Pisando los talones (74 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Pero, una vez más, había logrado escapar. Un alivio y una satisfacción, sin duda. Ni que decir tiene que, pese a que no esperaba que sucediese, él ya lo había previsto y se había preparado para esa eventualidad. Había abierto la cerradura de la puerta de acceso a la escalera posterior y, contra la parte interior de la puerta principal, había apoyado una silla que caería en cuanto intentasen entrar. Asimismo, había dejado la pistola a su lado, en la cama, donde se había tumbado sin quitarse los zapatos.

No obstante, el ruido de la calle lo inquietaba. Aquello no se parecía a su dormitorio insonorizado, que le proporcionaba un silencio que, a su vez, también constituía un escondite. Él mismo había intentado, en repetidas ocasiones, convencer a Karl Evert de que reformase su dormitorio para mantener a raya todos los ruidos. Sin embargo, el policía nunca emprendió las obras, y ahora, por supuesto, ya era demasiado tarde.

Cuando lo despertaron, estaba soñando con su infancia Imágenes escurridizas, imprecisas; pero allí estaba él, detrás de un sofá, un niño muy pequeño que oía hablar a unas personas mayores, probablemente sus padres; hablar y discutir. Una voz masculina, dura y taxativa. Como un pájaro terrible que sobrevolara su cabeza con estruendoso batir de alas. Después, oyó la voz de una mujer. Débil y temerosa. Le dio la sensación de estar oyendo su propia voz, pese a que él estaba allí, oculto y mudo, tras el sofá
.

Y, en aquel punto del sueño, oyó los ruidos procedentes del vestíbulo. Habían forzado las puertas de su sueño. Cuando la silla cayó, él ya estaba de pie y con la pistola en la mano.

Ahora se arrepentía. Aun sabiendo que de ese modo se desviaba del plan original, tal vez habría debido matarlos allí mismo. Abandonó la casa con la pistola en el bolsillo y se dirigió al coche, que tenía aparcada junto a la estación de tren. En la distancia se oían las sirenas. Se dirigió hacia Sandskogen y después puso rumbo a Österleden. Sin embargo, se detuvo en Kåseberga, donde dio un paseo por el puerto con la intención de meditar sobre cómo proceder. Necesitaba dormir un poco más, pero sabía que la hora era ya muy avanzada. Le resultaba imposible saber con antelación en qué momento el policía llamado Wallander decidiría, por fin, ir a su casa y, para entonces, él debía encontrarse ya dentro. Por otro lado, había decidido que sería aquel miércoles, circunstancia que le era imposible modificar. No podía dejar escapar la ocasión.

Cuando, mientras paseaba, ganó el borde más exterior del embarcadero, tomó una determinación. Regresó a Ystad y estacionó el vehículo ante la fachada trasera del edificio en el que pensaba entrar, en la calle Maríagatan. Nadie lo vio cruzar. Llamó al timbre, aplicó el oído. Pero el apartamento estaba vacío.

Entonces abrió la puerta y se sentó en el sofá de la sala, dispuesto a esperar.

Había dejado la pistola sobre la mesa que tenía delante.

Eran las once y pocos minutos de la mañana.

Tanto Hanson como el policía de Malmö estaban conmocionados como consecuencia del incidente de la calle Lilla Norregatan. Ninguno de los dos había sufrido daño físico alguno, pero no parecían en condiciones de seguir trabajando. Hanson no quería abandonar, e incluso insistió en que deseaba seguir ayudando. Pero Wallander, tras charlar con él unos minutos, comprobó que aquello había afectado psíquicamente a Hanson más de lo que éste estaba dispuesto a admitir. En el caso del agente de Malmö, resultó mucho más sencillo, pues el médico que lo atendió en el hospital aseguró que se encontraba muy alterado.

Así pues, el grupo vio reducido en dos el número de sus componentes. Cuando Wallander volvió a convocar en la comisaría a sus colaboradores tras los caóticos sucesos en la calle Lilla Norregatan, no pudo por menos de notar hasta qué punto había aumentado la tensión. Lisa Holgersson lo llamó aparte para preguntarle si no habría llegado el momento de solicitar refuerzos masivos de los distritos policiales vecinos. Wallander, consciente de su agotamiento, así como de la sensación general de insuficiencia, estuvo a punto de acceder a ello. Sin embargo, terminó por negarse, pues, arguyó, no eran refuerzos lo que precisaban, sino concentración. El hecho de que un montón de coches patrulla anduviesen recorriendo las calles de un lado a otro no les facilitaría la tarea. Lo que necesitaban era tiempo para proseguir con su búsqueda, tranquila y relativamente metódica, de ese punto de la investigación que les abriría las puertas del enigma.

—¿Acaso existe tal punto? —inquirió ella—. ¿No será más bien algo que tú deseas?

—No lo sé.

Se sentaron, pues, en torno a la mesa de reuniones, en medio de un ambiente de desasosiego y de tensión. Wallander intentó dirigir el trabajo en la medida de lo posible, reiterando una y otra vez los términos de lo que constituía su objetivo primordial. ¿Dónde estaba Larstam en esos momentos? ¿Tal vez en algún lugar al que ellos tuvieron acceso? ¿Quién era su próxima víctima, la novena? ¿Y cómo cabía interpretar los sucesos de la calle de Lilla Norregatan?

Martinson no había encontrado nada en su primer repaso en los registros policiales: Ke Larstam no había tenido ningún percance con la justicia. Pero le había encomendado la tarea de profundizar en el asunto a otro policía, que debía comprobar si, pese a todo, Larstam aparecía en algún archivo insospechado. Ann-Britt Höglund no había conseguido localizar a las dos hermanas y, dado que Hanson estaba fuera de combate, Wallander le pidió que lo dejase hasta nueva orden, pues sentía que necesitaba tenerla cerca. Así pues, tendrían que postergar las pesquisas sobre las hermanas. Todo tendría que aplazarse. Lo único que importaba era dar con él antes de que apuntase su arma a la desconocida víctima número nueve.

—Recapitulemos. ¿Qué es lo que sabemos? —preguntó, y se dijo que debía de ser la enésima vez que formulaba esa pregunta.

—Que sigue en la ciudad —apuntó Martinson—. Es decir, que atacará de nuevo en Ystad o cerca de aquí.

—También él debe de haberse visto afectado —observó Thurnberg, pese a que no solía prodigar sus comentarios—. Sabe que vamos pisándole los talones; no puede permanecer impertérrito ante nuestra proximidad.

—Es posible que sea precisamente eso lo que persiga —advirtió Wallander—. Pero, tal vez tengas razón, sí. Ya lo hemos obligado a huir en dos ocasiones en un plazo de veinticuatro horas. Supongo que estará notando que su pequeño mundo se desmorona parcialmente, que sus bien pergeñados planes empiezan a fallar. Pero no podemos adivinar cómo reaccionará.

Kjell Albinsson estaba sentado en un rincón de la sala, y Wallander desconocía las instrucciones que le había dado Thurnberg. De repente, el inspector advirtió que Albinsson quería decir algo y él le hizo seña de que procediese. El funcionario de Correos se puso de pie y se acercó a la mesa.

—No sé si esto tendrá alguna importancia —comenzó en un tono que revelaba inseguridad—, pero acabo de recordar que alguien dijo haberlo visto en una ocasión en el puerto deportivo. Fue el verano pasado. Quiero decir, que es posible que tenga un barco.

Wallander golpeó la mesa con la mano.

—¿Hasta qué punto es cierto ese rumor?

—Bueno, lo vio uno de los carteros. Estaba seguro de que era él.

—Pero ¿llegó a verlo subir a bordo de algún barco?

—No. Sólo lo vio con un tanque de combustible en la mano.

—En ese caso, podemos excluir una embarcación de vela —intervino uno de los agentes de Malmö, que al instante recibió un alud de objeciones.

—Bueno, los barcos de vela pueden disponer de motores auxiliares —observó Martinson—. No creo que podamos descartar ninguna posibilidad. Ni siquiera un hidroavión.

La última observación de Martinson también estuvo a punto de provocar otro torrente de protestas, a las que Wallander puso freno.

—Ciertamente, un barco puede hacer las veces de escondite —aceptó—. La cuestión es qué ganaríamos si lo averiguáramos. Se dirigió de nuevo a Albinsson: —¿Estás seguro de lo que dices?

—Sí.

Wallander miró a Thurnberg, que asintió con la cabeza.

—Un grupo de agentes de paisano irá a vigilar el puerto —ordenó Wallander—. Todo ha de desarrollarse con la mayor discreción, rápido y sin hacer preguntas. Ante la menor sospecha de que Larstam se encuentre allí, deberán retirarse. Entonces decidiremos cómo actuar.

—Con el tiempo que hace, seguro que hay mucha gente por aquella zona —observó Ann-Britt Höglund.

Martinson y uno de los policías de Malmö partieron en dirección al puerto deportivo. Wallander le había pedido a Albinsson que se sentase con ellos.

—Bien, ¿has recordado algo más? —le preguntó el inspector—. Acabas de acordarte del puerto deportivo. Si surgieran más «puertos», sería estupendo.

—¡Estoy tan desconcertado! —repuso el funcionario de Correos—. Me he esforzado por reflexionar y hacer memoria. Y me he dado cuenta de que apenas sé nada de él.

Wallander comprendió que era sincero. Albinsson se retiró de nuevo a su solitario rincón. El inspector miró el reloj. Las once y media. «No lo atraparemos», se lamentó. «La noticia de que otra persona ha sido asesinada puede llegarnos en cualquier momento».

Ann-Britt Höglund centró la conversación en el móvil de los asesinatos. ¿Por qué cometió Larstam todos esos crímenes? ¿Por qué esa matanza tan cruel?

—Debe de tratarse de una venganza —aventuró Wallander.

—¿Una venganza? ¿Por qué? —se extrañó Ann-Britt—. ¿Porque hace años lo despidieron de un gabinete de ingenieros? A mí eso no me cuadra. ¿Qué relación hay entre una pareja de recién casados y su despido? Además, a juzgar por lo que te dijo Persson, no pareció afectarle mucho. Y, por si fuera poco, luego se puso a estudiar para cartero.

—Ya, pero deberíamos preguntarnos por qué eligió precisamente esa profesión —señaló Wallander—. De ingeniero a cartero…, es un paso insólito, ¿no crees? Pero quizás ya entonces estuviese tramando su terrorífico plan. Aunque también pudo haber otro motivo, algo que surgiese más tarde.

—Eso no lo sabemos.

—Como tantas otras cosas.

El tema se agotó y Wallander miró de nuevo el reloj, como si esperara que sucediese eso que tanto temía. Se levantó para ir a buscar una taza de café, y Ann-Britt lo siguió.

—El motivo ha de ser otro muy distinto —prosiguió Wallander cuando ambos se hallaban en el comedor, con sendas tazas de café en la mano—. Incluso aunque, en el fondo, exista la sed de venganza. Piensa que Larstam asesina a personas que, de un modo u otro, están a gusto, felices. Nyberg ya cayó en la cuenta de eso mientras inspeccionábamos el escenario de Nybrostrand. Y, aún más importante, Albinsson lo ha confirmado. A Ke Larstam no le gustaba que la gente se riese.

—En fin, debe de estar más loco de lo que creemos. Uno no va por ahí matando a las personas sólo porque son felices, ¿no crees? ¿En qué mundo vivimos?

—Sí, tal vez sea ésa la pregunta —convino Wallander—. ¿En qué clase de mundo vivimos? Pero es una pregunta demasiado amplia para detenernos a considerarla. Más bien deberíamos preguntarnos si lo que tememos que suceda no habrá sucedido ya, si no nos hallamos ya un paso más allá del hundimiento definitivo de la sociedad de derechos. Una sociedad en la que cada vez más personas se sienten inútiles o, peor aún, no deseadas. En ese contexto, la violencia irracional se convierte en algo cotidiano. Nos quejamos de lo mal que están las cosas, pero yo a veces me pregunto si no están ya mucho peor de lo que nos imaginamos.

Se disponía a rematar su reflexión cuando le avisaron de que Martinson lo esperaba al teléfono. Wallander, al echar a correr hacia la sala de reuniones, se derramó el café sobre la camisa.

—Creo que esto no da ningún resultado —declaró Martinson—. Con la mayor discreción, he consultado el registro donde figuran todos los que tienen un amarre en el puerto, pero el nombre de Ke Larstam no aparece.

—¿Habéis inspeccionado los muelles?

—Sí, pero no hay ni rastro de él.

Wallander reflexionó un instante.

—¿No será que tiene el amarre alquilado bajo otro nombre, un nombre falso?

—Este puerto deportivo es bastante pequeño, todo el mundo se conoce. No creo que Larstam se hubiese atrevido a dar un nombre falso a la hora de alquilarlo. Además, no es propio de su actitud precavida. Pese a todo, Wallander no terminaba de rendirse.

—¿Y si se lo ha alquilado otra persona?

—¿Y quién podría ser? ¡Si Ke Larstam no tiene amigos!

—Supongo que habrás comprobado que el nombre de Svedberg tampoco figura en el registro, ¿no?

—Pues sí, lo pensé. Pero su nombre tampoco aparece.

A Wallander se le cruzó por la cabeza otra idea. Al principio decidió no mencionarla. Sin embargo, segundos después cambió de opinión.

—Comprueba el registro de nuevo —le ordenó—. Ten presentes los nombres de cuantos han surgido en esta investigación, cualquiera que haya sido de importancia. Cualquier nombre que se repita.

—¿Quieres decir Hillström, Skander o cualquier otro?

—Exacto.

—Sí, te entiendo, pero ¿en serio crees que sería lógico?

—Nada parece lógico. Consúltalo otra vez y llámame si encuentras algo.

Wallander colgó el auricular. La mancha de café relucía sobre la camisa blanca. Si no recordaba mal, le quedaba una camisa limpia en el armario; no le llevaría más de veinte minutos ir a casa a cambiarse. Sin embargo, quería esperar hasta que Martinson lo llamase de nuevo. Mientras se entregaba a tales reflexiones, Thurnberg se plantó a su lado.

—Estaba pensando en enviar a Albinsson a su casa —declaró—. No creo que tenga nada más que decirnos.

Wallander se puso de pie, se acercó al funcionario de Correos y le estrechó la mano.

—Nos has sido de gran ayuda.

—Aún no acabo de creérmelo.

—No, ninguno de nosotros da crédito a lo ocurrido.

—No debes revelar una palabra de cuanto sabes ahora —advirtió Thurnberg—. De lo contrario, tendremos problemas.

Albinsson le prometió que guardaría silencio y abandonó la sala. Wallander se fue a los servicios y, de repente, se acordó del telescopio de Svedberg. ¿Por qué lo habrían dejado en casa de Björklund? Regresó a la sala de reuniones.

—¿Sabe alguien dónde está Nyberg?

—Está haciendo unas llamadas desde el despacho de Hanson.

—Bien. Si llama Martinson, estaré allí.

Wallander se encaminó hacia el despacho de Hanson, donde Nyberg, en efecto, con el auricular en una mano, tomaba notas con la otra en un bloc. Cuando Wallander entró, alzó la vista. El inspector comprendió que estaba hablando con Linköping, con el laboratorio de pruebas periciales del Estado.

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