Pisando los talones (78 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—Hacia las doce de la noche lo sabremos —sentenció Wallander—. No es de los que suelen desistir de sus planes.

Dicho esto, se pusieron manos a la obra. Eran ya las cinco y cuarto y tenían poco más de dos horas para organizarse e impedir que nada sucediese. Wallander se llevaría a Martinson al hotel Continental mientras Ann-Britt Höglund operaba desde la comisaría. Desde el mismo instante en que tomaron la determinación, decidieron que pedirían personal de refuerzo a los distritos circundantes. Wallander insistió en la necesidad de que los efectivos fuesen bien protegidos, pues no cabía la menor duda de que Ke Larstam era un hombre peligroso. Una vez ultimados todos los detalles, partieron hacia el hotel.

—Creo que, salvo en las prácticas de tiro, nunca he llevado antes un chaleco antibalas —comentó Wallander.

—Si utiliza las mismas armas que hasta ahora, el chaleco será útil —observó Martinson—. El único problema es que apunte a la cabeza.

Wallander comprendió que Martinson tenía razón, de modo que llamó desde el coche a la comisaría para advertir de que era tan importante llevar casco como chaleco antibalas.

Al llegar, aparcaron ante la entrada principal del hotel.

—El gerente se llama Orlovsky —advirtió Martinson.

—Ya lo conozco —afirmó Wallander.

Orlovsky, un hombre bastante alto y de complexión atlética que rondaba la cincuentena, los aguardaba en la recepción. Wallander tenía pensado decirle la verdad, sin ambages, de modo que fueron al comedor, donde reinaba una actividad febril motivada por los preparativos para la celebración de aquella noche.

—Tenemos que ahorrar tiempo —aseguró Wallander—. De modo que sería muy útil que alguien que conozca bien todos los rincones del edificio vaya a mostrárselos a Martinson.

Orlovsky llamó a uno de los camareros que, en esos instantes, disponía las mesas.

—Este hombre lleva aquí veinte años —afirmó.

El camarero, que se llamaba Emilsson, pareció muy sorprendido al oír lo que se esperaba que hiciese. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta, sino que, simplemente, desapareció en compañía de Martinson.

Wallander le explicó al gerente lo suficiente como para que éste se hiciese cargo de la gravedad de la situación.

—¿Y no deberíamos suspender la celebración? —inquirió preocupado una vez que Wallander hubo concluido.

—Bueno, es una posibilidad, pero no adoptaremos esa medida a menos que consideremos que no podemos ofrecer la suficiente protección a los asistentes y al personal. Aún no hemos llegado a ese extremo.

Wallander quería ver cómo iban a disponer a los huéspedes en torno a la mesa, por lo que solicitó la lista de distribución con los nombres de los invitados, que, en total, eran treinta y cuatro. El inspector deambulaba por el comedor al tiempo que intentaba figurarse qué precauciones podía adoptar Ke Larstam. «No desea que lo atrapemos, claro está», se dijo Wallander. «Pero habrá de irrumpir desde algún lugar. Y contará, sin duda, con alguna vía de escape prevista. No creo que tenga intención de asesinar a los treinta y cuatro, pero habrá pensado en un modo de acercarse».

Enseguida se le ocurrió una idea.

—¿Cuántos camareros hay aquí esta noche? —preguntó.

—Pues serán seis en total.

—¿Los conoces a todos, o hay alguno nuevo para esta noche?

—Sí, tenemos uno extra.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama?

Orlovsky señaló con un gesto.

—Se llama Leijde y suele incorporarse para celebraciones de muchos invitados. Es aquél, el que está al otro lado de la mesa.

Wallander miró hacia donde le indicaba y vislumbró a un hombre pequeño y corpulento, de unos sesenta y cinco años de edad, que colocaba las copas tras examinarlas una a una.

—¿Quieres que lo llame?

Wallander meneó la cabeza.

—¿Qué me dices del personal de la cocina, del guardarropa y el bar?

—Son los de siempre.

—¿Hay algún huésped en el hotel?

—Sí, dos familias de turistas alemanes.

—Entonces, no habrá nadie más esta noche, ¿cierto?

—No, el comedor está reservado, aunque podríamos haber atendido a otros comensales además de a los miembros de la asociación. Aparte de los ya mencionados, queda el recepcionista.

—¿Sigue siendo Hallaren? —quiso saber Wallander—. A él sí que lo conozco.

Orlovsky le confirmó que así era cuando Martinson y el camarero se acercaron procedentes de la cocina. Emilsson siguió preparando la mesa mientras Wallander se preguntaba fugazmente si no sería conveniente que también el personal de servicio llevase cascos y chalecos antibalas. Sin embargo, aquello pondría sobre aviso a Larstam de inmediato. De repente, le sobrevino la sensación de que el asesino merodeaba por allí, de que estaba vigilando el hotel.

Era consciente de que aquél era el aspecto más complejo de la situación en que se hallaba: si disponían un buen equipo de policías armados en torno al hotel, Larstam no se presentaría y podrían impedir el crimen de aquella noche, pero, como contrapartida, no lograrían atraparlo. Así, aquella caza imposible proseguiría sin remedio. Wallander quería, si resultaba necesario, que Larstam entrase en el comedor. Quería atraparlo. Pero, ciertamente, antes de que hubiese conseguido disparar su arma.

Con la ayuda de Orlovsky, Martinson dibujó un boceto de las puertas de acceso al comedor, a los servicios y a la cocina. En la mente del inspector ya había empezado a tomar forma un modo de proceder.

El tiempo apremiaba. Wallander y Martinson regresaron a la comisaría, donde les comunicaron que los refuerzos estaban en camino. Ann-Britt Höglund y Lisa Holgersson habían actuado con la mayor celeridad.

Ellos les mostraron el boceto de Martinson.

—Es muy sencillo —explicó Wallander—. Dado que Ke Larstam podría entrar en el hotel en cualquier momento, debemos rodear el edificio, pero procurando que el despliegue policial quede tan disimulado como sea posible. Sé que no será fácil, pero tenemos que intentarlo. De otro modo, corremos el riesgo de ahuyentarlo.

Miró a su alrededor, pero nadie tenía comentario alguno que hacer, de modo que prosiguió con su exposición.

—Por si, a pesar de todo, lograse superar la barrera exterior, tendremos vigilancia dispuesta también en el interior del comedor. Propongo que Martinson y Ann-Britt se disfracen de camareros y simulen ayudar en las tareas de servicio.

—¿Con chaleco antibalas y casco también? —quiso saber Martinson.

—Si consigue ganar el comedor, hemos de atraparlo de inmediato, de ahí que debamos bloquear todos los accesos, salvo el que conduce directamente a recepción. Yo iré de aquí para allá, pues soy el único que puede identificarlo.

Dicho esto, guardó silencio.

—Y, si aparece, ¿qué hacemos?

—A mí se me informará, desde los puestos de vigilancia exterior, de todo sospechoso que se disponga a entrar en el hotel. No se tarda mucho en recorrer el interior del edificio. Si es él, lo atraparemos. Y, si intenta huir, tendremos que disparar.

—¿Qué ocurrirá si, pese a todo, consigue entrar?

—Iréis armados —les recordó Wallander—. Así que, en ese caso, tendréis que utilizar vuestras armas.

Wallander no cesaba de animarlos, si bien sabía que cada vez disponían de menos tiempo. Ya habían empezado a llegar los refuerzos procedentes de otros distritos. Eran las seis de la tarde y unos minutos.

Antes de dar por finalizada la reunión, Wallander manifestó su deseo de añadir otro comentario.

—No debemos excluir la posibilidad de que vuelva a disfrazarse de mujer. Quizá no de Louise, sino de otra. Y tampoco podemos estar totalmente seguros de que vaya a presentarse.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—En tal caso, nos iremos a dormir hasta mañana por la mañana. De hecho, eso es lo que más necesitamos todos.

Poco después de las siete, cada uno se hallaba en su puesto. Martinson y Ann-Britt Höglund estaban ya vestidos de camareros y Wallander, que llevaba la pistola en el bolsillo, aguardaba en una habitación situada detrás de recepción, con un equipo de radio que le permitiría mantener el contacto con los ocho puestos de vigilancia apostados en el exterior del edificio, además del instalado en la cocina. Los invitados habían empezado a llegar y el inspector comprobó que Ann-Britt tenía razón, pues algunos de ellos eran jóvenes. Tanto como Isa Edengren. Todos iban disfrazados y se respiraba un ambiente muy animado. Poco a poco, las risas fueron llenando la recepción y el comedor. Wallander pensó en el odio que sentiría Ke Larstam al presenciar tanta alegría.

Wallander esperaba. Dieron las ocho sin novedad. Mantenía el contacto constante con los puestos externos: ningún incidente sospechoso. A las ocho y veintitrés minutos llegó una llamada de Supgränd, situado al sur del hotel. Un sujeto se había detenido a mirar hacia el hotel desde la acera. Wallander salió al punto, pero, antes de que llegara a la calle, el hombre había desaparecido. A la luz de una farola, uno de los agentes pudo identificarlo como el propietario de una de las zapaterías de Ystad. Wallander regresó, pues, a recepción. Desde el comedor llegaban las notas de antiguas tonadas para acompañar la bebida, que cesaron para dar paso al breve discurso de uno de los asistentes a la cena. Y nada sucedía. Martinson apareció en la puerta del comedor y Wallander percibió que la tensión lo mantenía alerta. Sonaron las diez. Los comensales habían dado ya cuenta del postre. Nuevas tonadas y nuevos discursos. Dieron las once menos veinte. La fiesta tocaba a su fin sin que Larstam se hubiese dejado ver. «Nos equivocamos», se lamentó Wallander abatido. «O no era éste su objetivo, o se dio cuenta de que el hotel estaba vigilado».

Experimentó una mezcla de alivio y decepción. La novena víctima, quienquiera que fuese, seguía con vida. Al día siguiente comprobarían la identidad de cuantos habían asistido a la cena, para intentar determinar quién habría podido ser el elegido. Pero aún no habían capturado a Larstam.

Hacia las once y media, la calle que se extendía ante el hotel estaba desierta. Los invitados se habían marchado y los policías se hallaban de nuevo reunidos en la comisaría. Wallander acababa de asegurar se de que el puerto deportivo siguiese vigilado toda la noche, al igual que el apartamento de la calle Harmonigatan. Después se marchó en compañía de Martinson y de Ann-Britt Höglund. A ninguno de ellos le quedaba fuerzas para hacer balance de lo sucedido durante la noche, de modo que lo aplazaron todo hasta las ocho de la mañana siguiente. Thurnberg y Lisa Holgersson no discreparon. No era momento de reuniones. Larstam no se había presentado. Al día siguiente ya tratarían de dilucidar por qué.

—Después de todo, nos ha dado un margen de tiempo —se consoló Thurnberg—. A falta de otro resultado, quizá la intervención de esta noche nos haya servido al menos para eso.

Wallander entró en su despacho para guardar bajo llave la pistola, en uno de los cajones de su escritorio.

Después se sentó al volante y se dirigió a la calle Maríagatan. Faltaban cuatro minutos para la medianoche cuando comenzó a subir los escalones que llevaban a su apartamento.

36

Wallander introdujo la llave en la cerradura y la giró.

Desde algún lugar indeterminado de su conciencia, lo asaltó el recuerdo de algo que había dicho Ebba. Algo así como que la llave se había encasquillado en la cerradura. Pero Wallander sabía muy bien que esto sólo ocurría si había otra llave puesta por dentro, cosa que sólo sucedía cuando se encontraba alguien en el apartamento. Así, Linda solía dejar la llave puesta en la cerradura de modo que, cuando él llegaba a casa y, al intentar abrir, la puerta se le resistía, adivinaba que su hija estaba dentro.

Tiempo después, y en numerosas ocasiones, recordaría que su lenta reacción de aquella noche no pudo deberse sino al extremo estado de agotamiento que lo doblegaba. Abrió, pues, la puerta mientras pensaba en las palabras de Ebba. Pero la cerradura ya no se resistía. Y tomó conciencia de lo que aquello significaba al mismo tiempo que se abría la puerta, instante en que, más que divisar con claridad, adivinó la figura cuya silueta se perfilaba al fondo del vestíbulo. Se arrojó hacia un lado ya con la sensación de haber sufrido un ardiente arañazo en la mejilla derecha. Echó después a correr escaleras abajo, temiendo que cada instante pudiese ser el último de su vida. Ke Larstam estaba en su apartamento, adonde había acudido para matarlo. No ocurriría entonces como con Hanson y el colega de Malmö, o como con Ebba, pese a que Larstam ya estaba en el apartamento cuando ella llegó para recoger una camisa limpia. En efecto, era él, Wallander, el elegido para convertirse en la novena víctima. Él era a quien Larstam tenía intención de asesinar. Bajó, pues, las escaleras, en atropellada carrera, dio un empujón a la puerta del edificio y echó a correr calle arriba. No se detuvo hasta llegar a la esquina. Se dio la vuelta, pero no halló a nadie. La calle estaba desierta. Un hilo de sangre le corría por la mejilla, que le escocía intensamente. Sentía cómo le retumbaba la cabeza mientras echaba mano al bolsillo en busca de su arma. De pronto recordó que la había dejado en el cajón del escritorio. Entretanto, no quitaba la vista del portal; Larstam podía aparecer en cualquier momento, y Wallander permaneció allí, en la esquina de la calle, consciente de que la huida sería la única opción viable si su perseguidor se presentaba de pronto. Sin embargo, también sabía que eso era precisamente lo último que debía hacer ahora que habían descubierto su escondite. Por otro lado, el edificio carecía de escalera posterior, de modo que la única vía de escape para Larstam era, justamente, el portal. Wallander rebuscó con su mano ensangrentada en los bolsillos, pero no halló el teléfono móvil. ¿Lo habría dejado en el coche? Segundos después recordó que, cuando guardó la pistola en el cajón, puso el teléfono móvil sobre el escritorio. Y allí se quedó. Para sus adentros, lanzó un grito estrepitoso y un juramento. En efecto, no tenía ni arma ni teléfono, de modo que no podía ponerse en contacto con nadie para pedir ayuda. Angustiado, se esforzaba por dar con una salida a su situación, aunque, como bien sabía, no existía ninguna. Nunca supo cuánto tiempo permaneció en aquella esquina, con el cuello del chaquetón alzado y apretado contra la mejilla ensangrentada. De vez en cuando lanzaba una mirada hacia la oscuridad de las ventanas. «Allí arriba está Larstam», se decía. «Él está viéndome, pero ignora que ni tengo teléfono ni voy armado. Sin embargo, si no llega ningún coche patrulla, comprenderá la situación. Entonces saldrá a buscarme».

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