Piratas de Venus (23 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Esparcidos entre los árboles y detrás de grandes piedras, veíanse los cuerpos de una docena de aquellos peludos salvajes que habían caído bajo el fuego de las armas de los klangan, pero aunque los defensores de Duare habían despachado a un buen número de enemigos, aquel duelo desigual sólo podía terminar con el exterminio de Duare y los klangan, aunque la lucha se prolongara.

He reflejado en detalle toda la escena, pero yo la capté de una simple ojeada y no perdí tiempo en adoptar una decisión. De un momento a otro, una de aquellas crueles flechas podía clavarse en el cuerpo del objeto de mi cariño y, por eso, mi primer pensamiento fue desviar la atención de los salvajes, atrayendo hacia mí los duros ataques con que acosaban a sus víctimas.

Me hallaba situado detrás de ellos, lo que me concedía cierta ventaja y, además, ocupaba una posición más alta. Me puse a vociferar como un auténtico piel roja y descendí por las estribaciones del cañón, disparando a la vez mi pistola. La escena cambió instantáneamente. Al verse los salvajes cogidos entre dos fuegos y amenazados por un nuevo enemigo, se pusieron en pie de un brinco, manifiestamente asombrados. Simultáneamente, los klangan me reconocieron, y comprendiendo que les llegaba socorro, saltaron de su barricada y persiguieron a los salvajes para completar su desmoralización.

Abatimos a seis de nuestros enemigos, y los demás acabaron por huir, pero no antes de que uno de los restantes klangan recibiera en la frente el impacto de un grueso pedrusco.

Lo vi desplomarse y así que quedamos libres de toda amenaza de agresión, me acerqué a él creyéndolo sólo desmayado, pero es que no sabía la fuerza con que lanzaban aquellos hombres primitivos las piedras con sus hondas. La víctima tenía la cabeza destrozada y una parte de la masa encefálica le salía por la fractura del cráneo. Cuando llegué a su lado estaba muerto. Me precipité hacia Duare que estaba de pie, con la pistola en la mano. Tenía un aspecto de extraña fatiga y desconcierto, pero no reflejaba todo el temor que hubiera sido lógico después del duro trance que acababa de sufrir. Pareció alegrarse de verme. Sin duda debía preferir mi presencia a la de aquellos peludos salvajes, con su aspecto de monos, de los que acababa yo de librarla, pero aun se observaba en sus ojos cierta zozobra, como si no estuviera segura de lo que esperaba aunque me sentía decidido a que no tuviera que quejarse de mí nunca más.

Tenía que captarme su confianza y su fe, con la esperanza de que el amor llegara luego.

En su mirada no descubrí rastro alguno de bienvenida, lo que me condolió más de lo que pueda expresarse en palabras. Su aspecto revelaba una patética resignación ante la perspectiva de las duras pruebas que la esperaban a mi lado.

—¿No estás herida? —le pregunté—. ¿Te sientes bien?

—Perfectamente —repuso desviando la mirada hacia las lejanas cumbres por las que yo había descendido para atacar a los salvajes—. ¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros?

—Los que te acompañaron desde el Sofal para buscarme.

—No vino nadie. Estoy completamente solo.

Al oír mi réplica se acentuó su aire sombrío.

—¿Y por qué viniste solo? —me preguntó con temor.

—Puedes creerme que no tuve la culpa —le expliqué—. Después que descubrimos tu ausencia ordené que el Sofal se quedara al pairo ante la costa, hasta que la tormenta amainara y pudiéramos desembarcar un destacamento para buscarte. Repentinamente, me vi arrebatado por las olas, circunstancia feliz, después de todo. Cuando me hallé a solas en la costa surgió en mí, en seguida, el pensamiento de acudir en tu ayuda. Te iba buscando cuando oí los gritos de los salvajes y el zumbido de las pistolas.

—Y has llegado a tiempo para salvarme —dijo—. ¿Pero por qué lo hiciste? ¿Qué piensas hacer conmigo ahora?

—Llevarte a la costa lo antes posible —repuse—, y una vez allí, haremos señales al Sofal. Nos enviarán un bote para recogernos.

Duare pareció tranquilizarse algo al escuchar mi plan.

—Conseguirás el agradecimiento eterno de mi padre, el Jong, si me devuelves a Vepaja sana y salva— repuso.

—Servir a su hija constituye mi mejor recompensa —repuse—, aunque sólo mereciera su gratitud.

—Ésa ya la tienes por lo que acabas de hacer arriesgando tu vida —afirmó, con voz más cariñosa que antes.

—¿Y qué fue de Vilor y Moosko? —le pregunté. Sus labios esbozaron un gesto de desprecio.

—Cuando los kloonobargan nos atacaron, huyeron.

—¿Y adónde fueron?

—Remontaron el río a nado y luego se fueron en aquella dirección —dijo señalando hacia el Este.

—¿Y cómo no te abandonaron también los klangan?

—Porque les ordenaron que me protegiesen. Sólo saben obedecer a sus superiores y además les gusta pelear. Tienen poca inteligencia y casi ninguna imaginación, pero son unos excelentes soldados.

—No acabo de comprender cómo no echaron a volar huyendo del peligro llevándote con ellos, al comprender que la derrota era segura. Hubieran conseguido que os salvarais todos.

—Era demasiado tarde para hacerlo. No podían levantar el vuelo detrás de las rocas que nos protegían, sin caer heridos por las flechas y las piedras de los kloonobargan.

A modo de paréntesis, diremos que esta palabra es un interesante derivado del sustantivo amtoriano. En términos generales, quiere decir salvajes y literalmente hombres peludos. Su singular es nobargan. Gan, quiere decir hombre; bar, significa pelo; no, es la contracción de not (con) y se usa como prefijo, con el mismo valor que el sufijo “oso” o “udo”. Por consiguiente nabar significa peludo y nobargan hombre peludo o velloso. El prefijo kloo forma su plural, y así obtenemos kloonobargan (hombres peludos), salvajes.

Cuando hubimos comprobado que los cuatro klangan habían muerto, Duare, el angan que quedaba y yo partimos río abajo hacia el océano.

Por el camino Duare me contó lo que había ocurrido a bordo del Sofal la noche anterior y vi que era casi exactamente lo que había imaginado Gamfor.

—¿Y qué se proponían al llevarte con ellos? —le pregunté.

—Vilor me deseaba —repuso ella.

—¿Y Moosko quería sólo escapar?

—Sí. Pensaba que lo matarían cuando el barco llegara a Vepaja.

—¿Y cómo pensaba sobrevivir en un país salvaje como éste? ¿Sabían dónde se hallaban?

—Decían que esto debía de ser Noobol, pero no estaban seguros. Los thoristas tienen en Noobol agentes encargados de fomentar discordias y preparar una revolución contra su gobierno. Hay algunos de estos agentes en una ciudad de la costa y la intención de Moosko era hallar esa población, donde estaba seguro de encontrar amigos capaces de organizar su viaje, el de Vilor y el mío a Thora.

Seguimos la marcha en silencio durante un rato. Yo iba delante de Duare y el angan detrás. Éste caminaba con el plumaje mohíno, ofreciendo un aspecto humillado y contrito. Los klangan suelen ser ordinariamente tan locuaces que aquel silencio anormal me llamó la atención y, temiendo que hubiera resultado herido en la refriega, se lo pregunté.

—No resulté herido, mi capitán —replicó.

—Entonces, ¿qué te pasa? ¿Es que estás triste por la muerte de tus compañeros?

—No es eso. Quedan muchos como ellos en el país de donde proceden. Estoy triste por mi propia muerte.

—Pero tú no estás muerto.

—Lo estaré pronto.

—¿Y qué te hace suponerlo así?

—Cuando vuelva al barco, me matarán por lo que hice. Si no vuelvo, me matarán aquí. En este país nadie puede sobrevivir solo.

—Si me sirves bien y me obedeces, no te matarán, si llegamos otra vez al Sofal —le aseguré. Al oír mi promesa se animó.

—Te serviré bien y te obedeceré, mi capitán —afirmó.

En seguida se puso a cantar, sonriente otra vez, como si nada le preocupara en el mundo y la muerte fuera un mito.

Al volver la mirada en varias ocasiones hacia mis acompañantes, descubrí los ojos de Duare fijos en mí y siempre desviaba la cabeza cuando yo la miraba. Parecía que le llenase de confusión verse sorprendida. Sólo le dirigía la palabra cuando era necesario, pues estaba dispuesto a borrar los efectos de mi anterior conducta y creí prudente mantenerme en una actitud ceremoniosa con ella a fin de tranquilizarla y de que no sintiera inquietud alguna respecto a mis propósitos.

No era un papel fácil para mí, ansiando como ansiaba retenerla entre mis brazos y confesarle de nuevo el amor que me estaba consumiendo. Pero había conseguido dominarme hasta entonces y no veía la razón que me impidiera continuar haciéndolo, al menos mientras Duare siguiera en su actitud desalentadora. La sola idea de que pudiese llegar un momento en que Duare alentara mi cariño, me hacía sonreír involuntariamente.

De pronto y con gran sorpresa por mi parte, murmuró:

—Estás muy callado. ¿Qué te ocurre?

Era la primera vez que duare iniciaba conmigo una conversación, que me demostraba que existía yo a sus ojos como un ser humano. Antes podía haber sido para ella como un trozo de barro o un mueble, tal era el interés que podía inspirarle desde aquellas dos ocasiones en que me había visto, escondida entre el follaje de su jardín.

—No me ocurre nada —afirmé—. Lo único que me preocupa es tu tranquilidad y el deseo de restituirte al Sofal lo antes posible.

—Ahora ya no hablas tanto —se lamentó—. Antes, cuando te veía, solías hablar mucho.

—Sí, probablemente demasiado —admití—. Pero es que ahora trato de no molestarte.

Bajó la mirada.

—No me molestarías —dijo en voz baja.

Al oír lo que tanto ansiaba, no supe qué contestar.

—Mira —prosiguió con tono natural—, me hallo en circunstancias totalmente distintas a las que me encontré jamás. Comprendo que la etiqueta en medio de la cual he vivido entre mis compatriotas, no puede seguir en una situación tan desusada, en lugares y entre gentes extrañas, tan diferentes de los que inspiraron aquellas medidas.

Hizo una breve pausa y prosiguió:

—He pensado mucho sobre muchas cosas y… sobre ti. Empecé a cavilar en todo esto la primera vez que te vi en el jardín de Kooaad. Llegué a creer que tal vez resultara agradable hablar a otros hombres distintos de los que se me permitía ver en casa de mi padre, el Jong. Empezaba a cansarme de conversar siempre con los mismos hombres y con las mismas mujeres, pero la costumbre me ha convertido en una autómata y me ha acobardado. No me atrevía a hacer las cosas que me tentaban. Siempre he deseado hablar contigo y ahora, durante el breve espacio de tiempo que medie hasta llegar al Sofal, donde volveré al rigor de las leyes de Vepaja, quiero ser libre y hacer lo que me plazca. Voy a hablar contigo cuanto quiera.

Esta cándida declaración revelaba una nueva personalidad en Duare, precisamente de tal índole que, bajo su influencia, me iba a ser difícil mantener mi platónica actitud. No obstante, aun me esforcé en seguir la línea que me había trazado.

—¿Por qué no me hablas? —insistió al observar que yo no hacía ningún comentario a sus confesiones.

—No sé qué decirte —admití—. Sólo podría hablarte de lo que domina constantemente mi pensamiento.

Guardó silencio un instante, con las cejas fruncidas y una actitud cavilosa. Después volvió a preguntarme con la misma inocencia:

—¿Y qué es?

—Amor —dije mirándola a los ojos. Entornáronse sus párpados y temblaron sus labios.

—¡No! —exclamó—. No debemos hablar de eso… No está bien… es una perversión.

—¿Es acaso una perversión el amor, en Amtor? —pregunté.

—No, no… No quiero decir eso —se apresuró a rectificar—. Es que no se me puede hablar de amor hasta que haya cumplido los veinte años.

—¿Y entonces sí, Duare? —inquirí. Movió la cabeza con cierta melancolía.

—Tampoco —replicó—. Nunca podrás hablarme de amor sin pecar ni yo escucharte sin cometer una grave falta, porque soy la hija de un Jong.

—Tal vez sería mejor no hablar más —dije con voz sorda.

—¡Oh, sí, hablemos! —me rogó—. Cuéntame algo de ese mundo extraño de donde dices que vienes.

A fin de entretenerla, accedí a sus deseos caminando a su lado y devorándola con los ojos, hasta que al fin llegamos ante el océano. A lo lejos se veía el Sofal. Había llegado el momento de idear algo a fin de hacer comprender a sus tripulantes que estábamos allí. A los dos lados de la garganta por la que discurría el río erguíanse altas rocas. La que se hallaba al Oeste y más cerca de nosotros era la más alta y hacia ella me dirigí acompañado de Duare y el angan. La ascensión resultó difícil y en más de una ocasión tuve que ayudar a Duare rodeándole el cuerpo con el brazo para llevarla casi en volandas.

Al principio temí que protestara, pero no lo hizo y en algunos trayectos más asequibles, donde no se requería ayuda alguna, aunque yo conservaba el brazo rodeando su cuerpo, no se apartaba de mí ni parecía sentirse molesta por mi familiaridad.

Así que llegamos a la cumbre, me apresuré a recoger madera seca y hojas, ayudado por el angan y pronto habíamos hecho una hoguera de señales cuyo humo se elevaba al espacio. Había decrecido el viento y el humo se elevaba a gran altura antes de dispersarse. Estaba seguro de que lo verían desde el Sofal, aunque no sabía si interpretarían su significado.

El mar estaba todavía agitado, lo que haría imposible la arribada de bote alguno a la costa, pero contábamos con el angan y si se acercaba un poco el Sofal, podría llevarnos el hombre-pájaro fácilmente hasta la cubierta, los dos a la vez.

Desde aquella cumbre divisábamos la opuesta, y de pronto el angan me llamó la atención señalando hacia allí.

—¡Llegan hombres! —dijo.

Los vi inmediatamente, pero aún estaban demasiado lejos para poder identificarlos, aunque, a pesar de la distancia, habría asegurado que no se trataba de seres de la misma raza salvaje que habían atacado a Duare y a los klangan.

Ahora era urgente atraer la atención del Sofal y, a este efecto, encendí otras dos hogueras con breves intervalos de tiempo, para que si alguien las veía a bordo se diera cuenta de que eran señales y no un incendio casual.

Nada pudimos colegir respecto a si en el Sofal habían visto nuestras señales, pero sí era evidente que el grupo de hombres se iba acercando. Supuse que habían visto las hogueras y atraídos por ellas venían a ver de qué se trataba. Se acercaba por momentos y cuando estuvieron más cerca nos dimos cuenta de que eran hombres armados, de la misma raza que los vepajanos.

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