Wallander regresó a toda prisa al lugar del crimen. Uno de los técnicos criminales estaba fijando algunas huellas de pisadas que había en la arena húmeda. Edmunsson siguió rastreando con la ayuda de
Kall
.
—Así que un bañista… —comentó Wallander a Ann-Britt Höglund—. Un bañista que desaparece.
Cuando Hanson terminó de hablar con una mujer a la entrada del camping, Wallander lo llamó para que se acercase.
—Hay más testigos que lo vieron —aclaró Hanson.
—¿Al bañista?
—Cuando llegaron los novios, el hombre nadaba mar adentro. Después salió del agua. Una persona asegura que parecía estar construyendo un castillo de arena. Después se levantó y desapareció.
—¿No vieron a nadie más? Por ejemplo, alguien que siguiese a los recién casados…
—Bueno, un hombre bastante ebrio afirma haber visto a dos ciclistas enmascarados por la playa. Pero creo que podemos prescindir de ese testimonio.
—Bien, entonces elaboremos una versión provisional de lo ocurrido —sugirió el inspector—. ¿Sabemos ya quiénes son las víctimas?
—El hombre muerto junto a la cámara llevaba una invitación en el bolsillo —informó Ann-Britt Höglund, al tiempo que se la tendía a Wallander; el malestar y la angustia del inspector eran ya tan intensos que a punto estaba de gritar y salir corriendo.
—Malin Skander y Torbjörn Werner —leyó en voz alta—. Se han casado hoy, a las dos de la tarde.
Hanson reprimió a duras penas las lágrimas y Ann-Britt Höglund clavó la mirada en el suelo.
—Es decir, que estuvieron casados durante dos horas —siguió Wallander—. Y después vinieron aquí para que los fotografiasen. Por cierto, ¿qué sabemos del fotógrafo?
—En el interior de la funda de la cámara está escrito su nombre —aclaró Hanson—. Se llamaba Rolf Haag y tenía el estudio en Malmö.
—Hemos de localizar a los parientes —continuó Wallander—. Dentro de poco acudirán los periodistas y otros fotógrafos…
—¿No deberíamos cortar las carreteras? —dijo Martinson, que acababa de unirse al grupo.
—¿Cortarlas? ¿Para qué? No sabemos cómo es el coche. ¿Qué quieres que hagamos, buscar a un hombre en bañador? A pesar de que sabemos a qué hora se cometió el crimen, no creo que logremos detenerlo poniendo controles en las carreteras. Ya es demasiado tarde para eso.
—Yo sólo quiero pillar a ese jodido tipo —explicó Martinson.
—Sí, como todos nosotros —señaló Wallander—. Eso es lo que perseguimos, y lo vamos a conseguir. Por eso debemos ponernos manos a la obra y repasar toda la información de que disponemos. Un bañista. Ésa es la única pista. Hemos de partir de la base de que se trata del mismo hombre. Un sujeto que, al actuar, reúne siempre dos características: está bien informado y planifica sus ataques con detalle.
—Es decir, que, en tu opinión, mientras se bañaba, estaba esperando al joven matrimonio, ¿no? —apuntó Hanson vacilante.
Wallander intentó reconstruir los hechos.
—Él sabe que la pareja va a ser fotografiada en este preciso lugar —comenzó—. En la invitación pone que la celebración empezará a las cinco, lo que implica que conoce la hora. Las fotos se tomarán en este lugar alrededor de las cuatro de la tarde. Mientras aguarda, se da un baño. Tiene el coche estacionado cerca de aquí, en un lugar desde el que puede llegar hasta la orilla sin pasar por delante de la zona de acampada.
—Pero ¿y el arma? ¿Cómo iba a bañarse con el arma encima?
Era evidente que Hanson no acababa de verlo claro, pero Wallander había empezado a ver con nitidez cómo se habían desarrollado las cosas.
—No podemos perder de vista el punto de partida —insistió—. Sabemos que está muy bien informado y que planifica a conciencia. Por tanto, espera la llegada de la pareja y del fotógrafo en el agua. Un hombre que está tomando un baño no lleva ropa y, con el pelo mojado, el aspecto cambia bastante. Además, por lo general, nadie se fija en un bañista. Todos lo vieron y recuerdan que estaba allí, pero nadie ha logrado describirlo con precisión.
Al decir esto, los miró uno a uno para comprobar que aquella suposición era cierta: ninguno de los testigos con los que habían hablado había sido capaz de describir el rostro de aquel hombre.
—Así que llegan los novios —prosiguió Wallander—. Junto con el fotógrafo. El bañista sale del agua y se sienta sobre la arena.
—¡Tenía una toalla! —intervino Ann-Britt Höglund—. Una toalla de rayas. Es un detalle en el que coinciden varios de los testigos.
—Estupendo, todos los detalles son reveladores. De modo que se sienta sobre la toalla. Una toalla de rayas. Y resulta que tenemos un testigo que asegura que daba la impresión de que se puso a hacer algo. ¿Qué hizo, exactamente?
—Se puso a cavar un hoyo en la arena —respondió Hanson.
En aquel instante, Wallander comprendió que su hipótesis era correcta. Un modelo de actuación aún impreciso empezaba a perfilarse. Aquel hombre seguía unas reglas. Por supuesto, las sometía a cierta variación. Pero a Wallander le daba la impresión de que empezaba a conocerlas.
—Así es. Pero no estaba cavando para hacer un castillo de arena. Se puso a cavar para retirar un plástico bajo el cual había ocultado un arma.
Sus colegas escucharon con atención su razonamiento.
—El arma estaba ya preparada —prosiguió Wallander no sin cierta cautela—. De modo que lo único que tiene que hacer es aguardar el momento en que la joven pareja y el fotógrafo estén concentrados en lo suyo. Cuando no haya nadie cerca. Entonces se levanta. Lo más probable es que lleve el arma envuelta en la toalla. Nadie se fija en él: es sólo un bañista solitario que da por terminado su baño. Se acerca y dispara tres veces. Las víctimas fallecen en el acto. Ni que decir tiene que habrá utilizado un silenciador. Así que, tras disparar, reemprende la marcha por entre las dunas en dirección a su coche. No debió de llevarle más de unos minutos. Desconocemos adónde se dirigió después. Lo único que sabemos acerca de este hombre es lo que ha hecho —finalizó—. Pero os aseguro que descubriremos más piezas que encajen.
—Yo sé algo más sobre él —anunció Nyberg, que se había unido al grupo en el transcurso de la exposición de Wallander—. Chupa tabaco en bolsitas. Y escupió una en el fondo del hoyo. Da la impresión de que intentó ocultarla cubriéndola de arena. Pero el perro la desenterró y vamos a analizarla. La saliva es una excelente fuente de información acerca de una persona.
Wallander vio acercarse a Lisa Holgersson, seguida, unos pasos más atrás, por Thurnberg. Lleno de envidia, Wallander vio fugazmente ante sí la imagen de Per Keson, que, en algún lejano paraíso, no tenía que lidiar con los restos macabros que un loco iba dejando tras de sí en Suecia. Pensó que era el momento de renunciar a la responsabilidad, que tanto pesaba sobre sus hombros, de dirigir la investigación. En efecto, había fracasado. Por más que él hubiese cumplido cabalmente con sus obligaciones, el fracaso era un hecho. No habían encontrado al hombre que había asesinado a su colega, a tres jóvenes que celebraban una fiesta en un parque, a una chica sola acurrucada en una cueva de una isla del archipiélago de Ostergötland y, en las últimas horas, también a una pareja de recién casados y a su fotógrafo.
No le quedaba más que una salida: pedirle a Lisa Holgersson que adjudicase esa responsabilidad a otro agente. O esperar a que Thurnberg llamara a alguien de la brigada criminal de Estocolmo para que tomase el mando de la investigación.
Ni siquiera se sintió con fuerzas para informarles de lo ocurrido, sino que delegó en los otros esa tarea, mientras él acudía al encuentro de Nyberg, que se hallaba junto al trípode de la cámara.
—Le dio tiempo de tomar una fotografía —afirmó—. Ni una más. La revelaremos y haremos una copia tan pronto como sea posible, claro está.
—Estuvieron casados durante dos horas —volvió a decir Wallander.
—Parece que a este demente le disguste que las personas sean felices. Como si su cometido en esta vida no fuese otro que convertir la alegría en dolor.
Un poco ausente y en silencio, Wallander escuchó ese último comentario de Nyberg. En la orilla, Edmundsson seguía empeñado en su batida, ayudado por
Kall
, mientras otra patrulla de perros policía trabajaba algo más lejos. Al otro lado de los cordones policiales se apiñaban ya muchos curiosos. En alta mar, en el horizonte, un buque navegaba rumbo al oeste. Wallander pensó que, horas más tarde, el navío pasaría el estrecho y saldría a mar abierto.
Seguía sin tener la energía suficiente para enfrentarse a lo que había ocurrido. Sospechaba que sucedería de nuevo, aunque abrigaba la esperanza de que no ocurriera así. «Un buen policía nunca pierde la esperanza», solía decir Rydberg. «Un buen policía tiene la esperanza de que no se cometa un asesinato. Que el asesino falle al dirigir su arma contra una persona indefensa. Pero, de igual modo, debe desear que el crimen se aclare de modo que los fiscales queden satisfechos y los tribunales puedan dictar su sentencia. En resumidas cuentas, lo que espera un buen policía es que disminuya la criminalidad, aun a sabiendas de que eso no sucederá mientras la sociedad sea como es y sostenga esos sistemas injustos que la articulan como requisito para el intercambio de fuerzas propio de la mecánica social».
No obstante, Wallander recordaba que su maestro también solía afirmar que el combatir el crimen era «una cuestión de resistencia, de quién aguantaría más y por más tiempo».
Lisa Holgersson y Thurnberg aparecieron de pronto junto a él. Wallander estaba tan abstraído en sus pensamientos que se sobresaltó.
—Deberíais haber ordenado un corte de carreteras —irrumpió Thurnberg.
Wallander lo observó con semblante serio. El fiscal ni siquiera lo había saludado con un simple gesto.
Entonces tomó dos determinaciones: la una, que no abandonaría la dirección de la investigación de forma voluntaria; la otra, que diría exactamente lo que opinase en cada momento, y que empezaría a hacerlo en aquel preciso instante.
—No —replicó—. No habría sido de ninguna utilidad cortar las carreteras. Por supuesto, tú podrías haber ordenado que así se hiciese. Pero, en ese caso, habrías tenido que explicar por qué tú solito. Yo no te habría ayudado en absoluto.
Thurnberg, que no se esperaba esa respuesta, perdió por un instante su habitual aplomo.
«Ha alzado demasiado la cresta», concluyó Wallander satisfecho. «Tanto, que se le han chafado las plumas».
Wallander le volvió la espalda con ostensivo desdén y Lisa Holgersson lo siguió, más pálida que nunca. En sus ojos aterrados Wallander veía reflejado su propio temor.
—O sea, que se trata del mismo hombre, ¿me equivoco? —preguntó.
—Sin lugar a dudas.
—Pero ¿por qué una pareja de recién casados?
Esa había sido la primera pregunta que él mismo se había hecho. Y sabía que no había más que una respuesta.
—Bueno, los trajes de los novios también pueden considerarse un disfraz.
—¿Tú crees que es eso lo que le interesa?
—No, la verdad es que no lo sé.
—¿Y qué otra cosa podría ser?
Wallander no respondió a aquella última pregunta, pues desconocía la respuesta. Era demasiado pronto para extraer ninguna conclusión definitiva, pero tenía la sensación de que todas sus hipótesis, que con tanto esfuerzo había bosquejado, acababan de derrumbarse.
El único perfil que podía aplicar al asesino era el de un desquiciado. Un desquiciado que, no obstante, no estaba loco, y que había asesinado ya a ocho personas, una de las cuales era un policía.
—Creo que es la mayor atrocidad de la que he sido testigo en mi vida —sentenció Lisa Holgersson.
—Hubo un tiempo en que Suecia fue conocida por sus destacados inventores. Después, por lo que dio en llamarse
folkhem
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. En los años sesenta, corrió un rumor equívoco sobre la liberación sexual de los suecos. Quizás ahora nos hagamos célebres a causa de un asesino que se comporta como ningún otro lo ha hecho nunca antes —concluyó Wallander—, y de inmediato lamentó cuanto acababa de decir, ya que las comparaciones eran absurdas y el momento inapropiado.
—Los familiares… —recordó Lisa Holgersson—. ¿Cómo anunciar a los familiares y a los amigos que, pese a no haber transcurrido ni dos horas desde que salieron de la iglesia, los recién casados están muertos?
—Lo ignoro. Yo me siento tan incapaz como tú. Por otro lado, tampoco sabemos si el fotógrafo tenía familia.
—Al parecer, se casaron en alguna iglesia de por aquí.
—Así es, en Köpingebro. La fiesta no tardará en comenzar. Ella le dedicó una mirada que él interpretó al instante.
—Sí —siguió Wallander—, lo más acertado será que Martinson se encargue de los familiares del fotógrafo, junto con los colegas de Malmö. Tú y yo iremos a Köpingebro.
Vio que Thurnberg hablaba por el móvil, y se preguntó fugazmente con quién. Acto seguido, reunió a sus colaboradores para decirles que Hanson tomaría el mando hasta que él regresase.
—Responded a todas las preguntas que os formule Thurnberg —les pidió Wallander—, pero en cuanto empiece a dar órdenes, me llamáis por teléfono.
—¿Por qué habría de inmiscuirse un fiscal en el trabajo de la policía?
La pregunta de Hanson estaba más que justificada, pero Wallander no se molestó en contestar; en lugar de eso, llamó a Ann-Britt Höglund para hablar con ella a solas.
—No sé cuánto tiempo nos llevará esto —comenzó—. Pero para cuando yo vuelva, quiero que hayas reflexionado sobre la situación. ¿Cómo debemos proseguir la investigación a partir de ahora? ¿Debemos apartarnos de los procedimientos habituales? No hay dos investigaciones iguales. ¿En qué sentido es ésta distinta de las demás? ¿Hay algún aspecto que se haya esclarecido a raíz del último suceso? ¿Hemos hallado alguna pista reveladora? ¿Qué pistas, en cambio, son insignificantes?
—Pues no sé si seré capaz —replicó ella—. Ése es tu cometido.
—No, no el mío, sino el nuestro. Y yo tengo que ir a notificar el asesinato de una pareja de novios que se dieron el sí hace apenas dos horas a sus familias y amigos, de modo que no tendré tiempo de pensar en ningún otro asunto. Tendrás que pensar tú en mi lugar.
—Ya, pero yo sigo sin estar segura de poder hacerlo.
—Bueno, al menos inténtalo.
Dicho esto, se despidió y se encaminó al coche donde lo aguardaba Lisa Holgersson.