La luz de la calle inundó la sala de estar. Wallander permaneció inmóvil en aquel ambiente crepuscular. Había abandonado el parque porque necesitaba distanciarse de lo acontecido. Sin embargo, otra idea lo había impulsado a ello, una idea que le había sobrevenido ya al mediodía, y sobre la que, como comprendió luego, hasta ese momento no se había detenido a reflexionar. Ciertamente, habían hablado de eslabones, de puntos de contacto, de que Svedberg estaba involucrado de alguna manera, incluso de la posibilidad de que Svedberg hubiese cometido aquel crimen. Pero, de repente, Wallander vio claro que habían pasado por alto otra posibilidad, en realidad mucho más lógica. La de que Svedberg hubiera iniciado una investigación por su cuenta, sin informar a nadie de lo que se traía entre manos. Contaban con indicios más que evidentes de que había dedicado buena parte de sus vacaciones a seguir el rastro de los jóvenes desaparecidos. Por supuesto, eso no descartaba la idea de que Svedberg tuviese algo que ocultar. Sin embargo, lo lógico —o, incluso, lo más lógico— era interpretarlo como todo lo contrario. Era muy posible que Svedberg hubiese dado con alguna pista. No era descabellado pensar que el policía sospechase que Boge, Norman y Hillström no habían emprendido ningún viaje por Europa. Tal vez supuso que les había ocurrido algo. Y, en algún punto de su trayecto, pudo cruzarse en el camino de un desconocido. Después, una tarde o una noche, él mismo resultó muerto. Wallander era consciente de que esa hipótesis no explicaba por qué su colega no confiara a ninguno de sus compañeros qué andaba investigando. Sin embargo, quizá tuviera sus motivos, para ellos aún desconocidos.
La silla que Svedberg había tirado en su caída seguía allí, en el suelo. Wallander se sentó en una esquina del sofá, con las luces apagadas. Los acontecimientos del día acudían a su mente como una sucesión de imágenes que desfilaran ante sus ojos a cámara lenta. Ya desde el principio, poco menos de una hora después de que descubriesen los cadáveres, tuvo el convencimiento de que había algo en todo aquello que no encajaba. Pero no supo muy bien qué era hasta que le llegó el informe preliminar del forense de Lund, en el que indicaba cuánto tiempo llevaban muertos. El forense no podía precisar el tiempo transcurrido desde que les dispararon, pero sí rechazó por imposible la suposición de que llevasen muertos cincuenta días. Wallander pensó enseguida que aquello le proporcionaba a él y a su grupo de investigación dos posibles puntos de partida: o les habían disparado después de la noche de San Juan, o habían ocultado los cuerpos en algún escondite para preservarlos de la putrefacción. Tampoco podían descartar que el lugar del hallazgo no fuese el mismo que el lugar del crimen. Ni que decir tiene que a Wallander y a sus colegas les costaba imaginar que alguien asesinara a aquellas tres personas en el sitio en que las hallaron, que luego ese alguien llevara los cadáveres a alguna otra parte para ocultarlos y conservarlos, y que después volviera a trasladarlos al lugar del crimen. Hanson había lanzado la hipótesis de que quizá los jóvenes, a pesar de las apariencias, hubiesen emprendido el viaje por Europa, pero que tal vez acortaron su estancia en el extranjero. En tal caso, habrían vuelto antes de lo previsto sin avisar ni a sus amigos ni a sus respectivas familias.
Wallander admitió que era una posibilidad y, aunque no le pareció muy verosímil, no la desechó. Hizo sus observaciones y escuchó a los que tenían algo que decir, pero en ningún momento dejó de sentir que se hundía en un banco de niebla cada vez más compacto.
A lo largo de aquel caluroso día de agosto, todos habían hallado algún alivio a su horror en las tareas programadas para examinar meticulosamente el escenario del crimen. Wallander había visto a sus colegas realizar cuanto se esperaba de ellos sumidos en un silencio hecho a la vez de abatimiento y espanto. Y, mientras los observaba, se preguntaba si, en algún momento del día, cada uno a su manera, no habría deseado ser cualquier otra cosa menos policía. Se habían tomado frecuentes pausas, durante las cuales abandonaban el lugar de los hechos para retirarse al sendero, donde habían instalado algunas mesas y sillas de camping. Allí se acomodaban a tomarse un café que notaban más frío cada vez que abrían de nuevo los termos. Sin embargo, ninguno probó bocado en todo el día.
Lo que más le había impresionado era la entereza de Nyberg, que con incansable tenacidad había ido revolviendo entre los hediondos restos de alimentos medio podridos. También había dado instrucciones al fotógrafo y al policía encargado de la cámara de vídeo para que realizaran sus tomas antes de precintar cada objeto en bolsas de plástico y marcaran el lugar donde los habían hallado en complejos mapas que el técnico había confeccionado. Wallander sabía que Nyberg odiaba con toda su alma al autor de aquella monstruosidad en la que él se veía obligado a bucear, y también sabía que nadie era tan exhaustivo como el técnico. En cierto momento, a lo largo del día, Wallander se había dado cuenta de que Martinson estaba extenuado, por lo que se dirigió a él, lo llevó a un lado y le dijo que se marchase a casa o, al menos, que se echase un rato a descansar en el coche de los técnicos. Pero Martinson negó con la cabeza y regresó a su tarea, la de inspeccionar la zona más próxima al mantel. De Ystad llegaron las patrullas con los perros policía. Allí estaba Edmunsson, con su fiel
Kall
. Los perros olisquearon en distintas direcciones en busca de desechos. Tras unos arbustos hallaron restos de heces y, en otros lugares, latas de cerveza y papeles. Todo fue recogido, precintado y marcado en los mapas de Nyberg. En otro lugar, bajo un árbol algo alejado del área,
Kall
pareció detectar algo con su fino olfato, pero no encontraron ningún objeto. Wallander volvió a hurgar bajo aquel árbol varias veces a lo largo del día, pues se había percatado de que era uno de los puntos más resguardados para quien quisiese observar sin ser visto el lugar en el que se celebraba la fiesta. Al pensar en ello, un aliento gélido lo atravesaba por dentro: ¿habría estado allí el asesino? Y, en tal caso, ¿qué habría visto?
Poco después de las doce del mediodía, Nyberg le pidió a Wallander que examinara el radiocasete que había tirado junto al mantel. En una de las cestas habían hallado varios casetes, pero nada ponía en las carátulas. Cuando Wallander pulsó el botón para escuchar la cinta, se hizo un silencio estremecedor. La música que invadió la atmósfera era bien conocida de todos: Fred Kerstróm
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interpretaba las Epístolas de Fredman. Wallander miró a Ann-Britt Höglund.
Ella tenía razón: el marco histórico de la fiesta era la época de Bellman.
De pronto, se oyó el motor de un coche que circulaba calle arriba. De algún lugar impreciso, quizá del piso de abajo, llegaba el sonido de un televisor. Wallander fue a la cocina y se bebió otro vaso de agua. Después se sentó a la mesa, aún con las luces apagadas.
Pasado el mediodía, habló por teléfono con Lisa Holgersson y decidieron que informarían a los padres en cuanto los cuerpos estuviesen en camino hacia Lund. Wallander se había ofrecido a ir a Lund, pero Lisa le dijo que no, y añadió que quería informar ella a los padres. Al ver que hablaba en serio, Wallander no opuso ninguna objeción. Sin embargo, protestó enérgicamente ante la sugerencia de que tanto el personal médico como un sacerdote del Cuerpo de Policía estuviesen presentes.
—Será terrible —le advirtió Wallander al final de la conversación—. Mucho peor de lo que te imaginas.
Wallander se levantó y se dirigió al despacho de Svedberg. Echó una mirada a su alrededor y después se sentó ante el escritorio. Pensó en todas las imágenes que habían ido surgiendo durante la investigación. Tenían tres postales, y Eva Hillström había desconfiado de ellas desde el principio: no las había escrito su hija. Pero Wallander lo había puesto en duda. Todos lo habían puesto en duda. A nadie se le ocurriría falsificar una postal. Y ahora su hija estaba muerta, así que las postales tenía que haberlas escrito otra persona. Alguien que había estado viajando por Europa; alguien que había ido a Hamburgo, París y Viena y que había enviado desde allí aquellas postales a modo de pistas falsas, como pistas equívocas. La cuestión era por qué. Aunque los jóvenes no hubiesen muerto la noche de San Juan, no cabía duda de que les habían disparado con anterioridad a la fecha de la última postal, la enviada desde Viena. Entonces, ¿por qué habían dejado esa pista falsa?
«Tengo miedo», admitió, con la mirada clavada en la penumbra de la habitación. «Nunca he creído en la maldad espontánea. No hay personas que nazcan con la brutalidad en los genes. Sí hay, en cambio, circunstancias perversas. Quizá no exista la maldad, pero en este caso vislumbro una maquinación forjada por un cerebro retorcido».
Pensó en Svedberg. ¿Era posible que hubiese viajado por Europa con el único objetivo de echar al buzón unas postales con las firmas falsas de Astrid Hillström y los otros muchachos? Por inverosímil que se le antojase, no podía descartar esta posibilidad, pues Svedberg estaba de vacaciones. Tenían que elaborar un esquema de las fechas en las que, con total seguridad, había permanecido en Suecia. Pero ¿cuánto tiempo se tarda en ir y volver de París o de Viena?
«Lo inverosímil puede suceden, se dijo. «Y no cabe duda de que Svedberg era un buen tirador.
»La cuestión es si, además, estaba loco».
Wallander echó mano de la agenda de Svedberg para hojearla. Allí estaban las anotaciones recurrentes de las citas con «Adamsson». ¿Acaso se apellidaba así la mujer de la fotografía, esa mujer que, según Sture Björklund, se llamaba Louise? ¿«Louise Adamsson»? Salió entonces del despacho, regresó a la cocina y hojeó la guía telefónica. Allí no había ninguna Louise Adamsson. Sin embargo, tal vez estuviese casada y ocultase su identidad tras la de otra persona con ese apellido. Volvió al despacho. Le pediría a Martinson que mirase en todas las hojas de servicio antiguas y que comprobase lo que Svedberg había hecho los días en que tenía anotado el nombre de «Adamsson» en su agenda.
Se repantigó en la silla de Svedberg. Era muy cómoda. Mucho más que las que había en la comisaría. Luego, de repente, se levantó. No podía permitirse el lujo de quedarse allí sentado y que lo venciese el sueño. Fue al dormitorio y encendió la luz. Abrió las puertas del armario y rebuscó entre las ropas del colega, pero no halló nada digno de interés.
Apagó la luz y regresó a la sala de estar. Allí había entrado alguien con una escopeta en la mano, una escopeta con la que ese alguien había disparado a Svedberg tras apuntarle directamente a la cabeza; luego había abandonado el arma en el suelo. Wallander se preguntó si esa escena había sido el principio o el fin de una sucesión de hechos. Incluso, si todo aquello tendría una continuación.
A duras penas soportaba esa idea. ¿Podía haber alguien allá fuera, en la oscuridad, decidido a proseguir con aquel truculento despropósito?
Lo ignoraba. Todo resultaba tan escurridizo… En ningún lugar le parecía hallar el punto de apoyo que buscaba. Se colocó en el sitio en el que habían encontrado la escopeta y recreó la imagen de Svedberg sentado en la silla, o a punto de levantarse de ella.
«La hormigonera retumba abajo, en la calle. Dos tiros, Svedberg cae muerto antes de tocar el suelo. Pero no ha habido conversación alguna, ni voces ni gritos. Tan sólo las secas detonaciones de la escopeta:».
Cambió de posición y se colocó junto a la silla tendida en el suelo. «Has dejado entrar en el apartamento a alguien que conoces. Alguien de quien, con toda probabilidad, nada temes. Quizás incluso alguien que dispone de una copia de tus llaves. Aunque ese alguien también puede haber utilizado una ganzúa. Pero no una palanca, pues no hay marcas en la puerta. Ese hombre, si es que es un hombre, lleva una escopeta. Cabe también la posibilidad de que tú tuvieses en el apartamento una escopeta sin licencia. Y, además, esa escopeta estaba cargada. Y la persona a la que abriste la puerta o que entró sin que tú lo advirtieras en el apartamento conocía su existencia. Demasiadas preguntas. Mas, al cabo, las únicas preguntas decisivas son quién y por qué. Un único quién y un único porqué:».
De nuevo en la cocina, se sentó y llamó al hospital. Tuvo suerte y pudo hablar con el mismo médico que lo informó la primera vez.
—Isa Edengren se encuentra bien. Le daremos el alta mañana o, a más tardar, pasado mañana.
—¿Ha dicho algo?
—No mucho. Pero tengo la impresión de que está bastante contenta de que la encontrases.
—¿Sabe que fui yo?
—¿Por qué razón no habríamos de revelárselo?
—¿Y cómo reaccionó?
—Creo que no comprendo bien la pregunta.
—Sí, cuál fue su reacción al saber que un policía había ido a buscarla para hablar con ella.
—No lo sé.
—Tengo que hablar con ella cuanto antes.
—Podrás hacerlo mañana.
—Preferiría ir esta misma noche. En realidad, también tendría que hablar contigo.
—¿Tan urgente es?
—Sí, es urgente.
—Pues yo estaba a punto de marcharme a casa. Para mí sería mucho mejor si pudiésemos esperar hasta mañana.
—Y para mí sería mucho mejor si no hubiese sido necesario mantener esta conversación —atajó Wallander—. Lo siento, pero me veo obligado a pedirte que te quedes ahí. Llegaré dentro de diez minutos.
—¿Ha ocurrido algo?
—Desde luego. Algo que no puedes ni imaginar.
Wallander se tomó un último vaso de agua antes de abandonar el apartamento de Svedberg y salir hacia el hospital. Seguía haciendo calor; apenas si soplaba la menor ráfaga de viento.
Cuando el inspector llegó a la planta en la que estaba ingresada Isa Edengren, vio que el médico lo aguardaba en el pasillo. Entraron en un despacho que se encontraba vacío y Wallander cerró la puerta. Mientras conducía hacia el hospital había tomado la determinación de ir directo al grano. Así, le reveló al médico el hallazgo de los cadáveres en el parque natural, le contó que los tres jóvenes habían sido asesinados y que Isa Edengren se habría contado entre ellos de no haber caído enferma. El único detalle que omitió fue el de los disfraces y las pelucas. El médico lo escuchaba incrédulo.
—Hubo un tiempo en el que consideré la posibilidad de convertirme en médico forense —dijo al cabo—. Pero cuando oigo historias como ésta, me alegro de no haberlo hecho.
—Y con toda la razón. Te aseguro que era un espectáculo espeluznante.