Había encargado que le aislaran acústicamente el dormitorio. Le había costado una fortuna, pero había merecido la pena. En su habitación no penetraba el menor ruido del exterior. Había mandado cegar las ventanas y había hecho instalar un aparato de aire acondicionado, absolutamente silencioso, que le proporcionaba todo el aire que quería respirar. De una de las paredes colgaba un cuadro luminoso con una imagen del mundo, sobre la que podía seguir el curso del sol sobre el planeta. Esta habitación constituía el núcleo de su mundo. En ella era capaz de pensar con total lucidez. Tanto en lo que había ocurrido como en lo que había de ocurrir.
Aquel dormitorio insonorizado era el punto central de su universo. Reinaba en él una claridad que no encontraba en ningún otro lugar. Allí nunca se veía obligado a reflexionar en quién era él ni a cuestionarse el hecho de que, en efecto, tenía razón: la justicia no existía.
Fue durante un congreso celebrado en un hotel perdido en el laberinto montañoso de Jämtland. El jefe del gabinete de ingenieros en el que trabajaba apareció de repente en la puerta de su despacho y te dijo que él tenía que acudir, en sustitución de otra persona que había caído enferma. Ni que decir tiene que acató la orden, aunque había hecho otros planes para el fin de semana en el que se celebraría el encuentro. Y había dicho que sí porque no quería llevarle la contraria a su jefe, pese a que consideraba que él no era la persona idónea para sustituir al enfermo. Las jornadas versaban en torno a las nuevas técnicas digitales, y su moderador, un hombre de edad que había trabajado con máquinas registradoras ahora anticuadas, que se fabricaban en tvidaberg hablaba de los nuevos tiempos mientras todos los asistentes tomaban notas sin levantar la cabeza de sus cuadernos.
Una tarde, quizá la última, los participantes del congreso decidieron tomar una sauna. Pero a él no le gustaba la sauna. No le gustaba mostrarse desnudo ante otros hombres. Tampoco sabía cómo iba a reaccionar. De ahí que prefiriese aguardar en el bar mientras los demás sudaban. Después se reunieron para tomar unas copas. Uno de ellos comenzó a hablar acerca de las formas más adecuadas de despedir a la gente. Todos, salvo el, eran directivos. Él no era aún más que un simple ingeniero. Así pues, se pusieron a contar historias, hasta que, al cabo de un rato, las miradas de todos se clavaron en él. Pero él no sabía qué decir. Él nunca había despedido a nadie. Y tampoco había pensado nunca en la posibilidad de perder un día su puesto de trabajo. Había estudiado una carrera, era bueno en su trabajo y estaba devolviendo los préstamos que había pedido para costearse los estudios. Y, además, siempre estaba de acuerdo con todo.
Tiempo después, cuando sobrevino la catástrofe, recordó súbitamente una de las historias que oyó aquel día. Un enano seboso y desagradable, procedente de una empresa de construcción de Torshälla, contó cómo, un buen día, llamó a su despacho a uno de los empleados más antiguos y le dijo:
«Sinceramente, no sé cómo nos las habríamos arreglado sin ti durante todos estos años…».
Hizo una pausa para lanzar una estentórea carcajada, y añadió:
—Fue un comienzo excelente, pues el vejete se puso contento y ufano, y bajó la guardia. El resto fue coser y cantar. Sólo tuve que decirle: «Pero te aseguro que vamos a intentar apañárnoslas sin ti a partir de mañana».
Así quedó el pobre hombre despedido.
Había rememorado a menudo aquella historia. Si hubiese estado en su mano, habría ido a Torshälla y habría matado al enano seboso que se enorgullecía de haber despedido al obrero.
A las tres de la tarde salió de su apartamento. Se sentó al volante y dejó la ciudad en dirección este. Se detuvo en una zona de aparcamiento de Nybrostrand y aguardó hasta que no vio a nadie por los alrededores. Entonces, rápidamente, se metió en otro coche que había dejado previamente estacionado allí y partió a toda velocidad. Antes de girar para tomar la carretera principal, se ajustó unas gafas y se encajó una visera hasta las cejas. Pese a que hacía calor, no abrió las ventanillas. Puesto que sus fosas nasales eran muy sensibles, corría el riesgo de pillar un resfriado si se exponía a las corrientes de aire.
Cuando llegó al parque natural se dio cuenta de que había tenido suerte. No había ningún coche en la zona, lo que significaba que no tenía que colocar los indicadores falsos que tenía preparados. Dado que ya eran las cuatro de la tarde, y además sábado, tampoco le parecía probable que acudiese ningún visitante a partir de aquella hora. Había estado vigilando la entrada al parque durante tres sábados consecutivos. Los visitantes tardíos eran muy escasos, y los que, pese a todo, aparecían por allí a esas horas, se marchaban siempre antes de las ocho. Sacó del maletero la bolsa de las herramientas, así como los bocadillos y el termo de té que había tomado la precaución de llevarse. Miró a su alrededor. Aguzó el oído. Después, desapareció por uno de los senderos.
Los golpes de viento eran tenues, pero él los sentía. Había llegado a contar veintisiete. Miró el reloj. Eran las ocho menos tres minutos. Durante las horas que había estado esperando, nadie había pasado por el estrecho sendero que discurría junto al árbol tras el que se ocultaba, Poco después de las siete, oyó ladrar un perro a lo lejos. Nada más. Sabía lo que aquello significaba: en el parque no había ni un alma y él podría estar tranquilo.
Tal y como lo había planeado y previsto.
Miró de nuevo el reloj. Las ocho y un minuto. Decidió esperar hasta las ocho y cuarto.
Llegado el momento, bajó agazapado y cauteloso una ladera hasta alcanzar una espesa fronda que lo engulló enseguida. Minutos después, se encontraba ya en el sitio al que tanto ansiaba llegar. Observó de inmediato que nadie había estado allí en todo aquel tiempo. Había tendido una cuerda delgada entre los dos árboles que formaban como un pórtico de acceso a la pequeña explanada. Se arrodilló y comprobó que nadie la había tocado. Entonces sacó de la bolsa la pala plegable y empezó a cavar. Lo hacía de forma metódica, sin apremio. Lo que menos deseaba era empezar a sudar. El riesgo de pillar un resfriado sería entonces muy alto. Cada ocho paladas se detenía a escuchar. Le llevó veinte minutos retirar la tierra bien apelmazada que constituía la primera capa y que dejó al descubierto la lona. Antes de levantarla, se untó la nariz con menta y se colocó una mascarilla. Alzó entonces la lona y la guardó en la bolsa. Allí, en el fondo del hoyo, estaban los tres sacos de goma. No despedían ningún olor, de lo que dedujo que los había cerrado bien. Levantó uno de los sacos y lo llevó fuera de la explanada. Gracias a sus ejercicios gimnásticos, ahora estaba en muy buena forma. En apenas diez minutos había trasladado los tres sacos al punto de origen. Devolvió la tierra excavada a su lugar y la aplastó luego con los pies para apretarla, sin olvidar detenerse a escuchar a intervalos de tiempo regulares.
Hecho esto, dejó la explanada y se dirigió al árbol junto al que había dejado los sacos. De la bolsa fue sacando el mantel, las copas y algunas bolsas de plástico con los restos putrefactos de comida que había conservado en su despensa.
Acto seguido, abrió los sacos y extrajo los cadáveres. El blanco de las pelucas estaba ligeramente desvaído. Las manchas de sangre se habían vuelto grisáceas. Dispuso los cuerpos en sus lugares respectivos y consiguió, no sin trajinar bastante, que el aspecto del conjunto fuese idéntico al de la fotografía que había tomado la noche de San Juan. Como colofón, escanció algo de vino en una de las copas.
De nuevo aplicó el oído. Silencio absoluto.
Con los sacos bajo el brazo, volvió al lugar donde había dejado la bolsa y los presionó para guardarlos en el interior de ésta, dispuesto a abandonar aquel escenario, no sin antes quitarse la mascarilla y limpiarse los restos de menta de la nariz. Por el camino de regreso hacia el coche no encontró un alma. También el aparcamiento estaba desierto. Se dirigió a Nybrostrand, volvió a cambiar de coche y, poco antes de las diez, ya estaba de vuelta en Ystad. No obstante, no había ido derecho a casa, sino que, tomando el camino que conducía a Trelleborg, llegó a un lugar por el que se podía acceder hasta la orilla del lago en coche sin ser visto. Allí, tras meter en un saco los otros dos, junto con unos tubos de hierro que llevaba en el maletero, arrojó al agua el paquete, que no tardó en hundirse.
Una vez en casa, quemó la mascarilla en la chimenea. Metió los zapatos que había calzado en las últimas horas en una bolsa de basura y colocó el frasco de menta en el armario del cuarto de baño. Se dio una ducha bien caliente y se limpió a conciencia con una loción desinfectante.
Después, se tomó un té. Al ver el fondo del recipiente en el que guardaba el té, se dijo que tenía que encargar un nuevo pedido la semana siguiente, sin más dilación, así que lo anotó en la pequeña pizarra que tenía en la cocina. Se sentó entonces un rato ante el televisor. Emitían un debate sobre las personas sin hogar. Como de costumbre, nadie tenía nada nuevo que decir, nada que él no supiera ya.
Cerca de la medianoche, se acomodó junto a la mesa de la cocina. Tenía ante sí un montón de cartas.
Ya le había llegado el turno de mirar con ánimo hacia el futuro. Con sumo cuidado, abrió la primera carta y empezó a leer.
Poco después de la una y media de aquel sábado 10 de agosto, Wallander salía de la casa de los Hillström, en el camino de Körling. Había decidido ir directamente a Skårby, donde vivía Isa Edengren, la chica que, según Eva Hillström, se puso enferma y no pudo acudir a celebrar la noche de San Juan con los otros tres jóvenes. Wallander le había recriminado a la madre de Astrid que no le hubiese proporcionado antes aquella información; al mismo tiempo, le remordía la conciencia por no haberse tomado más interés en el caso y no haber sospechado que algo grave podía haberles ocurrido a los muchachos.
Entró unos minutos en la pastelería que había en la plaza donde paraban los autobuses. Allí se tomó un vaso de agua y un bocadillo, Se acordó, demasiado tarde, de que tendría que haberlo pedido sin mantequilla, así que intentó retirarla del pan con ayuda del cuchillo. Sentado a la mesa de enfrente había un hombre que no paraba de mirarlo, por lo que Wallander dedujo que lo habría reconocido. Seguro que, a partir de ahora, empezaría a correr el rumor de que los policías se dedicaban a retirar la mantequilla de sus bocadillos en lugar de entregarse a la búsqueda de los asesinos de sus colegas. Wallander suspiró para sus adentros. Jamás aprendería a convivir con los rumores.
Se tomó una taza de café, fue a los servicios y salió de la pastelería. Ya fuera de la ciudad, se decidió por la carretera del interior, que atravesaba Bjäresjö. En el preciso instante en que torcía para salir de la carretera principal, sonó su móvil. Se detuvo en el arcén. Era Ann-Britt Höglund.
—He estado en casa de Lena Norman, hablando con sus padres —explicó la agente—. Creo que tengo algo importante.
Wallander se aplastó el teléfono contra la oreja.
—Al parecer, una cuarta persona tendría que haber asistido a la fiesta —continuó ella.
—Lo sé —repuso Wallander—. Precisamente iba a su casa ahora mismo.
—¿A casa de Isa Edengren?
—Exacto. Eva Hillström me mostró el original de la fotografía que tenía Svedberg. Fue su hija quien la tomó, con el disparador automático. El año pasado.
—No parece sino que Svedberg vaya un paso por delante de nosotros constantemente —señaló ella.
—Llegaremos a un punto en el que lo alcanzaremos, ya verás —aseguró Wallander—. Por lo demás, ¿alguna novedad?
—Bueno, hemos recibido algunas llamadas pero creo que no han aportado nada de interés.
—Hazme un favor —pidió el inspector—. Llama a Ylva Brink y pregúntale por el tamaño del telescopio de Svedberg. Y si pesaba mucho. No consigo explicarme dónde puede haber ido a parar.
—¿Quieres decir que hemos de descartar cualquier sospecha de robo?
—No tenemos que descartar nada. Es sólo que si alguien va por ahí con un telescopio bajo el brazo, otra persona tiene que haberlo visto.
—¿Es importante o puede esperar? Pensaba ir a Trelleborg a entrevistar a uno de los chicos de la foto.
—En ese caso, deja lo del telescopio para más tarde. ¿Quién se encargará del otro muchacho?
—Martinson y Hanson iban a ir juntos. Yo misma les di el nombre. Ahora están en Simrishamn con la familia Boge.
Wallander asintió satisfecho.
—Es estupendo que los localicemos a todos hoy mismo —comentó—. Creo que para esta noche sabremos mucho más de lo que sabemos ahora.
Concluyeron la conversación y, al llegar a Skårby, Wallander siguió las indicaciones que le había dado Eva Hillström para llegar a la casa de Isa Edengren. Sabía que el padre de Isa poseía una finca muy extensa y, además, varios tractores para trabajar en sus parcelas.
Wallander subió por un amplio sendero de entrada y se detuvo ante una casa de dos plantas. En el jardín había un BMW aparcado. Salió del coche y llamó al timbre. Nadie venía a abrirle, así que aporreó la puerta e hizo sonar el timbre otra vez. Eran las dos de la tarde. Sudoroso, volvió a llamar, sin obtener tampoco respuesta. Empezó a rodear la casa, una antigua mansión con una huerta de árboles frutales bien cuidados. Había una piscina y algunas hamacas que le parecieron muy costosas. En un extremo del jardín había un cenador, una especie de cobertizo medio oculto por los arbustos y el follaje. Wallander echó una ojeada y se dirigió hacia allí. La puerta, pintada de color verde, estaba entreabierta. Dio unos toquecitos, pero nadie contestó. Entró. Las cortinas que adornaban las pequeñas ventanas estaban echadas. Le costó un poco habituarse a la oscuridad.
Entonces descubrió que allí había alguien durmiendo sobre un diván, cubierto con una manta que no dejaba ver más que unos mechones de pelo negro. La persona que dormía estaba vuelta de espaldas. Wallander salió de nuevo, cerró la puerta con cuidado y volvió a llamar.
Nada.
Entonces abrió otra vez y entró. Encendió la luz y se acercó al diván, puso la mano sobre el hombro del que dormía y lo sacudió levemente. Seguía sin producirse ninguna reacción. Allí pasaba algo raro. Le dio la vuelta al cuerpo y comprobó que era Isa Edengren. Empezó a hablarle sin dejar de sacudirla. La joven respiraba lenta y pesadamente. La sacudió entonces con fuerza y sin miramientos mientras la incorporaba. Al ver que seguía sin reaccionar, la tendió de nuevo. Buscó en sus bolsillos el teléfono móvil pero recordó que lo había dejado en el asiento del coche tras su conversación con Ann-Britt Höglund. Fue corriendo al coche para buscar el móvil. Marcó el número de urgencias y les indicó el camino mientras regresaba al cenador.