A las ocho y media, Martinson lo llamó a su casa, pero nadie atendió al teléfono. Ann-Britt Höglund preguntó si no estaría en su despacho. Allí acudieron todos, pero hallaron la puerta cerrada. Martinson dio unos toquecitos, pero nadie contestó.
De modo que abrieron la puerta.
Y allí, en el suelo, yacía Wallander, roncando, profundamente dormido.
Ann-Britt Höglund y Martinson se miraron.
Después cerraron la puerta y lo dejaron descansar.
El viernes 25 de octubre, una lluvia pertinaz caía sobre la ciudad de Ystad.
Un viento racheado soplaba del sureste. Cuando Wallander atravesó el portal para salir del edificio de la calle Maríagatan, hacía una temperatura de siete grados. Pese a haberse propuesto ir y volver a pie de la comisaría tan a menudo como fuese posible, aquella mañana tomó el coche. Llevaba dos semanas de baja por enfermedad y, precisamente el día anterior, el doctor Göransson había prolongado su reposo una semana más. En efecto, si bien los niveles de glucemia habían descendido, la tensión arterial de Wallander era aún demasiado alta; pese a que el inspector había estado tumbado durante quince minutos antes de tomarse la presión la última vez, el resultado había sido de dieciséis y doce respectivamente. De modo que todavía tardaría en reincorporarse al trabajo al menos otra semana, aunque Wallander sospechaba que la baja podía alargarse aún más.
Así, cuando aquella mañana se dirigió a la comisaría, no lo hacía porque tuviese intención de trabajar, sino porque lo aguardaba una reunión importante. Ciertamente, se trataba de una reunión acordada durante los caóticos días del mes de agosto, cuando aún ignoraban quién era el brutal asesino y si atacaría de nuevo.
Wallander recordaba la escena a la perfección. Martinson, que se hallaba en su despacho, le había hablado acerca de su hijo de once años, que había comentado su deseo de ser policía. Martinson se había quejado de que no sabía qué decirle, y Wallander le prometió que hablaría con el muchacho. Eso sí, cuando todo se hubiese resuelto. Y aquella mañana se disponía a cumplir su promesa. Por otro lado, también había prometido que le dejaría probar al pequeño David la gorra de su uniforme. Con gran dificultad, y tras una afanosa búsqueda, el inspector la había encontrado la noche anterior, en una bolsa guardada en lo más profundo de un armario. De hecho, no había sido capaz de hallarla para el entierro de Svedberg.
Pero aquel día, antes de salir, se la había ajustado en la cabeza y se dirigió al baño para contemplar su rostro en el espejo. Según pudo comprobar, fue como observar una lejana y casi olvidada fotografía de sí mismo, que hizo emerger a su conciencia un sinfín de recuerdos.
Así pues, aparcó el coche y, encogido y protegiéndose del viento, se apresuró hacia la entrada. Ebba estaba resfriada y le hizo señas de que se mantuviese apartado mientras se sonaba. Wallander recordó que, al año siguiente, ella ya no estaría en la comisaría, pues la aguardaba una jubilación que deseaba y temía al mismo tiempo.
David no llegaría hasta las nueve menos cuarto, de modo que Wallander empleó el tiempo que le quedaba en hacer limpieza en su escritorio. Unas horas más tarde partiría de Ystad, y aún no estaba seguro de haber tomado la decisión adecuada. En cualquier caso, lo animaba la perspectiva de atravesar en su coche el paisaje otoñal mientras escuchaba alguna de sus óperas favoritas.
David fue puntual. Ebba lo acompañó hasta la puerta del despacho de Wallander.
—Tienes visita —anunció con una sonrisa.
—Sí, una visita importante —repuso Wallander.
El chico se parecía a su padre. El inspector atisbó en su semblante aquel retraimiento que también asomaba en el rostro de Martinson. Wallander dejó la gorra del uniforme sobre la mesa.
—¿Por dónde quieres que empecemos? ¿Por la gorra o por tus preguntas? —inquirió Wallander.
—Primero las preguntas —replicó David al tiempo que sacaba un trozo de papel del bolsillo. El chico se había preparado a conciencia.
—¿Por qué te hiciste policía? —comenzó.
Aquella pregunta tan sencilla abrumó a Wallander, que se vio obligado a reflexionar. Había decidido tomarse aquella entrevista con la mayor seriedad y quería ofrecer respuestas sinceras y bien meditadas.
—Pues supongo que quería ser policía porque imaginaba que sería un buen policía.
—¿Acaso no son buenos todos los policías?
Wallander vio que esa pregunta no estaba en la lista.
—Bueno, la mayoría lo son. Pero me temo que no todos. Tampoco todos los maestros lo son, ¿verdad?
—¿Qué dijeron tus padres cuando les contaste que querías ser policía?
—Mi madre no dijo nada, pues murió antes de que hubiese tomado la decisión.
—¿Y tu padre?
—Él estaba en contra. De hecho, se opuso hasta el punto de que casi dejamos de hablarnos.
—Y eso, ¿por qué?
—La verdad, aún no lo sé. Puede sonar un tanto extraño, pero así es.
—Pero tú le preguntarías por qué, ¿no?
—Sí, aunque jamás me respondió.
—¿Ha muerto?
—Sí. Murió hace poco, de modo que ya no podría preguntarle más, aunque quisiera.
Las palabras de Wallander parecieron inquietar a David, que rebuscó vacilante hasta dar con la siguiente pregunta.
—¿Te has arrepentido alguna vez de haberte hecho policía?
—¡Oh, sí! Muchas veces. Yo creo que todos lo hacen.
—¿Por qué?
—Porque uno se ve obligado a ver tanto horror… Te sientes impotente y acabas preguntándote si serás capaz de aguantar hasta llegar a viejo.
—¿Tú crees que, a veces, haces algo bueno?
—Sí, a veces. Pero no siempre.
—¿Te parece que yo debería hacerme policía?
—Pues yo creo que deberías posponer la decisión. Hasta que uno no ha cumplido los diecisiete o dieciocho, no sabe realmente qué quiere ser.
—Pues yo quiero ser o policía o constructor de carreteras.
—¿Constructor de carreteras?
—Debe de ser muy bonito hacer que a la gente le sea más fácil viajar.
Wallander asintió. David era un chico inteligente, y no de aquellos que parecían ya unos viejos prematuros.
—Bueno, me queda una pregunta —advirtió David—. ¿No pasas miedo nunca?
—Sí, y, por cierto, con bastante frecuencia.
—¿Y qué sueles hacer entonces?
—No lo sé. Duermo mal, intento pensar en otra cosa, si es que puedo…
El chico se guardó el papel en el bolsillo y miró la gorra. Wallander se la dio. Cuando se la puso, Wallander lo llevó ante un espejo para que pudiese verse. Le quedaba tan grande que le tapaba las orejas. Tras unos minutos, Wallander lo acompañó a la recepción.
—Si se te ocurren más preguntas, no tienes más que volver —se ofreció Wallander.
El inspector permaneció en la puerta observando cómo el chico se marchaba entre la lluvia y el viento. De nuevo en su despacho, prosiguió con la limpieza. El deseo de marcharse de allí era cada vez mayor: quería abandonar la comisaría lo antes posible.
De pronto vio que Aun-Britt Höglund aparecía en el umbral de la puerta.
—Creía que estabas de baja.
—Y lo estoy.
—¿Cómo fue la reunión?
Wallander la miró inquisitivo.
—¿Qué reunión?
—Martinson me lo contó.
—David es un chico muy sensato. Intenté ser tan sincero como pude en mis respuestas, pero me huele que su padre le había ayudado a formular las preguntas.
Retiró los pocos archivadores que quedaban, hasta que la mesa quedó vacía. La colega tomó asiento en la silla de las visitas.
—¿Tienes tiempo?
—No mucho. Salgo de viaje por unos días, pero dime.
Ella se levantó y cerró la puerta.
—En realidad, no sé por qué te lo cuento —comenzó una vez que se hubo sentado de nuevo—. Además, me gustaría que quedase entre nosotros, por el momento.
«Piensa dejarlo», se dijo Wallander. «No aguanta más. Eso es lo que quiere decirme».
—¿Me lo prometes?
—Prometido.
—Verás, a veces siento que necesito contarle mis problemas como mínimo a una persona.
—Ya, a mí me sucede lo mismo.
—He decidido separarme —anunció—. Hemos llegado a una especie de acuerdo, si es que existe algo que pueda acordarse cuando hay dos niños de por medio.
—¡Vaya! No sé qué decir.
—Bueno, no tienes que decir nada. Y tampoco quiero que lo divulgues. Con que lo sepas tú, es suficiente.
—Yo también me separé. O, más bien, se separaron de mí. Es decir, sé lo terrible que puede llegar a ser.
—Pese a todo, no te ha ido tan mal, ¿no?
—¿Ah, no? Yo diría todo lo contrario.
—Pues, en ese caso, has sabido disimularlo.
—Sí, es posible que eso lo haya hecho bien. Sí, sí, quizá tengas razón.
La lluvia tamborileaba contra el cristal de la ventana y las rachas de viento habían arreciado.
—¡Ah! Hay algo más —añadió la colega—. Larstam está escribiendo un libro.
—¿Y qué clase de libro es ése?
—Un relato sobre sus ocho asesinatos y sobre cómo se sintió.
—¿Cómo lo has sabido?
—Lo leí en un periódico.
Wallander sintió que la indignación crecía en su interior.
—¿Puede saberse quién le paga por eso?
—Una editorial. Ni que decir tiene que se ignora la cantidad que le pagarán, pero puedes imaginarte que será sustanciosa. Los más íntimos secretos de un asesino en serie se venderán muy bien, sin duda.
Wallander meneó la cabeza con vehemencia.
—Es repugnante.
—Quién sabe, tal vez llegue a hacerse rico, y no como nosotros.
—Sí, son muchas las maneras en que el crimen puede resultar rentable.
Ella se puso de pie.
—Sólo quería que lo supieras, nada más. —Ya en la puerta, se volvió y añadió—: Que tengas un buen viaje, dondequiera que vayas.
La joven desapareció mientras Wallander se quedó pensando en lo que le había revelado acerca de su separación y sobre el libro del asesino; y también pensó en su propia rabia, y en su tensión arterial.
Tenía pensado abandonar la comisaría tan pronto como acabase con el chico, pero, después de la charla, permaneció allí, sentado e inmóvil. Y los sucesos acontecidos hacía dos meses volvieron a su memoria.
Habían logrado capturar a Larstam antes de que cometiese su noveno asesinato. Después de aquello, cuantos mantuvieron algún contacto con el criminal quedaron asombrados ante su personalidad taciturna y reservada. Esperaban hallar un monstruo y, en efecto, a juzgar por los actos que había cometido, habían detenido a un monstruo. Sin embargo, no se trataba de un ser al que Sture Björklund pudiese caricaturizar y proponer como personaje a sus clientes de la industria del cine de terror. Hubo veces en que Wallander pensó que Larstam era, sin duda, la persona más normal que había conocido jamás.
El inspector había dedicado una larga serie de intensos días a interrogarlo y, a menudo, lo asaltó la idea de que Larstam constituía una incógnita no sólo para el entorno, sino para sí mismo. Respondió de forma sincera y sin ambages a cuantas preguntas formuló Wallander y, pese a todo, éste se sentía como si nunca fuese a saber nada sobre el interrogado.
—¿Por qué mataste a los tres jóvenes del parque natural? —había preguntado Wallander—. Abriste sus cartas, averiguaste que pensaban celebrar una fiesta y los acechaste. Y, después, los mataste a tiros.
—¿Se puede imaginar un final mejor que el que sobreviene en el mejor momento de la vida?
—¿Y por eso los mataste, para hacerles un favor?
—Creo que sí.
—¿Lo crees? Deberías saberlo, puesto que lo tenías muy bien planeado.
—Bueno, uno puede planear aunque no esté seguro de por qué.
—Te dedicaste a viajar por Europa, a enviar postales falsas. Escondiste sus coches y también sus cuerpos. ¿Por qué?
—No quería que los descubrieran.
—Pero ¿por qué los enterraste de aquella manera? ¿Para poder desenterrarlos después?
—Así es, quería tener esa posibilidad.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Para llamar la atención. No lo sé.
—Te tomaste la molestia de ir a Bärnsö para asesinar a Isa Edengren. ¿Por qué no la dejaste vivir?
—Uno debe terminar lo que se ha propuesto llevar a cabo.
Hubo ocasiones en que los interrogatorios alcanzaban una sórdida crueldad insoportable para Wallander. Entonces abandonaba la sala de interrogatorios convencido de que quien quedaba allí sentado era un monstruo, pese a la sonrisa amable y la timidez aparente. Después se obligaba a regresar y a proseguir. Así, hablaron de la pareja de recién casados a los que también había estado espiando y a quienes tampoco permitió seguir viviendo, a causa de la felicidad de que gozaban y que él era incapaz de resistir.
Finalmente, le preguntó por Svedberg y por aquella historia de amor, larga y compleja, que habían protagonizado en secreto; sobre el drama que incluía a Bror Sundelius, que ignoraba que Svedberg le había sido infiel con otro hombre. Del mismo modo, salió a relucir la figura de Stridh, que conocía la historia y había amenazado con hacerla pública; o el miedo de Svedberg al comprender que el hombre con el que se había estado viendo durante diez años podía estar detrás de la desaparición de los jóvenes. Incluso llegaron a hablar del telescopio que Larstam había dejado en el trastero de Björklund: una pista falsa, una maniobra para despistar.
Durante los largos interrogatorios, Wallander experimentó a menudo la sensación de que, en realidad, no obtenía respuestas satisfactorias; de que la imprecisión envolvería siempre a la figura de Larstam. Éste, siempre solícito, se disculpaba cuando no recordaba con exactitud algún detalle. Pero parecía que en su interior sólo había un vacío que el inspector nunca lograba penetrar. Como también se le antojaba impenetrable la relación entre Larstam y Svedberg.
—¿Qué ocurrió aquella mañana? —quiso saber Wallander.
—¿Qué mañana?
—La del día en que fuiste al apartamento de Svedberg y lo mataste con el arma que habías robado en Ludvika con ocasión de un viaje a Fredriksberg para visitar a tu hermana.
—Me vi obligado a matarlo.
—¿Por qué?
—Me culpaba de tener algo que ver con los jóvenes desaparecidos.
—No estaban desaparecidos, estaban muertos. ¿Cómo empezó a sospechar que podías ser tú?
—Se lo había dicho yo.