—Nos darán los resultados de las huellas digitales a lo largo del día de hoy —aclaró el técnico cuando colgó—. Y al fin sabremos si son las huellas de Larstam las que aparecen una y otra vez.
—No puede ser de otro modo. No es una respuesta lo que necesitamos, sino una confirmación.
—¿Qué sucedería si resultara que no son las huellas de Larstam?
—En ese caso, yo abandonaría la dirección del grupo.
Nyberg consideró las palabras de Wallander desde la posición que ocupaba en la silla de Hanson.
—Estaba pensando… —comentó Wallander—. ¿Por qué estaría el telescopio en casa de Björklund? ¿Quién lo dejaría allí?
—¿Quién habría de ser, sino Larstam?
—Ya, pero ¿por qué?
—Tal vez para despistar, para confundirnos. Quizá quería que sospecháramos del primo de Svedberg.
—Larstam debe de haber atado bien todos los cabos, ¿no crees?
—Sí, pero, si no lo ha hecho, nosotros descubriremos el cabo suelto, antes o después. Y, entonces, lo atraparemos.
—En otras palabras, lo más probable es que sus huellas dactilares también aparezcan en el telescopio.
—Si es que no tomó la precaución de limpiarlas.
En ese momento, sonó el teléfono y Wallander echó mano del auricular. Era Martinson.
—Tenías razón.
Wallander se puso de pie tan bruscamente que la silla se volcó.
—¿Qué has averiguado?
—Hay un amarre a nombre de Isa Edengren. Además, pedí que me mostraran el contrato. Si fue Larstam quien falsificó la firma, lo hizo a la perfección, pues se parece mucho a la letra de la joven. También he hablado con el hombre al que le entregó el contrato, y me aseguró que habló con una mujer.
—¿Era morena?
—Exacto. Era Louise.
—Pero, claro, en el club marítimo no podían saberlo.
—Por otro lado, la mujer advirtió que sería su hermano quien utilizaría más a menudo la embarcación.
—¡Vaya! Es muy habilidoso este Larstam.
—Es una barca de madera, de las antiguas —prosiguió Martinson—. Pero la reformaron, y dispone de literas. A un lado hay amarrada una embarcación de vela. El otro amarre está vacío.
—Voy ahora mismo —aseguró Wallander—. Y vosotros manteneos apartados del embarcadero. Por cierto, espero que hayáis estado atentos, tal vez Larstam esté de camino. Podemos dar por hecho que ahora se andará con mucho cuidado, de modo que antes de acercarse a la embarcación vigilará bien que nadie esté rondando el puerto deportivo.
—Mucho me temo que no hemos estado tan atentos como hubiéramos debido.
Wallander dio por finalizada la conversación y puso a Nyberg al corriente de todo antes de regresar a la sala de reuniones. Ann-Britt Höglund y Thurnberg quedaron encargados de preparar una salida de emergencia, si resultase necesario.
—¿Qué harás si se encuentra a bordo? —preguntó la colega.
Wallander meneó la cabeza.
—No lo sé. Primero habrá que ver qué aspecto tiene el barco.
Era ya la una de la tarde cuando Wallander llegó al puerto deportivo. Hacía una temperatura agradable, refrescada por una suave brisa procedente del suroeste. Wallander se había acordado de llevarse los prismáticos, de modo que pudiesen observar de lejos la barca.
—Da la impresión de estar abandonado —comentó Martinson.
—¿Sabes si hay gente a bordo del velero que hay a la izquierda? —inquirió Wallander.
—No, está vacío.
Wallander recorrió otras embarcaciones con los prismáticos y comprobó que había gente sentada en muchas de las cubiertas.
—Aquí no podemos iniciar un tiroteo —observó Martinson—, y tampoco evacuar el puerto.
—Ya, pero tampoco podemos esperar —atajó Wallander—. Hemos de averiguar si está o no a bordo. Y, si es así, tenemos que atraparlo. En caso contrario, seguiremos buscando por otro lado.
—¿Quieres que comencemos a acordonar la zona?
—No, yo subiré a bordo.
Martinson se sobresaltó.
—¿Estás loco?
—Nos llevará como mínimo una hora acordonar la zona y sacar de aquí a toda la gente. No disponemos de ese tiempo, así que subiré a bordo. Tú me cubrirás desde el embarcadero. No tardaré nada. Me figuro que no se lo espera. Si se encuentra en el interior, estará durmiendo.
Martinson se opuso rotundamente.
—No cuentes con mi apoyo para esto. Puede tener consecuencias catastróficas.
Wallander lo ignoró.
—Por cierto, hay algo en lo que me imagino que no habrás pensado. No creo que Larstam fallase al disparar a Hanson y al colega de Malmö. Nadie puede convencerme de que no apuntó bien. Simplemente, ninguno de los dos era la novena víctima.
—¿Quieres decir que tú tampoco lo eres?
—Lo dudo mucho.
Pero Martinson tenía otra objeción.
—Recuerda que se trata de una barca amarrada a un embarcadero y que no hay ninguna puerta o escalera trasera por la que pueda escapar. ¿Qué crees que hará?, ¿saltar al agua?
—Tendremos que arriesgarnos a que la falta de una vía de escape alternativa lo cambie todo —insistió Wallander.
Martinson seguía sin ceder.
—Pues, en mi opinión, es una acción del todo irresponsable.
Sin embargo, Wallander ya había tomado su determinación.
—Está bien —convino, fingiendo doblegarse—. Haremos lo que propones. Ve a la comisaría y solicita una intervención de emergencia en el puerto. Yo me quedaré aquí vigilando.
De modo que Martinson se marchó mientras el policía de Malmö obedecía la orden de Wallander de ir a mantener controlado tanto el aparcamiento como la carretera que llevaba hasta el puerto deportivo.
Una vez solo, el inspector echó a andar hasta el embarcadero, consciente de que contravenía las reglas policiales más elementales. Iba a exponerse a una situación en la que habría de enfrentarse a un hombre de una crueldad extrema. Por si fuera poco, tenía intención de hacerlo totalmente solo, sin que ningún colega lo cubriese y, además, sin que el lugar estuviese acordonado.
Había unos niños jugando en el embarcadero y Wallander les indicó, en tono autoritario, que debían mantenerse alejados del agua. Llevaba la pistola en el bolsillo, ya sin el seguro. Se planteó saltar al agua desde el muelle y alcanzar la barca a nado. Pero si Larstam se encontraba a bordo del bote, calculaba, éste lo vería desde la ventanilla de la cabina y él quedaría totalmente desprotegido.
Comprendió que aquello no era lo más recomendable, que la única posibilidad consistía en acceder a la embarcación desde la popa, retirando el toldo que la cubría. Pero para ello necesitaba un bote. Miró a su alrededor hasta descubrir que, cerca de donde se hallaba, había un pequeño yate en el que, al parecer, celebraban una fiesta sobre la amplia cubierta. Junto al yate flotaba un bote de color rojo. Wallander no se lo pensó dos veces. Subió a bordo y mostró su placa de policía a los asombrados pasajeros del yate.
—Necesito llevarme prestado el bote —anunció sin más.
Un hombre calvo que sostenía una copa de vino en la mano se puso en pie al tiempo que preguntaba:
—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algún accidente?
—No —repuso Wallander—. Pero no tengo tiempo para dar explicaciones. Permaneced en el yate; que a nadie se le ocurra subir al embarcadero, o tendrá que atenerse a las consecuencias. ¿Está claro?
Nadie pronunció palabra. Wallander saltó torpemente al interior del bote y trató de orientarlo con los remos, hasta que uno de ellos se le escapó de las manos. La pistola estuvo a punto de salírsele del bolsillo cuando intentó recuperarlo. Sudoroso y lanzando maldiciones, logró finalmente controlar los remos. El hombre calvo soltó las amarras y Wallander comenzó a remar, preguntándose si el bote no se hundiría con su peso. Con extremo cuidado, se aproximó a la parte posterior de la barca con la mano extendida para frenar cuando se acercase a la proa. Comprobó desde fuera que la barca tenía motor. El corazón le latía acelerado. Con suma precaución, pues no quería que el bote comenzase a balancearse, echó un cabo. Después aplicó el oído. Pero lo único que resonaba eran los latidos de su corazón. Ya con la pistola en la mano, comenzó, muy despacio, a soltar la lona. Seguía sin percibirse movimiento alguno en la embarcación. Una vez que hubo soltado la lona lo suficiente, llegó el momento más complicado, pues tenía que levantarla al tiempo que él se hacía a un lado. De lo contrario, si hubiese alguna persona armada en el interior del barco, él constituiría un blanco perfecto. Ni una sola idea poblaba su mente en aquel momento en que sostenía el arma con mano temblona y sudorosa.
Y alzó la lona al tiempo que se arrojaba hacia un lado. El bote empezó a balancearse de tal modo que Wallander habría caído al agua de no haberse agarrado a un andullo. Nada sucedió. De un único tirón, retiró uno de los lados de la lona y comprobó que la cubierta estaba vacía. Las pequeñas puertas de caoba que permitían el acceso al camarote inferior estaban abiertas, de modo que pudo ver el interior. El camarote también estaba vacío. Subió a cubierta, aún pistola en mano. Había dos peldaños que descendían a las dos literas situadas junto a unos ojos de buey. Allí no había nadie. Tampoco había sábanas, tan sólo unos colchones cubiertos con fundas de plástico.
Wallander volvió a subir a cubierta. Estaba empapado en sudor. Se metió la pistola en el bolsillo, saltó al bote y comenzó a remar de nuevo hacia el yate. Los que celebraban la fiesta, sosteniendo en la mano sus copas de vino, lo habían estado observando atentamente, apoyados sobre la barandilla de la cubierta del yate. El hombre calvo agarró el cabo que Wallander le tendía y éste subió a bordo.
—Bien, tal vez ahora podamos oír una explicación —comentó el hombre.
—Pues no —repuso Wallander.
El inspector tenía prisa. Era muy probable que sus compañeros estuviesen a punto de salir con las patrullas de emergencia, y tenía que evitarlo a toda costa. Larstam no se encontraba en el bote, lo que podía implicar que, por una vez en toda la investigación, ellos fuesen un paso por delante del asesino. Wallander telefoneó a Martinson desde el embarcadero.
—Acabamos de salir —anunció Martinson.
—¡Suspende la operación! —gritó Wallander—. No quiero que aparezca por aquí ni un solo coche. Vente tú solo.
—¿Ha sucedido algo?
—Que no está aquí.
—¿Y cómo lo sabes?
—Eso no importa. El caso es que lo sé.
Martinson guardó silencio.
—Has subido a bordo, ¿no es cierto? —inquirió en tono reprobatorio.
—No tenemos tiempo que perder —le recordó Wallander—. Ya hablaremos de eso en otra ocasión.
Cinco minutos después, Martinson estaba en el puerto. Wallander le hizo saber su sospecha de que Larstam podía estar en camino. Al ver la lona levantada, Martinson meneó la cabeza.
—Sí, tenemos que colocarla como estaba —comentó Wallander—. Mientras, por si Larstam viene, uno de los dos ha de controlarlo todo desde el embarcadero. El puerto debe quedar bajo vigilancia.
Martinson se apostó en el embarcadero, de espaldas al mar, mientras Wallander subía a la barca desde el embarcadero e inspeccionaba a toda prisa la cubierta y el camarote. No halló nada, tal y como esperaba, pues sabía que Larstam nunca dejaba ningún documento. Después de colocar la lona en su lugar, regresó al muelle.
—¿Cómo lograste subir a bordo? —quiso saber Martinson.
—Me prestaron un bote.
—Estás loco.
—Tal vez sí. Pero también es posible que te equivoques.
Martinson fue a hablar con el policía al que Wallander había enviado al aparcamiento, pues ahora tendría que vigilar el puerto y el muelle. Además, llamó para que enviasen más agentes.
—Deberías ir a casa a cambiarte de camisa —observó Martinson mientras dedicaba a Wallander una mirada elocuente.
—Sí, pienso ir —aseguró el inspector—. Pero antes tenemos que poner a los demás al corriente.
En la comisaría, nadie hizo preguntas sobre cómo había subido a bordo de la barca, como tampoco a nadie se le ocurrió indagar acerca de si lo había hecho solo. Martinson, sentado a la mesa de reuniones, no abría la boca, y Wallander comprendió que estaba enojado, pero nada podía hacer en esos momentos.
—Por primera vez en el transcurso de esta investigación, vamos quizás un paso por delante de él —los animó Wallander—. Por supuesto, no es seguro que vaya a dormir en el barco. Incluso es probable que cuente con la posibilidad de que lo hayamos encontrado.
—En ese caso, estamos de nuevo en el punto de partida —observó Ann-Britt Höglund—. Me cuesta creer que no haya nada que podamos hacer para seguirle la pista. Además, ¿quién será la novena víctima?
—Debemos seguir buscando —declaró Wallander—. Tened en cuenta que utilizó el nombre de Isa Edengren para alquilar el amarre. Es decir, que es imprevisible, nos sorprende una y otra vez, de modo que sólo podemos seguir profundizando en el material de investigación. En algún lugar hallaremos la clave que nos abra las puertas del misterio. Estoy convencido de ello.
A Wallander le daba la sensación de estar predicando, como si tuviese que convencer a unos colaboradores incrédulos de que aquélla era la única fe verdadera. A decir verdad, no sabía qué otra actitud adoptar, pues, por el momento, no tenía más que una sola idea en su cabeza. Una idea que aún tenía que demostrar a los demás.
—¿Por qué elegiría Larstam el nombre de Isa Edengren? —inquirió de pronto—. ¿Fue pura casualidad o se trató de una elección meditada?
—El entierro de Isa será mañana —intervino Martinson.
—Quiero que alguien llame a sus padres para pedirles que vengan, a uno o a ambos, de modo que podamos investigar más a fondo el asunto del amarre. —Wallander se puso de pie—. Pero antes pienso tomarme veinte minutos para ir a casa a cambiarme de camisa.
En ese momento, Ebba, que había entrado en la sala para dejar varias cajas de bocadillos, se ofreció solícita:
—Si me das las llaves, puedo ir yo. Te aseguro que no me importa.
Wallander rechazó la oferta agradecido. En realidad, necesitaba urgentemente cambiar de aires, aunque no fuese más que durante veinte minutos. Estaba a punto de abandonar la sala cuando sonó el teléfono. Ann-Britt Höglund, que había atendido la llamada, le hizo señas a Wallander de que aguardase.
—Es de la policía de Ludvika —informó—. Una de las hermanas de Ke Larstam vive en esa zona.
—¡Vaya! Envié una circular pidiendo información y, al parecer, ha dado resultado —comentó Martinson.