—Supongo que estará enferma. O que ha intentado suicidarse —les explicó—. ¿Qué puedo hacer mientras llegáis?
—Procura que no deje de respirar —fue la respuesta—. Siendo policía, sabrás cómo se hace.
La ambulancia llegó al cabo de dieciséis minutos. Wallander había logrado ponerse en contacto con Ann-Britt Höglund, que aún no había salido para Trelleborg, y le había pedido que fuese al hospital y esperase allí a la ambulancia. Él quería quedarse en Skårby. Cuando la ambulancia se marchó, se dirigió a la puerta de la casa. Estaba cerrada con llave. Rodeó el edificio hasta la parte posterior e hizo lo mismo con la puerta trasera, que también estaba cerrada a cal y canto. En ese momento, oyó el motor de un coche que se aproximaba a la casa por la parte delantera. Dio la vuelta y vio que un hombre en chándal y botas de goma salía de un pequeño Fiat.
—He visto la ambulancia —dijo a modo de aclaración.
Se leía la angustia en sus ojos. Wallander se identificó y le explicó que Isa Edengren estaba, al parecer, enferma. No quiso dar más información.
—¿Dónde están sus padres? —inquirió el inspector.
—De viaje.
Wallander notó el tono evasivo de la respuesta.
—¿No puedes decirme dónde están? Hay que avisarles.
—Puede que estén en España —aventuró el hombre—. O en Francia. Tienen casa en ambos países.
Wallander pensó en las puertas cerradas con llave.
—Supongo que Isa vive aquí cuando ellos están de viaje.
El hombre negó con la cabeza.
—¿Qué significa eso?
—Yo no soy ningún entrometido —se excusó el hombre al tiempo que se dirigía al coche.
—Pues yo creo que ya estás bastante metido en esto —atajó Wallander decidido—. ¿Cómo te llamas?
—Erik Lundberg.
—¿Vives por aquí cerca?
Lundberg señaló una finca situada justo al sur de donde se encontraban.
—Quiero que contestes a mi pregunta: ¿vive Isa en esta casa cuando sus padres están de viaje?
—Lo tiene prohibido.
—¿Qué quiere decir eso?
—Tiene que dormir en el cenador, ahí detrás.
—¿Por qué no puede estar en la casa?
—Tuvieron algunas discusiones… Cuando los padres se iban de viaje ella organizaba fiestas, desaparecían cosas…
—¿Cómo sabes tú todo eso?
La respuesta sorprendió a Wallander.
—No la tratan bien —reveló Lundberg—. El invierno pasado, cuando estuvimos a diez grados bajo cero, se fueron de viaje y echaron la llave de las dos puertas. En el cenador no hay calefacción. La muchacha vino a nuestra casa, totalmente helada, y se quedó con nosotros. Entonces nos contó una serie de cosas. No a mí, pero sí a mi mujer.
—Bien, pues vamos a tu casa ahora mismo —resolvió Wallander—. Quiero que me diga qué le contó.
Pidió a Lundberg que se adelantase, pues él quería volver al cenador. No encontró ni rastro de somníferos ni tampoco la consabida nota. En el bolso de la joven no halló nada que le llamase la atención. Dio otro repaso antes de encaminarse hacia el coche. Sonó el móvil.
—Ya está ingresada —le comunicó Ann-Britt Höglund.
—¿Qué dicen los médicos?
—No mucho por ahora.
Le prometió que lo llamaría en cuanto hubiese novedades. Wallander orinó junto al coche antes de ir a casa de los Lundberg. Al llegar allí, un perro, echado junto a la escalinata que conducía a la puerta, clavó en el inspector una mirada recelosa. Lundberg salió y lo espantó, antes de conducir a Wallander hasta una cocina muy acogedora. La mujer de Lundberg había preparado café. Se llamaba Barbro y tenía un marcado acento de Gotemburgo.
—¿Cómo está? —se interesó la mujer.
—Una colega está con ella en el hospital. Llamará cuando se sepa algo.
—¿Creen que ha intentado suicidarse?
—Es pronto para decirlo —observó Wallander—. Sólo sé que no pude despertarla. —El inspector se sentó y dejó el móvil sobre la mesa—. Me figuro que no sería la primera vez —apuntó—, dado que es lo primero que preguntas.
—Es cosa de familia… —dijo Lundberg algo incómodo, y luego calló de repente, como si se arrepintiese de sus palabras.
Barbro Lundberg puso la cafetera sobre la mesa.
—El hermano de Isa falleció hace dos años —aclaró ella—. Sólo tenía diecinueve. Isa y Jörgen se llevaban un año.
—¿Cómo ocurrió?
—Se metió en la bañera —prosiguió Lundberg—. Había escrito a sus padres una nota en la que los mandaba a la mierda. Luego dejó caer en el agua un tostador que había enchufado en la toma de la maquinilla de afeitar.
Wallander lo escuchaba descompuesto, con la sensación de tener un vago recuerdo del suceso.
De pronto le vino a la memoria que había sido Svedberg el responsable de la investigación. Svedberg había llegado a la conclusión de que pudo haber sido tanto un suicidio como un accidente. A menudo resultaba difícil determinar si se trataba de lo uno o lo otro.
Sobre un viejo sofá había un periódico. Wallander lo había visto en cuanto entró en la cocina y había vislumbrado una fotografía de Svedberg en primera página. Alargó la mano para alcanzarlo. Tenía una pregunta cuya respuesta necesitaba saber de inmediato. Desplegó el periódico y señaló la fotografía.
—Veo que habéis leído sobre el policía asesinado… —comenzó.
La respuesta llegó sin haberle dado tiempo a formular la pregunta.
—Estuvo aquí hace un mes, más o menos.
—¿En vuestra casa o en la de la familia Edengren?
—Primero en casa de los Edengren y luego aquí. Igual que tú.
—Y los padres, ¿estaban de viaje también en aquella ocasión?
—No.
—Es decir, que conoció a los padres de Isa.
—No sabemos con quién habló —puntualizó el hombre—. Pero no estaban de viaje.
—¿Por qué vino a veros a vosotros? ¿Qué os preguntó?
La mujer que hablaba con aquel dialecto cantarín se había sentado a la mesa.
—Preguntó por las fiestas —explicó ella—. Las que Isa solía organizar cuando los padres estaban fuera, antes de que decidieran dejarla en la calle.
—Eso era lo único que le interesaba saber —añadió Erik Lundberg.
En este punto de la conversación, Wallander empezó a extremar su atención, pues intuía que se le estaba ofreciendo la posibilidad de comprender, al menos en parte, la extraña actitud de Svedberg durante el verano.
—Quiero que intentéis recordar qué os preguntó exactamente.
—Un mes es mucho tiempo —se excusó ella.
—¿Estabais sentados aquí, como ahora?
—Sí.
—Supongo que a él también le ofreciste café.
—Sí —dijo la mujer, con una sonrisa—, comentó que le había gustado mucho mi bizcocho.
Wallander continuó con cautela.
—Tuvo que ser poco después de la noche de San Juan, ¿me equivoco?
Los esposos intercambiaron una mirada. Wallander comprendió que intentaban aunar esfuerzos para recordar.
—Sí, tuvo que ser a primeros de julio —repitió ella—. De eso estoy segura.
—Es decir, que estuvo aquí a finales de junio. Primero visitó a los Edengren y luego a vosotros.
—Isa vino con él. Pero estaba enferma.
—¿Qué le pasaba?
—Había estado una semana mal del estómago y se la veía muy pálida.
—O sea, que ella estuvo con vosotros aquí, en la cocina.
—No, sólo vino a mostrarle el camino. Luego se volvió a su casa.
—Y él os preguntó por las fiestas, ¿no es así?
—Sí.
—¿Qué preguntó?
—Si conocíamos a los que solían acudir a ellas. Pero, claro, no conocíamos a ninguno.
—¿Por qué «claro»?
—Porque eran jóvenes de distintos lugares que aparecían en sus coches para marcharse después.
—¿Qué más os preguntó?
—Si eran fiestas de carnaval —recordó el hombre.
—¿Preguntó eso exactamente?
—Sí.
La mujer meneó la cabeza.
—No, no fue eso lo que preguntó. Quería saber si los que acudían a las fiestas iban disfrazados.
—¿Y era así?
Ellos lo miraron llenos de asombro.
—Pero ¡por Dios!, ¿cómo íbamos a saberlo nosotros? —exclamó Erik—. Nosotros no estábamos allí, ni tampoco nos dedicamos a espiar tras las cortinas. Lo que vimos, lo vimos por casualidad.
—O sea, que algo visteis.
—A veces las fiestas se celebraban en otoño. Entonces estaba oscuro. Era imposible ver si la gente iba vestida de fantoche o no.
Wallander guardó silencio mientras reflexionaba.
—¿Qué más quiso saber Svedberg?
—Nada. Se pasó casi todo el rato ahí sentado, rascándose la frente con un bolígrafo. No creo que estuviese aquí más de media hora. Luego se disculpó y se marchó.
El móvil sonó en ese momento. Era Ann-Britt Höglund.
—Le están haciendo un lavado de estómago.
—O sea, intento de suicidio.
—Bueno, la gente no suele tomarse semejantes cantidades de somníferos por error.
—¿Saben ya los médicos que se trata de somníferos?
—Su grado de inconsciencia no puede deberse a otra causa que la intoxicación, eso opinan los médicos.
—¿Sobrevivirá?
—Nadie ha dicho lo contrario.
—En ese caso, será mejor que te vayas a Trelleborg.
—Sí, eso estaba yo pensando. Nos vemos luego.
Wallander cortó la comunicación. El matrimonio lo miraba angustiado.
—Se pondrá bien —aseguró Wallander—. Pero he de ponerme en contacto con sus padres.
—Pues el caso es que tenemos dos números de teléfono suyos —dijo el hombre al tiempo que se levantaba.
—Nos pidieron que los llamásemos si había algún problema con la casa —intervino la mujer—, nada más.
—¿Ni siquiera si Isa se ponía enferma?
Ella asintió. Erik le dio a Wallander un trozo de papel en el que éste escribió los dos números.
—¿Podemos ir a verla al hospital? —preguntó la mujer.
—Imagino que sí, pero será mejor que esperéis hasta mañana.
El hombre lo acompañó a la puerta.
—¿Tenéis vosotros las llaves de la casa?
—¡Qué va! Jamás nos habrían confiado las llaves.
Wallander, tras despedirse, regresó al jardín de los Edengren. Una vez allí, se dirigió de nuevo al cenador y lo inspeccionó durante media hora, prestando, en esta ocasión, mucha más atención a lo que veía, aunque sin saber a ciencia cierta lo que buscaba. Después se sentó en el diván donde había hallado a Isa Edengren.
«Esto es como un pez que se muerde la cola», concluyó. «Svedberg visita a la chica que no pudo acudir a la fiesta de San Juan, por lo que se libró de desaparecer, como los otros. Svedberg pregunta a los vecinos por las fiestas. Y por los disfraces. Y ahora Isa Edengren intenta suicidarse y Svedberg está muerto».
Wallander se levantó y abandonó el cenador.
La inquietud lo atenazaba. No hallaba hilo conductor alguno que le indicase por dónde seguir. Todo señalaba hacia todas partes y, al mismo tiempo, hacia ninguna.
Se sentó al volante y se puso en marcha hacia Ystad. Su siguiente objetivo era visitar de nuevo a Sture Björklund en su casa de Hedeskoga.
A las cuatro de la tarde aparcó en el jardín. Llamó a la puerta, pero nadie le abrió. Probablemente, Sture Björklund se había marchado a Copenhague. O tal vez a Estados Unidos, para hablar de sus últimas ideas sobre monstruos. Wallander aporreó la puerta con fuerza, pero no se molestó en esperar a que le abrieran. Decidió dar la vuelta a la casa. El jardín que había en la parte posterior estaba abandonado; aquí y allá, sobre el césped sin cortar, se pudrían unos muebles de madera. El inspector se acercó a una ventana de la casa y miró a través del cristal. Después, continuó su recorrido. En el extremo del jardín vio una caseta que parecía servir de trastero. Wallander tanteó el pomo de la puerta, que no estaba cerrada con llave. La abrió y entró. Al no encontrar un interruptor, abrió la puerta de par en par y la sujetó con un panel de madera. En el trastero reinaba el más absoluto desorden. A punto estaba ya de salir cuando, en un rincón, vislumbró una lona que cubría algo. Se puso en cuclillas y levantó una de las esquinas muy despacio. Bajo aquella lona había una especie de máquina. Con sumo cuidado, retiró toda la lona.
Ciertamente, aquello era una máquina. O, mejor dicho, un instrumento.
Wallander no recordaba haber visto nada parecido en toda su vida. Y, sin embargo, supo enseguida lo que era.
Era un telescopio.
Cuando Wallander volvió a salir al jardín, notó que había empezado a levantarse algo de aire. Inmóvil, de espaldas al viento, se puso a conjeturar. ¿Cuántas personas podían tener un telescopio en su casa? Le costaba creer que fuesen muchas. Además, estaba seguro de que, si el interés por la contemplación del cielo nocturno hubiese sido común a ambos primos, Ylva le habría hecho algún comentario al respecto. La única explicación plausible que se le ocurría era que el telescopio que acababa de hallar fuese el de Svedberg. Simplemente, no había otra explicación.
Aquello le llevaba a plantearse otras preguntas: ¿por qué no le había dicho nada Sture Björklund? ¿Tendría algo que ocultar? ¿O acaso ignoraba que el telescopio estaba en su casa?
Wallander echó una mirada al reloj. Las cinco menos cuarto. Era sábado, 10 de agosto, y el viento cálido le azotaba la espalda. Aún tardaría en llegar el otoño.
Empezó a caminar hacia el coche, presa de una inquietud creciente. ¿Habría sido Sture Björklund capaz de matar a su propio primo? La verdad, le costaba creerlo.
Necesitaba forjarse cuanto antes una idea clara de lo que el catedrático sabía y de lo que le ocultaba. Al llegar al coche, llamó a la comisaría, pero ni Martinson ni Hanson estaban en sus despachos. Entonces le pidió al policía de guardia que enviase un coche patrulla a Hedeskoga.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber el agente.
—Necesito algunos efectivos para que mantengan vigilada una casa —explicó Wallander—. Por ahora, será suficiente con que anotes que la solicitud está relacionada con el caso de Svedberg.
—¿Sabemos ya quién le disparó?
—No. Es sólo una medida preventiva.
Wallander pidió que los efectivos acudieran en un coche camuflado y le indicó al colega en qué cruce se encontrarían.
Cuando Wallander llegó al lugar acordado, el otro coche ya lo estaba esperando. Les señaló dónde tenían que apostarse y les ordenó que lo telefonearan en cuanto viesen aparecer a Björklund.