Svedberg tenía pavor a las avispas. Y ahora estaba muerto.
Por ese motivo estaban allí, en el jardín de Lars Skander. El colega no había sido la única víctima. Había muchas otras. Demasiadas.
—Te diré exactamente lo que pienso —soltó de repente el inspector—. Si te soy franco, tengo miedo de que ese sujeto vuelva a atacar. Me aterra sólo pensar que, en cualquier momento, alguien me llame para comunicarme que ha vuelto a suceder. Estoy volviéndome loco tratando de hallar alguna señal de que esta pesadilla pronto vea su fin o, al menos, que no nos veamos en la necesidad de enfrentarnos una vez más a otros cadáveres. Pero, la verdad, no veo ni una miserable señal.
—Todos sentimos ese mismo temor —lo tranquilizó ella—. Es sólo que lo transmitimos sin aludir a él.
No necesitaban decir nada más. El miedo, eso era lo que los impulsaba, lo que seguiría impulsándolos hasta que atrapasen a alguien acerca de cuya culpabilidad hubiesen hallado pruebas palpables.
—Estuvo a punto de dejarse caer —observó Ann-Britt—. Nadie puede imaginarse por lo que esa mujer está pasando realmente.
Ann-Britt llamó a Martinson, que enseguida le preguntó por lo ocurrido. Wallander, tras desplazar la silla de modo que quedase a la sombra, se enfrascó de nuevo en sus lucubraciones. La decisión de fotografiarse en Nybrostrand se había tomado hacía unas semanas: ¿quién, en ese lapso, tuvo la posibilidad de conocer ese dato?
Su impaciencia se incrementaba por momentos. ¿Por qué no les habían confirmado si el supuesto ayudante de Rolf Haag existía o no? Ann-Britt Höglund concluyó su conversación con Martinson y arrastró su silla junto a la de Wallander, a la sombra.
—Nos llamará enseguida. Al parecer, los padres de Werner son de edad muy avanzada. Martinson me ha dicho incluso que, a veces, no está seguro de en qué punto la conmoción no es sino senilidad…
—¿Tenía Rolf Haag un ayudante? —interrumpió Wallander—. La respuesta a esta pregunta es fundamental, necesitamos saberla de inmediato. De eso iba a encargarse la policía de Malmö, pero ¿con quién podríamos hablar?
—¿Recuerdas a Birch, con el que colaboramos el año pasado en Lund?
—¿Cómo podría olvidarlo?
Birch era un policía de la antigua escuela al que Wallander se alegró muchísimo de conocer.
—Pues creo que se ha trasladado a Malmö —continuó ella—. Y, además, me parece que él se encargaba de averiguar lo del ayudante.
—Entonces, ya lo habrá hecho —aseveró Wallander.
Convencido de que así sería, se sacó el móvil del bolsillo dispuesto a llamar a la policía de Malmö, cuyo número central tenía en la agenda del teléfono. Tuvo suerte, pues pilló a Birch en su despacho. Tras intercambiar unas frases de cortesía, Birch le aseguró que sabía por qué lo llamaba.
—Ya he enviado la información a Ystad, pero, al parecer, no te la han hecho llegar.
—No, aún no me ha llegado.
—Bien, en ese caso, te lo diré yo mismo. Rolf Haag tenía el estudio cerca de la plaza Nobeltorget. Allí realizaba la mayor parte de su trabajo. Pero también ha publicado un par de libros de viajes y algún volumen de fotografías durante los últimos años. Uno sobre Eritrea y otro sobre las Azores.
—Sí, sí, perdona que te interrumpa, pero lo que a mí me interesa es saber si tenía algún ayudante.
—Lo tenía.
Wallander le hizo una seña a Ann-Britt Höglund para que le prestase un bolígrafo. En uno de los bolsillos interiores de la chaqueta encontró un recibo antiguo y empezó a tomar notas en él.
—¿Cómo se llama?
—Bueno, no es frecuente que los fotógrafos tengan mujeres como ayudantes. Y, la verdad, no sé cómo será cuando el fotógrafo sea una mujer.
—¿Cómo se llama la chica, pues?
—María Hjortberg.
—¿Has hablado con ella?
—No he podido. Resulta que se marchó a su pueblo natal, en Hudiksvall, el viernes pasado. Como está en medio del bosque, no tiene teléfono, y tampoco se ha llevado el móvil, se lo dejó en el estudio.
En cambio, he hablado con su compañera de apartamento, y ella me ha asegurado que a María le gusta liberarse de los milagros de la técnica de vez en cuando, marcharse al bosque y no estar localizable para nadie. También me ha comentado que regresaba a Malmö esta noche. Su avión aterrizará en el aeropuerto de Sturup a las siete y cuarto, así que había pensado ir a buscarla allí. Aunque mucho me temo que hemos de descartarla como asesina de su jefe o de la pareja.
Wallander acababa de recibir una respuesta en extremo insatisfactoria y, de hecho, notó que su impaciencia y su irritación iban en aumento, lo que lo convertía en un mal policía.
—Lo que necesitamos saber, ante todo, es si alguna persona ajena al círculo más íntimo y familiar de los novios pudo tener conocimiento del lugar en que se tomarían las fotografías, pues, según los datos de que disponemos, pocas personas estaban al corriente de ese detalle. Eso nos permitiría limitar el número de personas que han tenido acceso a la información necesaria para perpetrar el crimen.
—Yo estuve inspeccionando el estudio ayer tarde —explicó Birch—. Y me llevó hasta entrada la noche. Encontré una carta de Torbjörn Werner dirigida a Haag, fechada el 28 de julio, en la que le confirma el lugar y la hora.
—¿De dónde es el matasellos?
—Bueno… está escrita en Ystad.
—¿Dónde está esa carta?
—La tengo aquí, en una estantería de mi despacho.
—¿Quieres decir que no tienes el sobre? ¿No puedes ver el matasellos de correos?
—Pues no, pero recuerdo que en la oficina del estudio había una bolsa de plástico llena de papeles. Tal vez el sobre esté allí; si no, es que lo tiraron a la basura. Piensa que la carta es de hace dos semanas.
—El caso es que necesitaríamos encontrar ese sobre, si es que aún está allí.
—¿Por qué es tan importante? Si la carta está escrita en Ystad, es de suponer que también se envió desde allí.
—Bueno, en realidad, lo que más me interesa es descubrir si hay indicios de que, el sobre haya sido abierto en más de una ocasión. Por eso lo necesitamos, para someterlo a un examen técnico exhaustivo.
Birch, sin hacer más preguntas, le prometió que se dirigiría al estudio de inmediato.
—La hipótesis de la que partes —le comentó después Birch— me parece un tanto aventurada.
—Es posible, pero por el momento no cuento con ninguna otra —confesó Wallander—. En fin, se trata más bien de confirmar que la carta no ha sido abierta más de una vez; así podré descartar esa tesis. En cualquier caso, no cabe duda de que el asesino está muy bien informado, con lo que tenemos pendiente la cuestión de cómo obtiene la información.
Birch le prometió que lo llamaría en cuanto tuviese alguna noticia. Cuando emprendieron el regreso a Ystad, ya habían dado las doce. Wallander le pidió a Ann-Britt que lo dejase en Österleden. Quería comer algo, y propuso a la agente que almorzaran juntos, pero ella declinó la oferta.
El inspector se dirigió a su apartamento de la calle Maríagatan y se preparó unos huevos fritos, que comió antes de tumbarse en la cama y poner el despertador para que sonase media hora más tarde. A la una y diez estaba de vuelta en la comisaría.
Entró en su despacho, revolvió entre los avisos telefónicos y se aplicó después a redactar un resumen de todo lo ocurrido. Su objetivo era bien sencillo: deseaba forjarse una idea de la información que el asesino necesitó poseer para pergeñar su plan, los datos indispensables. Cuando, tras redactar el resumen, lo leyó detenidamente, experimentó la sensación de que no podía descartar su teoría de los sobres abiertos con excesiva ligereza. Fue a la recepción y le preguntó a la joven que solía sustituir a Ebba los fines de semana si ella sabía dónde se clasificaba el correo que se distribuía en Ystad, pero la muchacha lo ignoraba.
—¿Y no te sería posible averiguarlo? —inquirió Wallander.
—¿Un domingo?
—Para nosotros es un día laborable como cualquier otro.
—Sí, pero no creo que también lo sea para Correos.
Wallander consideró brevemente si no debería enfadarse, pero decidió que no.
—Por lo que yo sé, también en domingo se vacían los buzones —insistió, tratando de ser amable—. Al menos una vez. Lo que significa que, en algún lugar, hay un empleado de Correos que trabaja, incluso en domingo.
La sustituta prometió averiguar lo que le pedía, y Wallander se apresuró a regresar a su despacho, con la sensación de que la chica se había molestado. No bien cerró la puerta tras de sí, recordó de pronto que, cuando habló con Ann-Britt Höglund, llegaron a la conclusión de que habían salido a colación ya dos carteros en aquel caso… y, de repente, cayó en la cuenta de que, en realidad, había uno más. Aferrado a esta idea, se sentó ante su escritorio. «¿Qué fue aquello que dijo Sture Björklund? ¿No aseguró haber tenido la impresión de que alguien, una persona extraña, había estado en su jardín? Sus vecinos saben que no le gusta que lo importunen, y la única persona que va a su casa a diario es el cartero.
»Un cartero pudo colocar el telescopio de Svedberg en el trastero de Sture Björklund», esbozó mentalmente Wallander. «Bueno, es una idea poco probable; diría, incluso, que descabellada. Algo a lo que uno se acoge cuando ya no le queda ninguna otra vía».
Abatido, dejó escapar un gruñido imperceptible y se puso a hojear unos informes que aún no había tenido tiempo de revisar cuando, apenas iniciada la lectura, Martinson apareció en la puerta. El inspector dejó caer los papeles sobre la mesa.
—¿Cómo os ha ido a vosotros? —inquirió.
—Ann-Britt me contó lo que ocurrió, lo de la mujer que intentó saltar por la ventana. Nosotros no tuvimos que pasar por ese trago, los padres de Torbjörn Werner son demasiado ancianos para eso. Pero la muerte de Torbjörn ha ocasionado una gran tragedia. El joven acababa de hacerse cargo de la finca, con lo que los padres iban a retirarse, seguros de que la continuidad estaba garantizada, de que una nueva generación venía a sustituir a la anterior. Tenían otro hijo, que murió en un accidente hace unos años. Ahora, ya no tienen ninguno.
—Sí, pero el asesino no se detiene ante ese tipo de consideraciones —ironizó Wallander con amargura.
Martinson estaba de pie junto a la ventana. Wallander lo vio tan afectado que se preguntó si su colega resistiría mucho más tiempo. Sabía que Martinson se había decantado por la carrera policial con las mejores intenciones, y en un momento en que esa profesión no atraía especialmente a la gente joven. A aquella época siguió un periodo en que se la consideraba incluso con desprecio. Sin embargo, Martinson se había mantenido fiel a sus creencias y expectativas. Cada sociedad tiene los policías que se merece. Él deseaba convertirse en un buen policía, y lo había conseguido. No obstante, en los últimos años, Wallander lo había visto menos seguro, más escéptico ante sus ideales de antaño. A aquellas alturas, el inspector dudaba de que su colega se jubilase como policía, siempre que lograse hallar otra alternativa, por supuesto.
Martinson seguía junto a la ventana, aunque con la vista vuelta hacia Wallander.
—Atacará de nuevo.
—Bueno, no lo sabemos, pero cabe esa posibilidad.
—¿Qué te hace pensar que no lo hará? Ese individuo parece albergar un odio ilimitado hacia las personas. No hay ningún motivo plausible, mata por matar.
—Eso es algo que no sucede casi nunca. El problema es que no hemos logrado dar con el porqué.
—Pues yo creo que te equivocas.
Martinson lo dijo en un tono tan terminante que Wallander lo interpretó como una acusación dirigida contra él.
—¿En qué me equivoco?
—Hace unos años, habría estado de acuerdo contigo: la violencia inexplicable no existe. Pero ya no es así. Este país ha cambiado, y nosotros no nos hemos dado cuenta. La violencia se considera ya algo natural. Se ha cruzado una frontera invisible y, en consecuencia, generaciones enteras de jóvenes se arriesgan ahora a perder el norte, puesto que nadie les enseña a distinguir el bien del mal. De hecho, ya no existe ni lo bueno ni lo malo. Todos invocan sus propios intereses. Y, así las cosas, ¿puedes decirme qué sentido tiene ser policía?
—Me temo que tú mismo tendrás que hallar la respuesta a esa pregunta.
—Sí, de hecho, ya he empezado a buscar la respuesta.
Martinson se sentó en la desvencijada silla que Wallander tenía para las visitas.
—¿Sabes en qué se ha convertido Suecia? —le soltó a bocajarro—. ¡En un país sin leyes! ¿Quién lo habría sospechado hace quince o veinte años, eh? ¿Quién habría dicho que en Suecia terminaría reinando la anarquía?
—En fin, creo que aún no hemos llegado a ese punto. Es decir, que no estoy de acuerdo contigo. No obstante, el curso de los acontecimientos indica que estamos abocados a ese final al que acabas de referirte. De ahí la importancia de que personas como tú y como yo opongamos resistencia con todas nuestras fuerzas.
—Sí, claro. Eso es lo que yo pensaba antes. Pero ahora…, no sé, me siento como si estuviera en el bando de los perdedores.
—Te aseguro que no hay un solo policía en este país que no se sienta como tú de vez en cuando —lo animó Wallander—. Pero eso no invalida en absoluto mi punto de vista, mi convicción de la necesidad de luchar contra lo que parece inexorable. Lo que estamos haciendo con ese loco es oponernos a él. Perseguirlo. Rastrear su pista. Y no nos rendiremos. Y acabaremos por atraparlo.
—A mi hijo se le ha metido en la cabeza hacerse policía —reveló Martinson—. Y me pide constantemente que le cuente cómo es esta profesión, pero ¿sabes?, yo nunca sé qué decirle.
—Pues dile que venga a verme, que yo se lo explicaré —se ofreció Wallander.
—¡Pero si sólo tiene once años!
—Bien, ésa es una buena edad para comprender las cosas.
—De acuerdo, se lo diré.
Wallander aprovechó la ocasión para reconducir la conversación al tema de la investigación.
—¿Qué sabían los padres de Werner acerca del reportaje?
—Nada, salvo que tendría lugar después de la boda y antes de la cena.
Wallander dejó caer las palmas de las manos sobre la mesa.
—Bien, pues eso significa que tenemos un dato seguro, una pista en firme. Es el momento de acelerar aún más el ritmo de la investigación.
—Si ya vamos con la espalda encorvada, ¿cómo vamos a acelerar?
—Dejando de pensar en nuestras espaldas —atajó Wallander al tiempo que se ponía de pie—. Quiero que todo el mundo acuda a la reunión a las tres. Incluido Thurnberg. Tú te encargarás de organizarlo.