—O sea que, después de aquello, nunca más volvió a verlo.
—Ya he contestado a esa pregunta, ¿no? Lo que yo quisiera ahora es que me explicase por qué viene a mi casa a las cinco de la mañana para hablar de algo irrelevante o más bien inexacto. De hecho, yo creía que deseaba hablar de Karl Evert.
—Eso es precisamente lo que estamos haciendo —puntualizó Wallander—. Nils Stridh era, como usted mismo descubrió al parecer en su momento un hombre bastante fastidioso y problemático que, en una ocasión, llegó a agredir a su propio hermano, además de destrozar su apartamento. Por cierto, también por una cuestión de dinero, pues su hermano se negó a prestárselo, lo mismo que usted hizo en el banco anos años atrás. Stig Stridh denunció esa agresión, y en este punto aparece la figura de Svedberg. En efecto, éste tenía que tramitar dicha denuncia, cosa que se negó a hacer aduciendo falta de pruebas. Ante una actitud tan insólita, Stig Stridh denunció a Svedberg ante la comisión de justicia, que, a su vez, lo consideró inocente del supuesto delito de prevaricación. Y ahora, once años después, cuando a mí se me ocurre investigar el asunto y, para ello, me pongo en contacto con Stig Stridh y con Rut Lundin, ella me facilita su nombre entre los de otros amigos de Nils Stridh.
—Eso es totalmente falso.
—¿Y por qué habría de mentirme acerca de algo que yo puedo comprobar sin el menor inconveniente?
—Eso debe preguntárselo a ella.
—¿Le refirió Svedberg en alguna ocasión este incidente?
—Jamás.
La respuesta fue tan rápida que Wallander empezó a prestar la mayor atención, pues sospechaba que Sundelius estaba en guardia y que mostraría una gran reserva. Decidió proseguir con mucha cautela.
—¿Y está seguro de que no se equivoca? Después de todo, hablamos de cosas que sucedieron hace ya muchos años.
—Svedberg no mencionó jamás nada relacionado con nadie que lo hubiese denunciado ante la comisión de justicia.
—¿Acaso no solía hablarle de su trabajo?
—Sí lo hizo alguna vez, pero era muy estricto con las normas, y el juramento de secreto profesional no constituía una excepción.
—¿Le habló de mí en alguna ocasión?
—¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad.
—Pues sí, mencionó su nombre en varias ocasiones, siempre en términos de elogio.
Wallander apuró el último trago de café y rechazó una segunda taza.
—En resumidas cuentas, usted niega rotundamente haber visto a Nils Stridh salvo en una ocasión, la propiciada por la visita de éste al banco.
—Exacto.
Wallander comprendió que, por el momento, no podría llegar más lejos. Era evidente que Sundelius se había provisto de una buena coraza. No obstante, estaba seguro de que el ex director de banco le estaba mintiendo y se había propuesto averiguar el motivo.
—Le prometí que le avisaría cuando supiésemos la fecha del entierro; pues bien, tendrá lugar el martes a las dos de la tarde.
—Gracias, ya había visto la necrológica en el periódico —replicó Sundelius.
Wallander cayó en la cuenta de que él mismo no había llegado a verla. Estaba pensando en ponerse de pie para despedirse, cuando recordó que tenía otra pregunta que formular y permaneció sentado aún un instante.
—¿Cree que Svedberg tenía enemigos?
—No, que yo sepa.
—¿Le dio la impresión, en algún momento, de que estaba inquieto o quizás asustado?
—No. Era una persona muy equilibrada; de otro modo nuestra relación habría sido imposible.
Wallander consideró brevemente si sería conveniente decirle lo que estaba pasando por su mente en aquel momento, hasta que resolvió hacerlo.
—Hemos localizado a la mujer con la que Svedberg mantuvo una relación secreta.
Una sombra de preocupación se cernió de nuevo sobre el semblante de Sundelius, tal y como Wallander suponía que ocurriría.
—¿Cómo se llama esa señora?
—Creemos que responde al nombre de Louise.
—¿Y el apellido?
—Lo ignoramos.
Wallander se levantó. Las piernas le pesaban a causa del cansancio; llevaba muchas horas sin dormir. Sundelius lo acompañó al vestíbulo y, ya con la chaqueta en la mano, el inspector recordó que tenía otra pregunta más que hacer.
—¿Le sugiere algo el nombre de Adamsson?
—Yo sólo conozco a un Adamsson —repuso Sundelius—. Sven-Erik Adamsson. Vive en Svarte y es médico naturista.
—¿Era también conocido de Svedberg?
—Pues sí. Solíamos visitarlo juntos. —¿Por qué razón?
—Pues porque ambos creíamos en la medicina naturista.
«¡Vaya!», exclamó el inspector para sí. «Así de simple». La respuesta era de lo más verosímil y, pese a todo, Wallander tenía sus reservas al respecto, ya que no había visto ningún medicamento naturista en casa de Svedberg.
En todo momento, mientras caminaba por la calle, lo acompañó la firme sensación de que Sundelius lo observaba desde una de sus ventanas. Sin embargo, no se volvió a comprobarlo. La sospecha de que Sundelius no le había dicho la verdad, de que le había ocultado algo le parecía cada vez más fundada. Se sentó al volante y repasó mentalmente toda la conversación, pero las ideas iban y venían sin orden ni concierto. En efecto, le faltaban las fuerzas, de modo que puso rumbo a la calle Mariagatan, subió al apartamento y se tendió en la cama, no sin antes haber puesto el despertador para que sonase al cabo de una hora.
El timbre del teléfono fue penetrando en su conciencia y lo arrancó del sueño. Sobresaltado, se sentó al borde de la cama y se dirigió trastabillando hacia la cocina.
Era Lennart Westin, que llamaba desde su casa del archipiélago de Östergötland.
—No estarías durmiendo, ¿verdad? —preguntó a modo de disculpa.
—En absoluto —mintió Wallander—. Pero acabo de salir de la ducha y estaba secándome. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos?
—Sí, claro. Estoy en casa.
Sobre la mesa había un lápiz, pero no halló ningún trozo de papel ni ningún periódico, de modo que apuntó el número de teléfono en la misma mesa.
Luego se sentó con la frente apoyada en las dos manos; tenía un intenso dolor de cabeza y se sentía aún más agotado que antes de echarse. Se enjuagó la cara con agua fría, buscó un analgésico y puso una cafetera con el café que le quedaba. Ya no había más. Quince minutos más tarde, a las ocho y nueve minutos, según indicaba el reloj de la cocina, llamó a Lennart Westin, que contestó enseguida.
—Vaya, yo creo que te he despertado, pero como me pediste que te llamase si recordaba algo importante…
—Trabajamos casi las veinticuatro horas, así que no dormimos mucho —explicó Wallander—. Por supuesto que has hecho bien llamándome.
—En realidad, he recordado dos detalles —precisó Westin—. El primero, del día en que el policía al que dispararon viajó conmigo hasta Bärnsö en el barco. ¿Sabes?, esta mañana, cuando me desperté, recordé un comentario suyo.
Wallander le pidió disculpas antes de dejar el auricular para ir a la sala a buscar uno de sus blocs de notas.
—Como te decía, me preguntó si en los últimos días había llevado a alguna mujer a Bärnsö.
—¿Y qué le dijiste?
—Pues que sí.
—¿Quién era?
—Se llama Linnea Vederfeldt y vive en Gusum.
—¿Y para qué iba a Bärnsö?
—Al parecer, la madre de Isa había encargado cortinas nuevas para la casa. Por lo visto, Vederfeldt y ella eran amigas de la infancia y le había pedido que fuese a tomar las medidas. Me pidió que la recogiera en Bärnsö después del reparto del correo.
—¿Y tú se lo contaste a Svedberg?
—La verdad, pensé que aquello no era de su incumbencia, de modo que no le di muchos detalles.
—¿Cómo reaccionó?
—Insistió en que le contestase y al final le dije que se trataba de una amiga de la madre. Quedó algo decepcionado y perdió el interés por el asunto.
—¿Te preguntó algo más?
—Si lo hizo, no lo recuerdo. Lo que sí te puedo asegurar es que se puso muy nervioso cuando le dije que había llevado a una mujer en mi barco. La verdad, no entiendo cómo pude olvidar ese detalle la primera vez que hablé contigo.
—¿En qué sentido se mostró nervioso?
—Bueno, yo no sé mucho de estas cosas, pero a mí me dio la impresión de que se asustó.
Wallander asintió para sí. «Svedberg creyó que se trataba de Louise», resolvió, «y la sola idea lo atemorizó,».
—De acuerdo. ¿Cuál era el otro detalle que te había venido a la memoria? Eran dos, ¿no?
—Así es. Debo de haber dormido muy bien esta noche porque, esta mañana, me he acordado de algo de lo que también hablamos en la cabina de mandos, antes de anclar en el primer muelle. Te dije que, quieras o no, acabas sabiéndolo todo de la mayoría de la gente. ¿Lo recuerdas?
—Sí, ahora sí.
—Pues, como ves, no era tan importante.
—Lo suficiente, te lo aseguro. Te agradezco mucho que me hayas llamado.
—Prometiste que vendrías al archipiélago en otoño —comentó Westin—. Cuando la mar esté en calma.
—¿He de interpretarlo como una invitación? —inquirió Wallander.
—Puedes interpretarlo como quieras —repuso Westin con una carcajada—. Pero has de saber que yo mantengo mis promesas.
Concluida la conversación, Wallander tomó la taza de café y volvió a la sala de estar.
Claro que recordaba aquella conversación en la cabina de mandos, durante la cual Westin le refirió cómo era el trabajo de un repartidor de Correos en el archipiélago.
De pronto, cayó en la cuenta de lo que había estado buscando y comprendió que su intuición lo había llevado por buen camino.
En efecto, iban a la caza de un asesino que planificaba y preparaba con suma minuciosidad las atrocidades que le venían a la mente. Y de esa forma de planificar se infería que el sujeto podía recabar toda la información que precisaba sin despertar sospechas. ¿Y cómo era posible eso?
Pues, por ejemplo, teniendo acceso al correo ajeno, leyendo las cartas de los demás.
Wallander permanecía de pie, inmóvil en el centro de la habitación, con la taza en la mano.
¿Podía tratarse de algo tan sencillo, tan horriblemente simple? ¿Quién podía tener acceso a tanto detalle? Lennart Westin le había proporcionado, aunque parcialmente, la respuesta: un cartero de provincias, ya fuese en tierra firme o en el archipiélago.
Un cartero. Un cartero capaz de abrir y leer las cartas de los demás, para luego cerrarlas de nuevo y hacerlas llegar a sus destinatarios sin que éstos se den cuenta de la intromisión.
Sin embargo, algo le decía que aquello no podía ser correcto. Las cosas no podían ser así. Demasiado fácil, demasiado bueno para ser cierto. No obstante, no podía dejar de reconocer que, ciertamente, esa hipótesis constituía una explicación probable del gran escollo al que se enfrentaban en la investigación: la cuestión de cómo obtenía el asesino toda la información a la que, sin duda, tenía acceso.
Por otro lado, no había que olvidar el detalle de las postales, franqueadas desde distintos países europeos con firmas falsas que imitaban la letra de los supuestos remitentes.
El cansancio había desaparecido. Unas ideas daban lugar a otras. La investigación cobraba forma, los hechos se concatenaban y discurrían por su mente siguiendo un orden natural.
Era consciente de que había emprendido el camino hacia una hipótesis plausible o, más bien, hacia un posible patrón que, no obstante, podía derrumbarse en cualquier momento, pues persistían algunos puntos débiles. Por ejemplo, el hecho de que todas las víctimas del asesino no viviesen en el mismo distrito postal. Además, ignoraba hasta qué punto se podía abrir y luego cerrar una carta sin dejar rastro. ¿No se trataría de un empleado que clasificase el correo en una central, en lugar de un repartidor?
Cuando, finalmente, se sentó en el sofá, había llegado a la conclusión de que tenía tantas probabilidades de estar en lo cierto como de haber errado por completo en su razonamiento; probablemente, el tiempo le demostraría que se trataba de una pista falsa. Pese a todo, seguía convencido de que la idea podía ser fructífera.
De hecho, era una posible respuesta al enigmático modo en que el asesino recababa datos.
La pregunta era crucial: ¿cómo podía alguien arrancar, en el más absoluto secreto, los secretos de los demás?
Apuró el café y se dio una ducha antes de vestirse y partir hacia la comisaría, cuyas puertas atravesó a las nueve y cuarto. Estaba ansioso por comentar sus suposiciones y, por suerte, halló en su despacho a la persona con la que deseaba hacerlo.
—¿Cómo están los niños? —inquirió, amable.
—Bueno, los niños siempre se ponen enfermos en el momento más inoportuno —repuso Ann-Britt—. Es algo así como la regla número uno de los Höglund.
Wallander tomó asiento frente a ella, que lo observaba desde su silla.
—Espero que me perdones, pero no me gustaría tener el mismo aspecto que tienes tú hoy… —bromeó la agente—. ¿Has dormido algo esta noche?
—Unas horas.
—Mi marido se marcha a Dubai dentro de cuatro días. ¿Crees que, para entonces, habremos puesto fin a este infierno?
—No.
Ella abrió los brazos, impotente.
—Entonces, no sé cómo vamos a arreglárnoslas.
—Pues, por lo que a ti respecto, trabajarás lo que puedas. Así de sencillo.
—No —rechazó ella—. No es tan sencillo. Pero, claro, los hombres sois incapaces de entender por qué.
Wallander, que en ese momento prefería no hablar de los problemas que Ann-Britt tenía para conseguir que alguien cuidase de los niños mientras ella trabajaba, desvió la conversación hacia lo que había sucedido aquella noche. Así pues, la puso al corriente de cómo el agente de guardia, al observar a los curiosos apiñados tras el cordón policial, había reconocido a la supuesta Louise. Asimismo, le refirió la charla telefónica que, hacía apenas unas horas, había mantenido con Lone Kjær.
—En otras palabras, Louise existe. Y yo que empezaba a creer que se trataba de un espíritu fantasmagórico…
—¡Vaya! También hay espíritus fantasmagóricos en la secta llamada Divine Movers… En fin, ignoro si Louise es su verdadero nombre, pero estoy convencido de que existe. Y, además, ha mostrado interés por este caso.
—¿Crees que es ella?
—Bueno, no podemos descartar esa posibilidad. Aunque también es posible que esté actuando exactamente igual que Svedberg.