—Así es.
Björklund dio un paso atrás, como si necesitara marcar la distancia que lo separaba de los dos policías.
—¿Y se puede saber quién ha estado fisgoneando en mi trastero?
—Como ya te he comentado, estuve aquí esta mañana. La puerta del trastero estaba abierta. Entré y encontré el telescopio.
—Pero eso no estará permitido, ¿verdad? No creo que los policías puedan entrar sin más ni más en las casas de la gente…
—Si crees que no está permitido, te sugiero que envíes una reclamación al Ministerio de justicia.
Björklund clavó en él una mirada hostil.
—Pues sí, creo que voy a hacerlo.
—¡Joder! —bramó Nyberg—. ¡Vayamos a lo nuestro de una vez!
—¿Dices que tú no sabías que hubiese un telescopio en tu trastero?
—No, no lo sabía.
—Comprenderás que eso no parece muy verosímil.
—Me trae sin cuidado lo que parezca. Yo no sé si hay o no un telescopio en mi trastero.
—Bien, iremos a verlo dentro de un instante —replicó Wallander—. Si te niegas a dejarnos entrar en el trastero, Nyberg se quedará aquí vigilándote mientras yo voy a pedirle al fiscal una orden de registro. Y puedes estar seguro de que me la dará.
Björklund seguía mostrándose agresivo y distante.
—¿Se me considera sospechoso de algún delito?
—Por ahora, lo único que quiero es que contestes a mi pregunta.
—Ya lo he hecho.
—O sea, que no sabías de la existencia del telescopio. ¿Pudo haberlo dejado allí Svedberg?
—¿Por qué habría de hacer algo así?
—Mi pregunta es si él tuvo la posibilidad de dejarlo allí. Sólo eso.
—Por supuesto que pudo haberlo dejado ahí este verano mientras yo estaba de viaje. ¡Qué cojones! Yo no me dedico a controlar lo que hay en el trastero.
A estas alturas, Wallander, convencido de que Björklund decía la verdad, se sintió aliviado.
—¿Vamos a verlo?
Björklund asintió y se calzó un par de zuecos para salir, aunque seguía sin camisa.
Una vez que hubieron abierto la puerta del trastero y ya con la luz encendida, Wallander los retuvo a la entrada.
—¿Notas algún cambio? —le preguntó a Björklund.
—¿Algún cambio? ¿En qué sentido?
—Es tu trastero. Tú deberías saberlo mejor que yo.
Björklund echó un vistazo y se encogió de hombros.
—A mí me parece que está como siempre.
Entonces el inspector los condujo hasta el rincón y levantó la lona. La perplejidad de Björklund no parecía fingida.
—¡Vaya! Pues no sé cómo ha podido venir a parar aquí.
Nyberg se había acuclillado para observar el telescopio a la potente luz de su linterna.
—En fin, no hay duda de quién era su propietario —afirmó al tiempo que señalaba una placa de metal.
Wallander se agachó para verla mejor. En la placa metálica fijada con remaches podía leerse el nombre de Svedberg.
La indignación de Björklund había dejado paso al asombro.
—No lo comprendo —confesó—. ¿Por qué iba a esconder su telescopio en mi trastero?
—Regresemos a la casa. Entretanto, Nyberg terminará su inspección —propuso Wallander.
Mientras atravesaban el jardín, Björklund le preguntó al inspector si le apetecía una taza de café, pero él la rechazó. Una vez dentro, Wallander volvió a ocupar el incómodo banco de iglesia.
—¿Cuánto tiempo crees que puede llevar ahí ese telescopio?
El sociólogo hizo un esfuerzo para no contestar a la ligera.
—No tengo buena memoria fotográfica para las habitaciones, y aún peor para los objetos. En otras palabras, no tengo la menor idea.
Wallander comprendió que debía formular la pregunta de otro modo. Pero, para ello, tenía que hablar antes con Ylva Brink, pues ella podría decirle cuándo fue la última vez que vio el telescopio en casa de Svedberg.
—Bien, volveremos a esa pregunta en otro momento. Nyberg examinará el telescopio esta misma noche y luego lo llevaremos a la comisaría.
De repente, Björklund pareció dejar de prestarle atención, y se quedó como absorto en otros pensamientos, así que Wallander aguardó.
—¿Y no podría ser que otra persona lo hubiese escondido ahí?
—En tal caso, debe de tratarse de alguien que sabe que erais primos. —Mientras hablaba, Wallander se dio cuenta de que Björklund empezaba a inquietarse—. Algo te ronda por la cabeza. Dime, ¿qué es?
—No sé si será importante… —titubeó—, pero un día, al llegar a casa, tuve la sensación de que alguien había estado aquí.
—¿En qué lo notaste?
—Fue sólo una sensación.
—Ya, pero algo debió de provocarla.
—Sí, eso intento recordar.
Wallander se mantuvo expectante mientras su interlocutor trataba de hacer memoria.
—Fue hace unas semanas —prosiguió el hombre—. Yo había ido a Copenhague y regresé por la mañana. Había estado lloviendo. Algo me obligó a detenerme mientras atravesaba el jardín en dirección a la casa. En un primer momento no supe qué era con exactitud. Pero luego caí: alguien había tocado una de las estatuas.
—¿Uno de los monstruos?
—Bueno, son copias de las representaciones medievales del diablo que hay en la catedral de Rouen.
—Antes, en el trastero, dijiste que tenías muy mala memoria para los objetos.
—Pero no para mis esculturas. Alguien había girado levemente una de ellas, no me cupo la menor duda. Alguien había estado en el jardín durante mi ausencia.
—¿No pudo haber sido Svedberg?
—No. Él nunca venía, salvo que lo hubiésemos hablado de antemano.
—Ya, pero, como es lógico, eso no podrías garantizarlo.
—No, pero sí puedo estar muy seguro. Nos conocíamos bien.
Wallander le indicó con un gesto que continuase.
—Alguien extraño había estado aquí.
—¿Nadie venía a cuidar el jardín cuando Svedberg no podía, o cuando pasabas fuera unos días?
—Aquí sólo viene el cartero.
El tono de Björklund sonaba firme y convencido, y Wallander no tenía ningún motivo para dudar de sus palabras.
—Alguien que no tenía permiso para estar aquí… —repitió Wallander—. Y tú crees que esa persona habría dejado el telescopio en tu trastero, ¿no es así?
—Sí, claro. Entiendo que es una idea descabellada.
—¿Cuándo notaste lo de la estatua?
—Hace unas semanas.
—¿No lo recuerdas con exactitud?
Björklund fue a buscar la agenda de bolsillo en la que había anotado la fecha.
—Estuve fuera el 14 y el 15 de julio.
Wallander intentaba memorizar la fecha cuando Nyberg apareció con el móvil en mano.
—Acabo de llamar a Ystad para pedir una maleta —anunció—. Me parece que voy a examinar ese telescopio esta misma noche. Puedes llevarte mi coche. Cualquiera de los coches patrulla que tenga guardia nocturna puede venir a recogerme cuando haya terminado.
Dicho esto, desapareció de nuevo. Wallander se levantó y Björklund lo acompañó hasta la puerta.
—Supongo que has tenido tiempo de pensar en lo que le ha ocurrido a Svedberg —comentó Wallander.
—La verdad, no acabo de comprender por qué nadie querría matar a mi primo. No se me ocurre un sinsentido mayor.
—Precisamente. De eso se trata. ¿Quién quería matarlo? ¿Y por qué?
Se despidieron en el jardín. Las estatuas diabólicas emitían, aquí y allá, algún destello al incidir en ellas la luz procedente del interior de la casa. Wallander regresó a Ystad en el coche de Nyberg.
No había conseguido aclarar nada en absoluto.
Poco antes de las nueve de la noche reanudaron la reunión y repasaron los datos proporcionados por los otros jóvenes. El primero en dar cuenta de sus pesquisas fue Martinson, cuya versión iba completando Hanson. Wallander los escuchaba con vivo interés. En varias ocasiones, le pidió a Martinson que fuese más claro y, una única vez, le pidió que repitiese lo que acababa de decir. Después le tocó el turno a Ann-Britt Höglund. Wallander había confeccionado una lista con los nombres de todos los jóvenes implicados en la investigación. Cerca de las once, decidieron hacer una pausa, que Wallander aprovechó para ir a los servicios y tomarse un par de vasos de agua. A las once y cuarto estaban de nuevo en la sala de reuniones.
—En realidad, por el momento sólo podemos hacer una cosa —comenzó—. Tenemos que cursar la orden de búsqueda de Boge, Norman y Hillström. Han de regresar a casa lo antes posible.
Sin necesidad de más deliberaciones, todos se mostraron de acuerdo. Lisa Holgersson se encargaría, con la ayuda de Martinson, de solicitar y conseguir la orden al día siguiente.
Wallander notó que estaban cansados, pero todavía no quería dejarlos ir.
—Da la impresión de que estos jóvenes tramaban algo —señaló—. No habéis logrado sacar a los demás muchachos ninguna información, salvo que se conocían, que eran amigos y que salían de vez en cuando. No obstante, todos tenéis la sensación de que callan algo, de que comparten una especie de secreto, ¿estoy en lo cierto?
—Sí —corroboró Ann-Britt Höglund—. Hay algo que no sale a la luz.
—Sin embargo, tampoco parecen inquietos —intervino Martinson—. Están convencidos de que Boge, Norman y Hillström se han ido de viaje.
—Bien, esperemos que así sea —terció Hanson—. A mí esto empieza a darme mala espina.
—A mí también —admitió Wallander. Y arrojó el bolígrafo sobre la mesa, antes de lanzar al aire su pregunta—: ¿Qué coño se traía Svedberg entre manos? Tenemos que averiguarlo tan pronto como podamos. ¿Y quién es la mujer de la foto?
—Estamos cotejando la fotografía con todos los registros de que disponemos —explicó Martinson.
—Eso no es suficiente —objetó Wallander—. Hemos de publicarla. Después de todo, se trata de aclarar el asesinato de un policía. Esa fotografía tiene que aparecer en la prensa. Por supuesto, no diremos que es sospechosa de ningún delito, puesto que no lo es. Al menos, por ahora.
—No es muy común que una mujer dispare a alguien a bocajarro con una escopeta —observó Ann-Britt Höglund.
Nadie replicó.
La reunión se prolongó hasta casi medianoche. Y se decidió que continuarían al día siguiente, pese a que era domingo. Wallander empezaría por hacerle una visita a Sundelius, el director de banco jubilado.
Ya ante la puerta de la comisaría, se detuvo un momento a charlar con Martinson.
—Tenemos que localizar y hacer volver a esos jóvenes —insistió—. Hablaremos con Isa Edengren, y a los demás, a los que ya habéis entrevistado, los citaremos aquí en la comisaría para interrogarlos. Hemos de lograr que nos revelen su secreto.
Se encaminaron hacia sus respectivos vehículos. Wallander estaba agotado. El último pensamiento que lo asaltó antes de dormirse fue si Nyberg seguiría en el trastero de Björklund.
Poco antes del amanecer, una llovizna caía calmosamente sobre Ystad. Después despejó.
Aquel domingo haría buen tiempo.
Rosmarie Leman y su marido, Mats, solían ir de excursión a diversos lugares de esparcimiento, según el tiempo y la estación del año. Precisamente aquella mañana, la del domingo 11 de agosto, habían pensado ir al parque natural de Fyledalen. Sin embargo, al final mudaron de parecer y acordaron dirigirse a Hagestad. Se decidieron por el parque natural de Hagestad porque llevaban mucho tiempo, desde mediados de junio, sin visitarlo. Se levantaron muy temprano y salieron de su casa de Ystad poco después de las siete. Como era habitual, se disponían a pasar fuera todo el día, y en el maletero del coche llevaban dos mochilas con todo lo necesario. Ni siquiera habían olvidado los chubasqueros, por más que todo indicaba que iba a hacer buen tiempo. Sus vidas transcurrían del modo más ordenado; ella trabajaba de maestra, su marido era ingeniero, y no les gustaba dejar nada al azar.
Así, aquel domingo aparcaron ante la entrada del parque natural cuando aún no habían dado las ocho. Se tomaron un café junto al coche, se echaron después las mochilas a la espalda y empezaron a caminar. A las ocho y cuarto decidieron buscar un lugar adecuado para detenerse a desayunar. A veces se oían los ladridos lejanos de unos perros, pero aún no se habían topado con nadie. Hacía calor, apenas si soplaba la más leve brisa y, en algún momento, comentaron que el verano parecía haber decidido prolongarse más de lo que solía. Cuando hallaron un lugar que les pareció adecuado, se detuvieron, extendieron una manta y se sentaron a desayunar. Los domingos solían comentar aquellos asuntos de los que, por falta de tiempo, no podían hablar a lo largo de la semana. Y aquel día empezaron a darle vueltas a la necesidad de cambiar de coche, pues el que tenían empezaba a fallar. La cuestión era si podían permitírselo. Al fin decidieron que era preferible retrasarlo unos meses, hasta más avanzado el otoño. Después de desayunar, Rosmarie Leman se tendió sobre la manta y cerró los ojos. Mats Leman no tardaría en imitarla, aunque antes tenía que ir a hacer sus necesidades, así que se metió en el bolsillo un poco de papel y se alejó. Al otro lado del sendero por el que habían llegado, el terreno descendía ligeramente hasta desembocar en un denso bosquecillo, y hacia allí dirigió sus pasos. Antes de ponerse en cuclillas, miró a su alrededor. Por supuesto, no había nadie por allí. Cuando terminó, se dijo que había llegado el mejor momento del domingo, la media hora que pasaría durmiendo sobre la manta junto a Rosmarie. Y, mientras se recreaba en esa idea placentera, creyó vislumbrar algo entre los arbustos. No sabía de qué podía tratarse, pero, fuera lo que fuese, tenía un color que se destacaba del verdor circundante. Pese a que Mats no era una persona curiosa, en esta ocasión no pudo evitar apartar las ramas de los arbustos más próximos para ver qué había allí. Jamás en su vida podría olvidar lo que descubrió.
Rosmarie, que ya había caído vencida por el sueño, se despertó al oír que alguien gritaba.
Al principio no comprendió nada, pero al poco tomó conciencia de que su marido gritaba pidiendo socorro. No había hecho más que incorporarse cuando Mats apareció todo correr. Ella no sabía qué había ocurrido ni lo que había podido ver su marido; sólo vio que, blanco como el papel, corría hacia ella dando trompicones y balbuciendo algo ininteligible.
En ese instante, Mats se desmayó.
A las nueve y diez de la mañana, saltó la señal de alarma de la comisaría de Ystad. Al agente que contestó a la llamada le costó comprender de qué se trataba. En efecto, la persona que hablaba al otro lado del hilo telefónico se hallaba tan conmocionada que apenas se le entendía una palabra. Pese a todo, el policía logró que el hombre se tranquilizase y le pidió que le repitiese cuanto acababa de decir. Minutos después, el agente tenía una idea más o menos clara del asunto. Una persona llamada Mats Leman aseguraba haber hallado tres cadáveres en el parque natural de Hagestad. No estaba seguro del número, pero creía haber visto a tres personas muertas, tendidas en el suelo. El hombre se encontraba ahora en el coche, con su esposa, a la entrada del parque, y llamaba desde su teléfono móvil. A pesar de que el hombre estaba muy alterado, el policía se dio cuenta de que hablaba en serio. Le pidió el número del móvil y le dijo que aguardase donde estaba. Después se dirigió al despacho de Martinson, pues hacía un instante que lo había visto atravesar el pasillo. Martinson estaba sentado frente al ordenador. El agente, desde el umbral de la puerta, le contó lo de la llamada telefónica. También Martinson comprendió la gravedad del asunto. Por otro lado, hubo un detalle en el relato del agente que hizo que se le encogiese el estómago: