Tras escucharla con suma atención, el inspector se dijo que, ciertamente, Ann-Britt Höglund había hecho bien en pedirle que se desplazase a Lund.
—¿Sabes cómo se llama la secta?
—Ignoro el nombre que le han dado en sueco, pero en Estados Unidos se denominan Divine Movers. A menos que yo haya malinterpretado lo que dice aquí, la función religiosa es unidimensional, exclusivamente interior. La preservación del secreto es, en si, un rito, y el impago de la cuota, un delito que atenta contra el fundamento religioso de la comunidad. Es decir, un asunto más que turbio.
—Sí, como es habitual en este tipo de sectas. —Wallander hojeó el archivador y vio que, también en su interior, había no sólo muchas figuras geométricas, sino incluso fotografías de máscaras que representaban divinidades y de personas torturadas y descuartizadas. Con repulsión, dejó el archivador sobre el escritorio—. En otras palabras, sospechas que lo que sucedió en el parque fue una manifestación de esta amenaza justiciera, ¿cierto? Que estos jóvenes contravinieron las reglas, no guardaron el secreto y pagaron su crimen con su muerte.
—En los tiempos que corren, creo que debemos contemplar esa posibilidad.
Wallander comprendió que su colega tenía razón. De hecho, no hacía mucho que un grupo de una secta había sido inducido al suicidio colectivo en Suiza, y esa misma secta había protagonizado un sacrificio humano similar en Francia. Los tiempos eran cada vez más difíciles, por lo que las sectas proliferaban, contaban cada vez con más adeptos y se propagaban por Europa con pasmosa rapidez. Suecia no había escapado a esa plaga. En el mes de mayo, sin ir más lejos, Martinson había participado en un congreso celebrado en Estocolmo en el que se analizaron desde el punto de vista policial los atropellos que cometían estas sectas. Durante el encuentro, se demostró que gran parte de la información resultaba inaccesible a la policía, dado que los iniciados de aquellas hermandades no se organizaban ya en torno a un único loco descerebrado, sino que se articulaban en empresas bien organizadas, con contabilidad informatizada y el asesoramiento de abogados. Los miembros solían endeudarse de forma voluntaria para poder pagar unas cuotas que, en realidad, no podían permitirse. Tampoco resultaba tan fácil clasificar como actividad delictiva la presión psicológica, a la que recurrían comúnmente dichas sectas. Así, cuando Martinson regresó del congreso, le comentó a Wallander que la legislación sueca necesitaba una profunda reforma si querían albergar la menor esperanza de atrapar a aquellos captadores de mentes débiles que se aprovechaban de la creciente sensación de impotencia que anidaba en la sociedad.
Wallander recordaba, además, qué le había contestado a Martinson: el ocultismo, el fanatismo religioso y la alienación social solían acentuarse durante los periodos de depresión económica. Hacía ya muchos años, había departido sobre este mismo tema con Rydberg, en el balcón de su casa, a propósito, en aquella ocasión, de la famosa Liga Sala, surgida en los años treinta, y caracterizada por la superstición que reinaba en una especie de círculo mágico. En aquella ocasión, los dos colegas habían coincidido en que lo que posibilitó el nacimiento de la Liga fue precisamente la situación socioeconómica de la época, y que habría sido más que improbable diez años antes o después de esa década.
«Quién sabe si no estamos regresando a los años treinta», consideró Wallander. «Pero con un mayor grado de brutalidad».
—En fin, no cabe duda de que es todo un descubrimiento —afirmó—. Y que necesitaremos ayuda. La Dirección General de Policía cuenta con expertos en estas nuevas sectas. Por otro lado, precisaremos del apoyo de Estados Unidos a la hora de investigar a esos Divine Movers. Pero, sobre todo, hemos de sonsacar información al resto de los jóvenes, aunque eso implique que revelen sus secretos mejor guardados.
—Los obligan a prestar un juramento —retomó Ann-Britt Höglund volviendo al archivador—. Después han de comer un trozo de hígado crudo de caballo.
—¿Ante quién prestan ese juramento?
—Pues, aquí en Suecia, me temo que ante Lena Norman.
Wallander meneó la cabeza.
—Pero ahora está muerta. Además, ella, cabeza de la comunidad sueca, ¿por qué iba a contravenir la norma del secreto? Y, si así fue, ¿tendrá algún sucesor?
—No lo sé, pero tal vez averigüemos más cuando leamos detenidamente los escritos del archivador.
Wallander se levantó y se puso a mirar por la ventana. La mujer seguía tomando el sol tumbada sobre el césped. De repente, le vino a la memoria aquella otra mujer que había conocido en la cafetería situada a las afueras de Västervik. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar su nombre: Erika. La imagen lo inundó de una añoranza que no supo definir muy bien.
—Quizá no sea conveniente que nos aferremos demasiado a este asunto —comentó, un poco ausente—. Por otro lado, no debemos descartar las otras hipótesis.
—¿Cuáles son esas otras hipótesis?
Wallander no replicó, pues la respuesta era evidente: no disponían de ninguna hipótesis, salvo, claro está, la de que se tratase de un desequilibrado que actuaba en solitario. Aquélla era, en efecto, la hipótesis a la que solían recurrir… en los casos en que no contaban con otra.
—Lo cierto es que Svedberg no acaba de encajar en este escenario —prosiguió—. La verdad, no me lo imagino como miembro activo de una extraña secta que cree en la reencarnación y cuyos adeptos se disfrazan, prestan juramentos y comen hígado crudo de caballo. Para mí es sencillamente impensable. Aun cuando nuestro colega ha resultado ser muy distinto de lo que nosotros creíamos.
—Ya, pero Svedberg no tenía por qué estar directamente involucrado —apuntó Ann-Britt Höglund—. Tal vez conociese a alguien que lo estuviera.
De repente, lo asaltó de nuevo el recuerdo de Westin, el repartidor de correo. Seguía rebuscando en su memoria lo que el hombre le había dicho durante la travesía, pero no lograba dar con ello.
Tanto se concentró que tuvo que pedirle a Ann-Britt que le repitiese lo que acababa de decir, y Wallander reflexionó antes de responder:
—Por supuesto, cabe la posibilidad de que sea como sugieres, que Svedberg se encontrase en algún punto exterior, en la periferia de todo este embrollo, y que alguien relacionado con la secta se cruzase en su camino. Un secreto salió a la luz y alguien envió una patrulla mortal. Svedberg se encontraba solo en aquel territorio y siguió la pista, preocupado ante la posibilidad de ver cumplidos sus temores. Al volver a interceptar el camino prohibido, resultó muerto.
—Pues a mí no me parece muy verosímil.
—Tampoco lo es que un agente de policía y cuatro jóvenes mueran asesinados en las circunstancias que conocemos.
—Y, digo yo, ¿de dónde sacarían el hígado de caballo? ¿No deberíamos ponernos en contacto con los mataderos de Escania?
—En realidad, no necesitamos saber más que una cosa —atajó Wallander—. Debemos plantearnos una sola y única pregunta que aquí, como en todas las investigaciones complejas, precisa una respuesta, que, a su vez, desencadena el alud.
—¿Quién llamó a la puerta de Svedberg? —adivinó ella. Wallander asintió.
—Exacto. Ésa es la pregunta. Ninguna otra resulta de interés, por el momento. Si hallamos la respuesta a esta cuestión, podremos aclarar todo lo demás. En lo que respecto a los motivos del asesino quizá los averigüemos por deducción. —El inspector volvió a ocupar la silla, antes de preguntar—: ¿Conseguiste hablar con la policía de Dinamarca sobre nuestra desconocida Louise?
—Les enviaremos la fotografía mañana. Al parecer, los periódicos han escrito bastante sobre los cuatro jóvenes, y no sólo en Dinamarca, sino en toda Europa y en Estados Unidos. De hecho, alguien de un periódico de Tejas despertó a Lisa a medianoche.
—¡Vaya! Antes solían llamarme a mí —comentó Wallander irónico—. El diario
Expressen
a las tres menos cuarto de la madrugada y el
Aftonbladet
a las tres y media. O al revés. Y, a partir de ahí, ya no paraban hasta por la mañana. —Se puso de pie—. Es evidente que hemos de registrar minuciosamente este apartamento —resolvió—, incluidos el sótano y el desván. Pero creo que yo seré de más utilidad en Ystad. Si nos diera tiempo, deberíamos enviar informes a la Interpol y a los estadounidenses hoy mismo. A Martinson le encantará encargarse de eso.
—Sí, yo creo que sueña con ser agente federal en Estados Unidos, en lugar de agente del grupo de homicidios de Ystad.
—En fin, todos tenemos nuestros sueños —confesó Wallander, en un torpe e innecesario intento de defender a Martinson.
Después se puso a apilar los papeles y archivadores que había sobre el escritorio, mientras Ann-Britt Höglund iba a la cocina en busca de algunas bolsas de plástico vacías en las que guardarlo todo. Cuando ya se disponía a marcharse, permaneció unos minutos con la agente en el angosto vestíbulo.
—Tengo la sensación de estar pasando por alto un dato importante —se lamentó el inspector—. Hablamos una y otra vez de ese punto en que se cruzan los caminos, ese nexo que se nos escapa. Y me siento como si lo tuviese ante los ojos y no pudiese verlo. Incluso sé que guarda relación con algo que dijo Westin.
—¿Quién es Westin?
—Uno de los carteros del archipiélago, el que me llevó hasta Bärnsö en su embarcación. Algo dijo en la cabina de mandos, durante la travesía, pero no consigo recordar qué fue.
—¿Y por qué no lo llamas por teléfono?
—Porque dudo mucho de que recuerde lo que dijo.
—Bueno, quizá podáis reconstruir la conversación entre los dos. A lo mejor simplemente con oír su voz, emergen a la superficie todos los detalles que ahora se te escapan.
—Sí —replicó Wallander dubitativo—. Es posible que tengas razón. Lo llamaré. —Entonces recordó otra voz, ésta más misteriosa, presente en la investigación—. Por cierto, ¿qué ocurrió con aquel hombre que llamó al hospital suplantando la personalidad de Lundberg? El que preguntó por Isa, ya sabes.
—¡Ah, sí! Se lo pasé a Martinson. Nos intercambiamos algunas tareas, pero no recuerdo cuáles exactamente. Yo me encargué de algo que él no tenía tiempo de terminar. Me prometió que hablaría con la enfermera.
Wallander intuía una crítica velada en el tono de su voz. Estaban desbordados y aquí y allá aparecían tareas pendientes.
—En fin. Hoy venían los refuerzos de Malmö. Tal vez estén ya en Ystad intentando hacerse una idea de la situación.
—Esto no puede continuar así —se quejó la agente—. No tenemos tiempo de reflexionar ni de detenernos a considerar los detalles para comprobar si hemos olvidado algo. ¿A quién le interesa ser policía, cuando todo consiste en hacer de la negligencia una habilidad?
—A nadie, tienes razón —convino Wallander antes de cargar las bolsas de plástico y desaparecer escaleras abajo.
Al salir, buscó con la mirada a la mujer que tomaba el sol, pero ésta había desaparecido. Se puso en marcha hacia Ystad mientras cavilaba en lo que habían averiguado. ¿Qué consecuencias tendrían los descubrimientos realizados en el apartamento de Lena Norman? Todas aquellas fiestas, ¿no formarían parte de algo cuyas profundas raíces él no era capaz de imaginar siquiera?
Pensó también en aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que Linda entró en lo que podía denominarse una etapa religiosa, muy poco después de su separación de Mona. Linda estaba tan perdida como él mismo. Recordaba cómo, apostado ante la puerta de la joven, escuchaba a hurtadillas el murmullo que él interpretaba como el monótono rezo de unas oraciones. Por otro lado, había encontrado en la habitación de Linda algunos libros sobre la Cienciología que lo llenaron de seria preocupación. Había intentado, sin éxito, que la muchacha se aviniera a razones hasta que, finalmente, Mona se ocupó del asunto. Wallander ignoraba por completo lo que había podido suceder cuando, un día, el ronroneo dejó de oírse al otro lado de la puerta. Y la joven volvió a concentrarse en aquello a lo que había decidido dedicarse: el tapizado de muebles.
El inspector se estremeció al recordarlo, pues sabía que muchas de las sectas surgidas en las últimas décadas funcionaban como negocios, gestionados por lo general con mano férrea y en los que la religión y el ocultismo constituían un producto comercial más. Recordaba los comentarios despectivos de su propio padre cuando se refería a lo que llamaba «pesca de almas», de personas que, al verse sumidas en la desgracia, caían en la red de los falsos profetas y se dejaban vapulear hasta la muerte.
¿No estaría la solución, pese a todo, en el material que llevaba en aquellas bolsas de plástico?
Absorto en estas reflexiones, pisó a fondo el acelerador, pues intuyó que debía darse prisa.
Lo primero que hizo al llegar a la comisaría fue localizar a Edmusson y devolverle el dinero que éste le había prestado la noche anterior. Acto seguido, se encaminó a la sala de reuniones, donde Martinson estaba informando a los tres agentes de refuerzo procedentes de Malmö acerca de la marcha de la investigación. Wallander conocía a uno de ellos, un inspector de la brigada judicial de unos sesenta años de edad llamado Rytter; sin embargo, nunca había visto a los otros dos colegas, ambos más jóvenes. El inspector los saludó, pero no se quedó mucho tiempo con ellos y, pensando en la diferencia de seis horas que los separaba de Estados Unidos, le pidió a Martinson que se pusiera en contacto con él después, a lo largo de la tarde, y fue directamente a su despacho, donde se puso a leer con detenimiento el contenido de los archivadores y carpetas hallados en el apartamento de Lena Norman. Los textos estaban, en su mayoría, en inglés, por lo que se vio obligado a buscar buena parte del vocabulario en el diccionario. Resultó ser un trabajo agotador que terminó provocándole un persistente dolor de cabeza. Había examinado casi la mitad del material cuando Martinson llamó a la puerta. Eran ya más de las once, las horas se le habían pasado volando y se fijó en que su colega estaba pálido y ojeroso, lo que incitó a Wallander a preguntarse por su propio aspecto.
—¿Qué tal los agentes de refuerzo?
—Son muy buenos —contestó Martinson—. En especial Rytter, el mayor.
—Sí, empezaremos a notar su presencia aquí muy pronto, ya lo verás —lo animó Wallander—. Nos descargarán de buena parte del trabajo.
Martinson se quitó la corbata con gesto cansino y descuidado, y se desabotonó el cuello de la camisa.