—Ahora hacemos más falta que nunca en nuestros puestos —le dijo Wallander muy serio, aunque comprendía muy bien lo que quería decir Martinson.
—Svedberg está vestido —prosiguió Ann-Britt Höglund—. Lo que indica que no lo sacaron de la cama mientras dormía. Sin embargo, aún no hemos averiguado la hora.
Wallander miró a Martinson.
—He preguntado a los vecinos una y otra vez —aseguró el joven—. Ninguno de ellos oyó nada.
—¿Qué me dices del tráfico? —inquirió Wallander.
—Me cuesta creer que sea tan intenso como para amortiguar el ruido de dos tiros de escopeta.
—En otras palabras, seguimos sin saber cuándo ocurrió. Svedberg estaba vestido, por lo que podemos excluir las primeras horas de la noche. Siempre me ha dado la impresión de que Svedberg se iba a la cama temprano.
Martinson se mostró de acuerdo, pero Ann-Britt no supo qué decir.
—¿Cómo entró aquí el asesino? ¿Contamos con alguna información al respecto?
—No hay indicios de que hayan forzado la puerta.
—Sin embargo, a nosotros no nos fue muy difícil forzarla —señaló Wallander.
—¿Por qué dejó el asesino el arma en el lugar del crimen? ¿Le entró pánico? ¿Qué pudo ser?
Ni Wallander ni Ann-Britt supieron qué contestar a la pregunta de Martinson. El inspector observó a sus compañeros, su cansancio y su abatimiento.
—Voy a deciros lo que yo creo —intervino—. Ya veremos si tengo razón o no. En cuanto entré en el apartamento y vi lo ocurrido, experimenté la curiosa sensación de que algo no cuadraba. Aún no sé por qué. Nos hallamos ante un asesinato, todo indica que por robo; pero, si no se trata de un robo, ¿qué otra cosa puede ser? ¿Una venganza? ¿Tal vez alguien que vino no a robar, sino a buscar algo muy concreto? —En este punto se levantó, echó mano de un vaso que había en el fregadero y bebió agua de nuevo—. He estado en el hospital, hablando con Ylva Brink —prosiguió—. Svedberg no tenía muchos parientes. Para ser exactos, no contaba más que con dos primos, uno de ellos la propia Ylva. Parece que mantenían un contacto más o menos regular. El caso es que Ylva me dijo algo que me llamó la atención. Según ella, cuando habló con Svedberg el domingo pasado, él se había quejado de que estaba agotado de tanto trabajar. Es algo muy extraño, si tenemos en cuenta que acababa de disfrutar de sus vacaciones.
Ann-Britt y Martinson aguardaban el desarrollo de su razonamiento.
—La verdad, no sé si puede ser un detalle importante o no —concluyó Wallander—. Pero creo que es nuestro deber averiguar qué había detrás de ese cansancio.
—¿Alguien sabe a qué investigación se estaba dedicando Svedberg? —inquirió Ann-Britt.
—Sí, a la de los jóvenes desaparecidos —intervino Martinson.
—Tuvo que andar metido en algo más —objetó Wallander—. A ese asunto sólo podía dedicarse de forma extraoficial, pues no estaba clasificado aún como caso de investigación, sino simplemente como un suceso que había que seguir de lejos. Por otro lado, empezó las vacaciones pocos días después de que los padres viniesen a vernos.
Al ver que nadie podía aclarar nada más al respecto, determinó:
—Alguno de vosotros tendrá que averiguar en qué andaba metido.
—¿Crees que tenía algún secreto? —terció Martinson con cautela.
—¿Acaso no los tenemos todos?
—Entonces, lo que tenemos que hacer es averiguar el secreto de Svedberg.
—Lo que tenemos que hacer es atrapar al que ha acabado con él. Nada más.
Acordaron reunirse en la comisaría a las ocho para repasar el resultado de las respectivas pesquisas. Martinson regresó al apartamento de enfrente para acabar de interrogar a los vecinos. Ann-Britt se quedó un instante en la cocina. Wallander observó su rostro descompuesto por el cansancio.
—¿Estabas despierta cuando te llamé?
Se arrepintió de su pregunta de inmediato. El que estuviera despierta o dormida no era asunto suyo. Sin embargo, ella no se lo tomó a mal.
—Sí —confesó—. Estaba muy despierta.
—Ya. Imagino que tu marido está en casa y se ha quedado con los niños, puesto que no has tardado nada en venir.
—Estábamos en mitad de una discusión cuando llamaste. Una discusión sin importancia, bastante ridícula. Una de esas que se tienen cuando uno no tiene fuerzas para iniciar las discusiones de envergadura, las importantes. —Guardó silencio. Se oía, de vez en cuando, la voz de Nyberg—. No lo entiendo —reconoció Ann-Britt—. ¿Quién podría querer hacerle daño a Svedberg?
—¿Quién de nosotros lo conocía mejor? —preguntó de pronto WaIlander.
Ella lo miró sorprendida.
—¡Ah!, pero ¿no eras tú?
—No, yo no lo conocía demasiado bien.
—Pues él te admiraba mucho.
—Vaya, no tenía ni idea.
—Quizá tú no lo notabas, pero yo sí. Y quizá los demás también. Él siempre defendía lo que hacías o decías. Aunque estuvieses equivocado.
—Ya, bueno, eso no responde a mi pregunta —insistió Wallander, y repitió—: ¿Quién de nosotros lo conocía mejor?
—Nadie lo conocía bien.
—Pues ahora tenemos que conocerlo; ahora que ya está muerto.
Nyberg apareció en la cocina con una taza en la mano. Wallander sabía que, cuando lo llamaban a medianoche, siempre se llevaba un termo con café.
—¿Qué tal va todo? —inquirió Wallander.
—Parece un robo. Lo que no entiendo es por qué el asesino dejó la escopeta —repuso Nyberg.
—Aún no sabemos la hora —comentó el inspector.
—Eso es cosa de los forenses.
—Ya, pero yo quisiera saber qué opinas tú.
—A mí no me gusta andar con adivinanzas.
—Ya lo sé, pero tienes experiencia. Te prometo que no lo utilizaré en tu contra si te equivocas.
Nyberg se pasó la mano por la barbilla sin afeitar; tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño.
—Tal vez veinticuatro horas, quizás un poco más.
Reflexionaron en silencio sobre lo que Nyberg acababa de decir. «Veinticuatro horas», se dijo Wallander. «El miércoles por la noche, o en algún momento del jueves».
Nyberg bostezó antes de abandonar la cocina.
—Creo que deberías irte a casa —le dijo Wallander a Ann-Britt Höglund—. A las ocho tendremos que empezar a planificar la investigación.
El reloj de la cocina marcaba las cinco y cuarto.
Ann-Britt tomó su chaquetón y se marchó. Wallander permaneció sentado a la mesa de la cocina. Al ver sobre la repisa de la ventana un montón de facturas, se puso a hojearlas, pues pensó que por algún lugar tendría que empezar. Tanto daba si se trataba de un puñado de facturas o de cualquier otra cosa. Encontró un recibo de la compañía eléctrica, el comprobante de un reintegro de cajero automático y un ticKet de compra de una tienda de ropa de caballero.
Wallander se puso las gafas. Svedberg había sacado dinero del cajero el 3 de agosto. Dos mil coronas. El saldo era, después del reintegro, de 19.314 coronas. El pago de la factura del suministro eléctrico vencía a finales de agosto. Por el ticKet de la tienda, vio que el día 3 de agosto, es decir, el mismo día que había sacado dinero del cajero, se había comprado una camisa que le costó 695 coronas. «Bastante cara», pensó Wallander. Dejó los papeles en la repisa, fue a pedirle a Nyberg un par de guantes de plástico y regresó a la cocina. Miró despacio a su alrededor y se dispuso a abrir uno a uno todos los armarios y cajones. Svedberg había mantenido en su cocina el mismo orden que caracterizaba su despacho en la comisaría. Nada llamaba la atención ni se echaba en falta. Volvió a donde se encontraba Nyberg, esta vez para pedirle una linterna, y la enfocó luego por debajo del desagüe del fregadero.
No tenía una idea clara de lo que buscaba o esperaba encontrar. Salió de la cocina y fue al despacho. «En algún lugar de esta habitación tiene que haber un telescopio», se dijo. Se sentó en la silla y miró a su alrededor. Nyberg entró y le comunicó que ya podían retirar el cadáver de Svedberg; si quería echarle otra ojeada, era el momento. Wallander negó con la cabeza. La visión de Svedberg con media cabeza reventada se le había quedado grabada en su mente con la nitidez de una fotografía. Una fotografía que no lo dispensaba de ningún detalle.
Dejó vagar la mirada por el despacho de su compañero y contempló la estantería, de donde habían sacado casi todos los libros, ahora esparcidos por el suelo, y, sobre el escritorio, el contestador automático, además de un lapicero, algunos soldaditos de plomo antiguos y una agenda. Wallander la hojeó, mes a mes. El 11 de enero, a las nueve y media, visita al dentista. El 7 de marzo, el cumpleaños de Ylva Brink. El 18 de abril había anotado un nombre, Adamsson, que volvía a aparecer el 5 y el 12 de mayo. En los meses de junio y julio no había ninguna anotación. «Svedberg se va de vacaciones. Luego se queja de que está cansado de tanto trabajar», repetía para sus adentros. Volvió a hojear la agenda, más despacio. Ni un solo apunte. Las páginas correspondientes a los últimos días de la vida de Svedberg estaban totalmente vacías. El 18 de octubre, el cumpleaños de Sture Björklund. El 14 de diciembre aparecía de nuevo el nombre de Adamsson. A partir de ahí, nada más.
Wallander dejó la agenda en su lugar. De sus anotaciones se infería que Svedberg había llevado una vida muy solitaria, pero ¿qué era en realidad una agenda? Wallander pensó en la suya, en si había en ella, en realidad, muchos datos significativos. Se recostó en la silla, que era bastante cómoda, y se sintió muy cansado. Y sediento. Cerró los ojos preguntándose quién sería Adamsson. Se inclinó de nuevo hacia delante y abrió el cartapacio marrón, bajo el cual había algunas notas y tarjetas de visita. La dirección del anticuario Boman de Gotemburgo. El número de teléfono del concesionario Audi en Malmö. Svedberg era fiel a las marcas, y siempre tenía un Audi. En eso se parecía a Wallander, que no cambiaba su Peugeot más que por otro Peugeot. En una de las tarjetas de visita había una dirección de Minneapolis, de una compañía llamada Indian Heritage. Por último, halló el recorte de un periódico, con el anuncio de un comercio de Karlshamn llamado Medicamentos Naturales Örtagård. Wallander cerró el cartapacio.
Dos de los cajones del escritorio estaban tirados en el suelo. Los otros dos estaban abiertos. Sacó del todo el primero, que contenía unas copias de antiguas declaraciones de la renta. En el otro había postales y algunas cartas, que Wallander hojeó; la mayoría eran de más de diez años atrás, casi todas de su madre. Las devolvió al cajón y se puso a mirar las postales. Con gran sorpresa, encontró una que él mismo le había enviado a Svedberg, desde Skagen. «Las playas son fantásticas», le escribía. Wallander, perplejo, permaneció unos instantes con la postal en la mano.
Hacía tres años de aquello. Por entonces Wallander estaba de baja y, durante mucho tiempo, dudó si volvería al trabajo. Durante largos periodos, aquellas playas abandonadas se habían convertido en su particular distrito policial de Skagen. No recordaba haber escrito la postal. En realidad, conservaba pocos recuerdos de aquella época.
Mucho tiempo después, regresó a Ystad y se reincorporó de nuevo a su puesto. De aquel día, de la primera reunión de este nuevo periodo, sí tenía un recuerdo claro de Svedberg. Björk le había dado la bienvenida en medio de un profundo silencio, ya que todos estaban convencidos de que nunca regresaría. Y el único que, finalmente, rompió aquel silencio y se pronunció fue precisamente Svedberg. Wallander recordaba lo que dijo, palabra por palabra, cuando regresó. «¡Eso es estupendo, Kurt! ¡Vaya, que me aspen si hubiéramos podido arreglárnoslas ni un solo día más sin ti!».
Wallander, recreándose un instante en aquella imagen, intentó ver a Svedberg como era: por lo general, taciturno, aunque también capaz de romper un silencio incómodo con una intervención definitiva. Había sido un buen policía, si bien nunca destacó de modo especial. Simplemente, un buen policía. Tozudo y cumplidor. No demasiado imaginativo ni sobresaliente con la pluma: sus informes estaban a menudo bastante mal redactados, para enojo de los fiscales. Pero hacía honor al puesto que ocupaba en el Cuerpo de Policía, cumplía bien con su cometido, tenía buena memoria y el convencimiento de que su trabajo era importante.
Otro retazo del pasado cruzó la mente de Wallander. Pocos años antes habían sufrido una gran tensión cuando investigaban un complicado caso de asesinato en el que el propietario del castillo de Farnholm había desempeñado un papel protagonista
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, y Wallander recordaba la sentencia de Svedberg: «Un hombre que posee tanto dinero simplemente no puede ser honesto». Y en otra ocasión, durante esa misma investigación, le había confesado uno de sus sueños: «El de poder pillar algún día, de verdad y para siempre, a uno de esos señores de nuestra sociedad que se creen inmunes».
El inspector se levantó y se dirigió al dormitorio de Svedberg. Ni rastro del telescopio. Se arrodilló para mirar bajo la cama. Estaba limpio, ni una mota de polvo, nada. Levantó los almohadones, uno a uno. Nada. Abrió entonces las puertas del armario, donde la ropa de Svedberg estaba colgada en perfecto orden. En el suelo del armario había un zapatero. Wallander enfocó la linterna por detrás de la ropa y halló algunas maletas; las sacó y las abrió. Seguía sin encontrar nada. Entonces se puso a inspeccionar una cómoda que había contra una pared. Ropa interior y sábanas. Tocó el fondo de los cajones y se sentó luego en el borde de la cama. Sobre la mesilla de noche había un libro abierto,
Historia del pueblo sioux
, en inglés. Recordó que Svedberg no hablaba muy bien el inglés, pero pensó que tal vez pudiese leerlo mejor.
Se quedó allí abstraído hojeando el libro; se detuvo en una hermosa imagen del orgulloso Toro Sentado. Se levantó y entró en el cuarto de baño, donde abrió un armario con la puerta de espejo. Nada de lo que vio en él le llamó la atención. Su propio armario del baño tenía el mismo aspecto que aquél, así que salió de nuevo.
Sólo le quedaba el recibidor y la sala de estar, y empezó por el recibidor. Uno de los técnicos criminales apareció por la puerta de la cocina. Wallander se sentó en un taburete y sacó uno de los cajones de un mueblecito escritorio que había bajo un espejo. Contenía guantes y un par de gorros, uno de ellos con el logotipo de una cadena de comercios de equipos de radio, con sucursales por toda Escania.
Se levantó. Sólo le quedaba la sala de estar. Habría preferido no tener que entrar allí, pero sabía que no le quedaba otro remedio. Fue a la cocina y se tomó otro vaso de agua. Eran casi las seis y se sentía muy cansado. Entró, pues, en el salón, donde vio a Nyberg, provisto de rodilleras, gateando en torno al sofá de piel negra que había contra una de las paredes. La silla seguía volcada en el suelo; y también la escopeta, que nadie había tocado. Lo único que no estaba ya era el cuerpo de Svedberg. Wallander echó un vistazo a la habitación, intentando imaginar lo que había podido suceder allí. «¿Qué ocurrió precisamente antes del instante definitivo, antes de que le dispararan?». No se le ocurría nada, pero sí le sobrevino de nuevo la sensación de que había algo de capital importancia que no encajaba en absoluto.