?
Se refería a Duare, cuyo título, compuesto de las palabras hija y rey, es sinónimo de princesa. Me pareció observar cierta excitación en el tono de su voz al formular este ruego.
—Ya está bien guardada —repuse.
—Me agradaría encargarme de ello —insistió—. Sería una prueba de amor y de lealtad hacia mi Jong, y podría hacer la guardia de noche. Generalmente, a nadie le gusta hacerla.
—No es preciso —corté secamente—. Ya está la guardia suficientemente organizada.
—La Janjong se encuentra en los camarotes de la segunda cubierta, ¿verdad? —preguntó.
Le contesté que sí.
—¿Y hay siempre un centinela?
—Siempre hay un hombre ante la puerta por la noche —afirmé.
—¿Sólo uno? —volvió a interrogar, como si le pareciera insuficiente.
—Como hay otros centinelas hemos juzgado suficiente uno solo ante la puerta. A bordo del Sofal, la Janjong no tiene enemigos.
Me expliqué su insistencia por la ansiedad que toda aquella gente mostraba por la seguridad de las reales jerarquías. Finalmente, Vilor renunció a insistir y se marchó rogándome que no dejara de acordarme de su ruego.
—Parece preocuparse de la tranquilidad de Duare más aun que tú —dije a Kamlot cuando Vilor hubo salido.
—Sí, ya lo he notado —repuso mi lugarteniente, pensativo.
—Nadie puede preocuparse tanto como yo por ella —dije—, pero no creo que sean precisas más precauciones.
—Ni yo tampoco —asintió Kamlot—. Ahora está bien protegida.
Olvidamos a Vilor y nos pusimos a hablar de otros asuntos. De pronto, escuchamos la voz del centinela apostado en la torrecilla:
—¡Voo notar! (Un barco)
Corrimos a la torrecilla de cubierta. El vigía había vuelto a anunciar la presencia de una nave desconocida. Efectivamente, hacia estribor se distinguía la silueta de una nave en el horizonte.
Por una razón que aún no he podido dilucidar, la visibilidad en Venus es extraordinariamente buena. Las nieblas bajas y las brumas son raras, a pesar de la humedad de la atmósfera. Tal vez sea debido a la misteriosa radiación del extraño elemento de la estructura del planeta que ilumina sus noches sin luna. Sin embargo, no puedo afirmarlo.
El hecho era que divisábamos un barco y casi inmediatamente todo fue excitación en el Sofal. Se nos presentaba otra presa y la tripulación mostrábase impaciente por conseguirla. Mientras cambiábamos de rumbo y nos dirigíamos hacia nuestra víctima, se levantó un clamor entre la gente de nuestra cubierta. Surgieron las armas, se izó el cañón de popa y los dos de la torrecilla fueron colocados en posición de disparar.
El Sofal avanzaba a toda marcha.
Según nos íbamos acercando, comprobamos que se trataba de una nave de dimensiones parecidas a las del Sofal, y que ostentaba la insignia de Thora. Un examen posterior nos aclaró que era un mercante armado.
Ordené que, excepto los artilleros, todo el mundo se congregara en el tinglado de la cubierta baja, ya que concebí un ataque semejante al del Sovong y no quería ver, antes de tiempo, nuestra cubierta atestada de hombres armados. Como en la otra ocasión, cursáronse órdenes terminantes. Cada uno sabía lo que se esperaba de él y todos fueron advertidos de que debían evitar matanzas inútiles.
Ya que me había convertido en un pirata, quería serlo del modo más humanitario que me fuera posible, y no deseaba un innecesario derramamiento de sangre. Había pedido información a Kiron, a Gamfor y a muchos thoristas sobre las costumbres y prácticas de las naves de guerra de Thora. Supe, por ejemplo, que todo barco de guerra tenía derecho a ordenar el registro de cualquier nave mercante. Contando con tal costumbre concebí mi plan para arrojar los garfios de abordaje sobre nuestra víctima, antes de que pudiera adivinar nuestros verdaderos propósitos.
Cuando nos hallamos a distancia suficiente para ser oídos, indiqué a Kiron que ordenara al barco que perseguíamos que parase las máquinas, pues deseábamos practicar un registro. Inmediatamente nos hubimos de enfrentar con el primer obstáculo, que surgió en forma de un pabellón izado rápidamente en la popa de nuestra presunta presa. Para mí no significaba nada, pero no ocurrió lo mismo con Kiron y los otros thoristas que iban a bordo del Sofal.
—Me parece que el abordaje no va a ser tan fácil como imaginábamos —comentó Kiron—. A bordo va un ongyan, lo que exima al barco de todo registro y además indica que su dotación de soldados en mucho mayor de lo corriente en un barco mercante.
—¿Qué amigo es ése? —pregunté—. ¿Es amigo tuyo?
Hay que tener en cuenta que ongyan significa “gran amigo”, en un sentido eminente. Kiron sonrió.
—Es un título. Hay un centenar de klongyan en la oligarquía y uno de ellos va a bordo de ese barco. Son grandes amigos, indudablemente, grandes amigos entre ellos y gobiernan Thora más tiránicamente que ningún Jong, y en beneficio propio.
—¿Y qué opinará nuestra gente de atacar un barco en el que va tan destacado personaje? —pregunté.
—Se disputarán el honor de llegar el primero a bordo, para clavarle el sable.
—No deben matarle —repuse—. Tengo un plan mejor.
—Será difícil contenerles, una vez comenzada la lucha —afirmó Kiron—. Hablaré con los oficiales para ver lo que puede conseguirse. En los viejos tiempos, en los días de los jongs, había orden y disciplina, pero ahora no.
—Pues a bordo del Sofal tiene que haber disciplina —advertí—. Sígueme. Voy a hablar a nuestra gente.
Entramos juntos en el tinglado de la cubierta inferior donde se hallaba congregada la mayor parte de la tripulación, esperando la orden de ataque. Había allí un centenar de hombres rudos y avezados a la lucha, la mayoría de los cuales eran ignorantes y brutales. Hacía poco tiempo que estábamos juntos, por lo que yo no podía contar con una excesiva lealtad hacia mí. Sin embargo, estaba convencido de que nadie dudaba de que yo era el capitán, pensaran lo que pensaran de mí.
Kiron reclamó silencio así que hubimos entrado, y todas las miradas se concentraron en mí cuando me dispuse a hablar.
—Estamos a punto de apresar otra nave —dije—. A bordo va un hombre al que todos queréis matar según me ha dicho Kiron. Es un ongyan. He venido a vosotros para advertiros de que ese hombre no debe perecer.
Se produjo un clamor de desaprobación, pero yo hice caso omiso y proseguí:
—He venido también para advertiros algo más, porque se me ha dicho que ningún oficial puede controlaros cuando entráis en batalla. Hay razones que aconsejan conservar prisionero a ese hombre, mejor que matarlo, pero no son del caso ahora. Lo que debéis tener en cuenta es que tanto mis órdenes como las órdenes de mis oficiales deben ser obedecidas. Nos hemos metido en una empresa que sólo puede triunfar si se mantiene la disciplina. Yo confío en que triunfemos y he de exigir a todos la mayor obediencia. La insubordinación y la desobediencia serán castigadas con pena de muerte. Eso es todo.
Cuando salí del tinglado, dejé detrás de mí un centenar de hombres silenciosos. Nada podía revelar cuáles habían sido sus reacciones.
Me llevé a Kiron a propósito a fin de dejarlos libres para discutir a sus anchas sin la interferencia de ningún oficial. Sabía que no podía jactarme de tener sobre ellos una positiva autoridad y que, eventualmente, podían decidir si se disponían a obedecerme. Cuanto antes conociéramos su decisión, mejor sería para todos.