Pisando los talones (51 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—Ya, pero una de las charlas fue algo más larga; la primera, creo.

De repente, Wallander empezó a recordar. Westin había aminorado la marcha. Estaban a punto de entrar en el primer embarcadero. O quizás era el segundo. El nombre de aquella isla se parecía al de Bärnsö…

—Fue al acercarnos a uno de los primeros embarcaderos. ¿Cómo se llamaban las islas?

—Pues tuvo que ser Harö o Båtsmansö.

—¡Båtsmansö! Sí, aquella en la que vivía un viejo marino.

—Eso es, el viejo Zetterqvist.

Los recuerdos empezaron a avivarse en la memoria de Wallander y cada vez cobraban mayor nitidez.

—Íbamos rumbo al embarcadero cuando empezaste a hablarme de cómo Zetterqvist se las arreglaba solo allá en la isla incluso durante el invierno. ¿Recuerdas qué otros comentarios hiciste?

Westin estalló en una sonora y jovial carcajada.

—Pues, la verdad, pude haber dicho cualquier cosa.

—Ya me figuro que mi pregunta te sonará extraña, pero te aseguro que es importante.

Westin pareció comprender que Wallander hablaba en serio.

—Creo que me preguntaste cómo era el oficio de repartidor de Correos —comenzó.

—En ese caso, si vuelvo a preguntarte por el oficio de repartidor de Correos en el archipiélago, ¿qué me contestas?

—Pues que es un trabajo que permite gran libertad de movimientos, aunque a veces resulta muy duro. Además, nadie sabe hasta cuándo seguiré realizándolo, ya que no tardarán en suprimir el escaso servicio que Correos ofrece aún a los habitantes del archipiélago. Zetterqvist me confesó en una ocasión que deseaba presentar una solicitud para que, a su muerte, trasladaran su propio cadáver al cementerio, pues temía que, de otro modo, éste quedase abandonado en la casa.

—Bueno, esto último no lo dijiste entonces; de lo contrario, lo recordaría. Te lo preguntaré de nuevo: ¿cómo es el oficio de repartidor de Correos en el archipiélago?

Westin parecía dudar.

—Que yo recuerde, no dije nada más.

Wallander sabía que había habido algo más, algún comentario acerca de la vida cotidiana, sobre lo que suponía recorrer el trayecto entre las islas con la correspondencia y los víveres para los isleños.

—Íbamos rumbo al embarcadero —repitió Wallander—. Eso lo recuerdo muy bien. Avanzábamos despacio. Entonces hiciste algún comentario acerca de Zetterqvist y, después, añadiste algo.

—Sí, bueno, quizá que, cuando se trabaja como yo, uno acaba interesándose por la gente, y si alguien no aparece a recoger su correo, yo compruebo que todo esté en orden y que no haya sucedido nada grave.

«¿Muy cerca?», se dijo Wallander. «Casi llegamos. Pero hubo algo más, Lennart Westin. Lo recuerdo perfectamente».

—No se me ocurre nada más —se rindió Westin.

—Pues no nos daremos por vencidos. Aún no. Inténtalo de nuevo. Pese a los esfuerzos, Westin no logró recordar ninguna otra cosa, ni Wallander consiguió ayudarle a hacerlo. Tampoco el inspector logró colmar el vacío que atormentaba su memoria y cuyo contenido él buscaba desesperadamente.

—Mira, yo no soy una persona curiosa —le dijo Westin—, pero ¿puede saberse por qué es tan importante lo que dije?

—Lo ignoro —confesó Wallander con sencillez—. Pero en cuanto lo descubra, te lo diré. Lo prometo.

Tras la conversación, el inspector cayó en un repentino estado de desesperación: no sólo no había logrado sacar a la luz el secreto de Westin, sino que también temía que aquellas palabras que buscaba no tuvieran la menor importancia. Así, volvió a asediarlo la idea de capitular, de solicitar formalmente a Lisa que lo relevase de su responsabilidad y designase a otro para dirigir la investigación. No obstante, al pensar en Thurnberg, se dijo que no daría su brazo a torcer tan fácilmente, de modo que llamó al servicio de información telefónica y solicitó el número de Stig Stridh. La respuesta no se hizo esperar: Stig Stridh no deseaba figurar en la guía de teléfonos, pero su número no era secreto. Wallander lo anotó, así como la dirección, que había cambiado desde aquella denuncia, pues Stridh se había trasladado a la calle CardelIgatan. Marcó el número, aguardó un buen rato y llegó a contar nueve tonos antes de que alguien, con voz anciana y cansina, atendiese la llamada.

—Stridh.

—Hola, soy el inspector de policía Kurt Wallander.

Stridh pareció escupir su respuesta.

—Yo no maté a Svedberg, aunque tal vez debería haberlo hecho.

Wallander se indignó. Aquello era humillante. Aunque Svedberg no hubiera actuado bien, o hubiera errado en su interpretación de los hechos, sí, aquello era humillante. Al inspector le costó dominarse cuando abordó el asunto por el que llamaba:

—Hace diez años presentaste una denuncia a la comisión de justicia, que la desestimó.

—Algo inexplicable —afirmó Stridh—. Deberían haber despedido a Svedberg.

—Ya. En fin, el caso es que no he llamado para discutir sobre el dictamen de la comisión de justicia —atajó Wallander con aspereza—, sino porque necesito hablar contigo de lo que sucedió realmente.

—No hay nada de qué hablar. Mi hermano estaba borracho.

—¿Cómo se llama?

—Nisse.

—¿Vive en Ystad?

—Murió en 1991. Por causas que no deberían haber sorprendido a nadie: cirrosis.

Wallander se quedó perplejo. En efecto, había imaginado el contacto con Stig Stridh como un primer paso hacia un encuentro con su hermano, el verdadero protagonista de los sucesos que condujeron al curioso comportamiento de Svedberg.

—Lo siento —replicó Wallander.

—¡Tú qué vas a sentir, hombre! Pero no importa. Yo tampoco. Así nadie viene a destrozar mi sala de estar ni a pedirme dinero a cualquier hora del día. Al menos, no con tanta frecuencia.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que Nisse dejó una viuda, o como queramos llamarla.

—Bueno, o es su viuda, o no lo es.

—Ella asegura que lo es, pero lo cierto es que nunca se casaron.

—¿Tenían hijos?

—Ella sí. Pero ellos dos no tuvieron ningún hijo, lo cual fue, sin duda, un acierto. A propósito, uno de sus hijos está en chirona.

—¿Y por qué?

—Por asaltar un banco.

—¿Cómo se llama el joven?

—Es una joven. Stella.

—¿Quieres decir que una hijastra de tu hermano atracó un banco?

—¿Tan raro es?

—Bueno, en este país no es muy habitual que sean mujeres las que atraquen los bancos. Es decir, que sí, que es bastante llamativo. ¿Dónde se produjo el robo?

—En Sundsvall. Disparó al techo varias veces.

Wallander recordó, aunque vagamente, el suceso, mientras empezaba a buscar algún bolígrafo con el que tomar notas.

—Tenemos que hablar de todo esto con detenimiento —afirmó—. Podemos hacerlo en la comisaría o en tu casa.

—¿De qué tenemos que hablar?

—Ya te lo diré cuando nos veamos.

—Empiezas a resultar casi tan desagradable como Svedberg.

Wallander sintió que la ira crecía en su interior, pero se contuvo.

—Puedo pedir que un coche patrulla vaya a recogerte —insistió—. Pero también podemos seguir hablando en tu domicilio.

—¿Ahora? ¿A las siete y media de la mañana, y un sábado?

—¿Tienes que ir a trabajar?

—Estoy jubilado por enfermedad.

—Y vives en la calle Cardellgatan —leyó Wallander—. Estaré ahí dentro de media hora.

—¿De verdad que la policía puede molestar a la gente cuando le plazca?

—De verdad —confirmó Wallander—, siempre que sea necesario. Si es preciso, podemos incluso despertar a los ciudadanos a medianoche.

Cuando Stridh comenzó a protestar, Wallander colgó.

Después se comió otro tomate, cambió las sábanas de la cama y reunió toda la ropa sucia que había esparcida por el apartamento, mientras evocaba la imagen de Lennart Westin cortando leña en su isla, la de Erika y su café… Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien como en la habitación de aquella cafetería; para ser exactos, desde que Baiba no iba a Ystad o él la había visitado en Riga.

A las ocho menos cinco salió del apartamento; decidió dejar el coche aparcado e ir a pie. Por el camino fue deteniéndose ante los escaparates de las agencias inmobiliarias por las que pasaba. Y, ciertamente, en una de ellas encontró la fotografía de la casa de su padre, en Löderup. Al instante sintió que lo invadía la impotencia, y quizás incluso una punzada de dolor, junto con ciertos remordimientos. En efecto, su conciencia le decía que debía haber comprado la casa para, al menos, poder dejársela a Linda en herencia. Sin embargo, sabía que era demasiado tarde: nunca se compraría una casa.

A las ocho y diez minutos se encontraba ya en la calle Cardellgatan, llamando a la puerta del apartamento de Stridh. Tenía unos sesenta años de edad y no se había afeitado. El faldón de la camisa le cubría parcialmente la bragueta abierta y todo él despedía un ligero tufo a vermú.

—A ver, dónde está la placa —le espetó descortés.

—Supongo que lo que quieres ver es mi documento de identificación policial —precisó Wallander al tiempo que sostenía el carné ante sus ojos.

Entraron, pues, en el apartamento, que estaba tan desordenado y sucio como el del propio Wallander. Un par de gatos lo observaban con mirada desconfiada. Wallander comprendió enseguida que Stridh apostaba a las carreras, pues vio ejemplares antiguos de revistas de carreras de caballos por todas partes, y los boletos de apuestas rasgados atestaban la papelera. Las cortinas de la sala de estar estaban echadas, y el canal del teletexto, seleccionado en el televisor.

—No pienso ofrecerte café —advirtió Stridh—. Espero que esta conversación sea breve.

Wallander apartó a uno de los gatos para sentarse en una de las pocas sillas que no estaba ocupada con revistas y boletos de apuestas. En aquella ocasión, no había olvidado llevarse el bolígrafo y el bloc de notas. Stridh desapareció hacia la cocina un instante y Wallander oyó el débil tintineo de un tapón contra la encimera, antes de que su anfitrión regresase a la sala de estar.

El inspector empezó a hacerle preguntas, a las que Stridh respondía torpemente y muy a su pesar. De hecho, les llevó una eternidad. Wallander, a punto de perder la paciencia ante su reacio interlocutor, se preguntó si Svedberg no habría experimentado la misma sensación once años atrás. En cualquier caso, a las nueve menos diez ya creía haberse forjado una imagen más o menos clara de las circunstancias que rodearon el percance entre Stridh y su hermano. Según dedujo de la información recabada, Stig había trabajado para la empresa agrícola Lantmännen. Poco después de cumplir cincuenta años, le diagnosticaron una hernia discal y, tras un largo periodo de bajas por enfermedad y una intervención quirúrgica, le concedieron la jubilación anticipada. Había estado casado y tenía dos hijos, ya adultos; uno vivía en Malmö y el otro en Laholm. Su hermano, Nils, que era tres años menor que Stig, había empezado a beber ya desde muy temprana edad. Había iniciado la carrera militar, pero le abrieron un expediente a raíz de varios altercados relacionados con su alcoholismo. Al principio, Stig intentó ser paciente con su hermano menor. Sin embargo, la relación entre ellos fue enturbiándose debido a los préstamos de dinero que el hermano le exigía constantemente y que nunca devolvía. Lo sucedido hacía once años había colmado su paciencia. Unos años después, el hermano empezó a presentar síntomas de cirrosis y murió al poco tiempo. Wallander tomó nota de que lo había enterrado en el mismo cementerio que su propio padre y que su amigo Rydberg. En cuanto a la vida privada de Nisse Stridh, supo que había convivido durante muchos años con una mujer llamada Rut Lundin, con la que había mantenido una relación cuando menos caótica. Por si fuera poco, también ella tenía problemas con el alcohol, a causa de los cuales se veía abocada a acudir al hermano de su difunto compañero sentimental para pedirle dinero. Cuando no conseguía los préstamos que solicitaba, solía, según Stig Stridh, ponerse hecha un basilisco; no obstante, ella nunca había llegado a tomarla con su apartamento. Y tampoco le robó nada. Rut Lundin tenía un hijo y una hija, fruto de una relación anterior. El hijo se había convertido en un hombre de provecho y trabajaba como segundo de a bordo en uno de los transbordadores que cubrían el trayecto a la isla de land. A la hija, sin embargo, le había ido peor. De hecho, estaba en la prisión de mujeres de Hingseberg, tras haber sido condenada por dos asaltos a mano armada a sendos bancos. Wallander anotó la dirección de Rut Lundin, que vivía en un edificio de apartamentos de alquiler situado en la calle Malmövägen, muy cerca de donde se encontraban. El teléfono los interrumpió dos veces a lo largo de la conversación y, por lo que pudo deducir de las réplicas de su anfitrión, Wallander concluyó que hablaban de carreras de caballos y de las posibles combinaciones para distintas apuestas. Después de cada una de las llamadas, Stridh se escurría hacia la cocina, donde el tapón volvía a tintinear contra la encimera.

Finalmente abordaron el asunto que había motivado la visita de Wallander, que no era otro que los sucesos acaecidos hacía once años.

—No tienes por qué relatarme con detalle lo ocurrido —advirtió—. En realidad, mi pregunta es muy sencilla: ¿por qué crees que Svedberg se negó a iniciar las diligencias de la denuncia?

—Según él, faltaban pruebas, lo cual era una estupidez, claro está.

—Si, ya sabemos los motivos que adujo. No tienes que repetirlos. La cuestión es por qué crees tú que lo hizo.

—Pues porque era un imbécil.

Aunque Wallander sabía que recibiría respuestas desagradables y profundamente irritantes, comprendía que la ira de Stridh estaba más que justificada. La conducta de Svedberg había sido muy peculiar. Y él quería averiguar qué pudo haber motivado aquel proceder.

—Bien, puesto que Svedberg no era ningún imbécil, los motivos deben de ser otros muy distintos. ¿Lo habías visto con anterioridad?

—¿Dónde iba yo a haberlo visto? ¿Y para qué?

—Contesta a mis preguntas —atajó Wallander cortante.

—No, no lo conocía en absoluto.

—¿Has tenido alguna vez problemas con la justicia?

—No.

«Demasiado rápida esa respuesta», se dijo el inspector. «Demasiado rápida y, tal vez, no del todo cierta». El inspector decidió atacar por ese flanco.

—Quiero que me digas la verdad. Si me mientes, irás derecho a la comisaría.

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