—Sí, tiene las llaves.
—¿Hay teléfono allí?
—No, usamos los móviles.
—¿Tiene Isa teléfono móvil?
—¿Quién no tiene un móvil hoy en día?
—¿Cuál es su número?
—No lo sé. Además, no creo que tenga móvil.
—¿En qué quedamos? ¿Tiene móvil o no?
—Nunca me pidió dinero para un móvil, así que, ¿cómo iba a poder comprarse uno, si no trabaja ni hace nada por sentar la cabeza?
—¿Existe la posibilidad de que Isa se haya marchado a Bärnsö?
—Según creo, está en el hospital, ¿no es así?
—Estaba, pero se marchó.
—¿Por qué?
—No lo sabemos. ¿Existe esa posibilidad, sí o no?
—Sí, es muy posible.
—¿Cómo se accede a la isla?
—Desde Fyrudden se puede llegar en barco. No hay comunicación por tierra hasta Bärnsö.
—¿Y tiene ella acceso a algún barco?
—El nuestro está en estos momentos en un astillero de Estocolmo, para la revisión de motores.
—¿Hay allí algún vecino con el que podamos ponernos en contacto?
—No, allí no vive nadie. Nuestra casa es la única de toda la isla.
Wallander había ido tomando notas durante la conversación. No tenía más preguntas, por el momento.
—Es mi deber exigirles que se encuentren localizables en todo momento en este número de teléfono —aseguró concluyente—. Por cierto, ¿hay algún otro lugar al que Isa haya podido marcharse?
—No se me ocurre ninguno.
—Bien. Cuento con que se pondrá en contacto con nosotros en el caso de que, por casualidad, recordase algún detalle que pudiera resultar importante para la investigación.
Antes de dar por finalizada la conversación, Wallander le dio el número de teléfono de la comisaría de Ystad y el de su móvil. Cuando colgó, se dio cuenta de que le sudaban las manos.
Después de revolver un buen rato en sus cajones y estanterías, dio por fin con el mapa de carreteras que buscaba. Fue pasando las hojas hasta llegar al archipiélago de Östergötland. Fyrudden figuraba en el mapa, pero no así Bärnsö. Dado que sólo había una casa en toda la isla, supuso que ésta debía de ser muy pequeña. Salió a la recepción a pedir ayuda para averiguar si había algún número de teléfono móvil a nombre de Isa Edengren, y al fin pudo localizar por teléfono a Martinson, que seguía en casa de la familia Norman. Wallander no envidiaba la situación en que se hallaba su colega… Transcurridos unos instantes, supo que los padres no sabían el número del móvil de la amiga de su hija, si es que lo tenía. El inspector le pidió a Martinson que se pusiera en contacto con el resto de los jóvenes que aparecían en la fotografía de Svedberg. En veinte minutos obtuvo una respuesta: nadie sabía si Isa tenía móvil.
Era ya más de mediodía, y Wallander se sentía hambriento y con dolor de cabeza, así que llamó para pedir una pizza; llegó al cabo de media hora y se la comió sentado a la mesa de su despacho. Nyberg seguía sin llamar, por lo que se planteó ir él mismo al parque. No obstante, se dijo que poco podía contribuir él a las pesquisas. Nyberg sabía lo que tenía que hacer. Se limpió la boca, tiró la caja de cartón en que venía la pizza y fue a los servicios a lavarse las manos. Acto seguido, salió de la comisaría y cruzó la calle en dirección al depósito de agua. Una vez allí, se sentó a la sombra del depósito y dio vueltas a una idea que le rondaba sin cesar por la cabeza.
En efecto, había comenzado a entrever un modelo de conducta. Sin embargo, aquella suposición carecía aún de forma y rostro concretos. Se trataba más bien de un presentimiento vago, en el que había ciertos puntos recurrentes. Su mayor temor, el de que Svedberg hubiese asesinado a los tres jóvenes, empezaba a desvanecerse para dar paso al convencimiento de que su colega pertenecía al grupo de los perseguidores, al igual que él mismo. Más aún, intuía la presencia escurridiza de Svedberg por delante de ellos, a escasa distancia. Pero aún no le habían dado alcance.
No podía ser que Svedberg, al que habían asesinado, fuese, a su vez, un asesino. Así, aquel temor se disipaba y otro muy distinto empezaba a perfilarse. ¿Había alguien que vigilaba sus propios movimientos, los de Martinson o los de Ann-Britt? ¿Y quién era?
Muy cerca de todos ellos había un individuo muy bien informado. Wallander sabía que estaba en lo cierto, pese a que no podía argumentar por qué.
El asesino de Svedberg, sin duda el mismo que había acabado con la vida de los tres jóvenes, tenía acceso en todo momento a cuanta información precisaba. Así, pese a que la fiesta de la noche de San Juan se había planificado en el mayor de los secretos —de hecho, ni siquiera los padres sabían nada al respecto—, aquella persona lo sabía todo. Sabía incluso que Svedberg estaba siguiéndole la pista.
«Svedberg debió de acercarse mucho», concluyó Wallander. «Tal vez, sin ser consciente de ello, se adentró en territorio prohibido. Por eso lo mataron. Simplemente, no se me ocurre otra explicación».
Hasta aquel punto, le pareció que sus razonamientos seguían cierta lógica. Pero allí, sentado sobre el césped que circundaba el depósito, comprendió que todo lo demás se presentaba no poco desdibujado. ¿Por qué estaba el telescopio en el trastero de la casa de Björklund? ¿Por qué se habían dedicado a enviar postales falsas desde distintos puntos de Europa? ¿Por qué se había aplazado el momento de sacar a la luz los cadáveres? Las preguntas eran muchas, y la relación entre ellas, vaga o difícil de establecer.
«He de dar con el paradero de Isa», resolvió. «Es preciso hacerla hablar. Tengo que lograr que me revele lo que quizá ni ella misma sea consciente de saber. Y también necesito encontrar la brecha que Svedberg había abierto en aquel caso. ¿Qué fue lo que él descubrió y que a nosotros se nos escapa? ¿O sería una sospecha que él tuvo desde el primer momento y que nosotros, simplemente, no podemos concebir?».
Pensó en Louise, aquella mujer con la que Svedberg había mantenido una relación secreta.
Había algo inquietante en su fotografía, pero seguía sin identificar qué era. Pese a todo, la desazón lo corroía, lo alentaba a no rendirse, a no perder del todo la paciencia.
Se le ocurrió de pronto, sentado de espaldas al muro del depósito de agua, que había cierta semejanza entre Svedberg y los cuatro jóvenes: todos habían guardado algún secreto. ¿Quién podía asegurar que no fuese ése el nexo que buscaba?
Wallander se puso de pie dispuesto a regresar a la comisaría. Aún se notaba todo el cuerpo entumecido como consecuencia de las horas que había pasado durmiendo en el asiento trasero de su coche.
Finalmente, tenía que ponerse manos a la obra, consciente de cuál era la mayor de sus preocupaciones: el temor a que el asesino actuase de nuevo.
Se detuvo en el aparcamiento que había ante la comisaría y, en un segundo, lo vio todo muy claro. Tenía que viajar a Bärnsö a investigar si Isa Edengren estaba allí. De entre todos los problemas que precisaban solución, él tenía que elegir uno. Y se había decantado por ése: encontrar a la chica.
De pronto, intuyó que el tiempo apremiaba. Regresó a su despacho y consiguió hablar con Martinson, que por fin había salido de la casa de la familia Norman, en la calle Käringvägen.
—¿Alguna novedad? —inquirió Martinson.
—Más bien pocas. ¿Por qué no sabemos aún nada de los forenses? Sin esos datos, estamos atados de pies y manos. ¿Por qué no nos llega ninguna llamada sensata? ¿Dónde están los coches desaparecidos? Tenemos que hablar, así que vente para acá tan rápido como puedas.
A las cuatro de la tarde, habían logrado ponerse también en contacto con Ann-Britt Höglund, que ya se había entrevistado con Eva Hillström y con los padres de Martin Boge, en Simrishamn. Mientras la esperaban, Wallander y Martinson se dedicaron a llamar a los jóvenes identificados en la fotografía de Svedberg. Resultó que todos habían visitado a Isa en Bärnsö en alguna ocasión. Además, Martinson tuvo tiempo de hablar con el Instituto de Medicina Forense de Lund antes de que Ann-Britt llegase. Seguían sin poder establecer la hora de la muerte de Svedberg, y otro tanto ocurría con la de los tres muchachos. Wallander revisó la información recibida por las líneas abiertas a los ciudadanos. Martinson había encomendado esa tarea a un joven policía en prácticas. Nada parecía indicar que se hubiesen realizado descubrimientos importantes ni en la calle Lilla Norregatan ni en el parque. Lo más llamativo era, no obstante, que nadie hubiese llamado para identificar a la mujer cuyo nombre, según creían ellos, era Louise. De hecho, fue lo primero que Wallander comentó cuando se sentó con sus dos compañeros en una de las salas de reuniones más pequeñas. Además, había colocado las fotografías en el proyector.
—Tiene que haber alguien que la reconozca —aseguró—. O, al menos, que crea saber quién es. Pero no ha llamado nadie.
—Ya, pero no han pasado muchas horas desde que la fotografía salió publicada en los periódicos —les recordó Martinson.
Wallander meneó la cabeza.
—Una cosa es que pidamos que la gente recuerde sucesos, y eso puede llevar su tiempo, y otra, como en este caso, que se acuerde de un rostro.
—¿Y si fuera extranjera? —sugirió Ann-Britt Höglund—. En realidad, bastaría con que fuese danesa. ¿Quién lee allí los diarios de Escania? La fotografía no aparecerá en la prensa nacional hasta mañana.
—Quizá tengas razón —convino Wallander, al tiempo que pensaba en Sture Björklund, que iba y venía entre Hedeskoga y Copenhague—. Nos pondremos en contacto con la policía danesa.
Los tres contemplaban la fotografía de Louise ampliada y proyectada sobre la pared.
—No me abandona la sensación de que hay algo extraño en esa fotografía —confesó Wallander—. Pero no atino a explicarlo.
Como a nadie se le ocurría nada, Wallander apagó el proyector.
—Pienso ir a Östergötland mañana —anunció—. Hay motivos suficientes para sospechar que Isa puede haberse dirigido allí. Tenemos que encontrarla. Y tenemos que obligarla a que nos cuente lo que sabe.
—¿Y qué crees tú que puede saber ella? Después de todo, no estaba en el parque cuando los mataron.
La pregunta de Martinson estaba más que justificada, y Wallander lo sabía. De lo que no estaba seguro era de poder darle una respuesta convincente. Había demasiadas lagunas, ideas que más podían calificarse de vagas suposiciones que de puntos de apoyo definidos.
—Bueno, Isa es, en cierto modo, una especie de testigo —observó él—. Tenemos el convencimiento de que esto no ha sido un delito casual. La muerte de Svedberg puede que resulte serlo, por inverosímil que parezca. En cambio, el asesinato de estos jóvenes es fruto de un plan bien concebido. En este caso, el dato decisivo es que ellos prepararon su fiesta en el más absoluto secreto. A pesar de todo, alguien, a todas luces, tuvo acceso a los detalles más importantes: cómo pretendían celebrar la fiesta, dónde, qué día y quizás incluso a qué hora. Alguien, pues, anduvo husmeando en su secreto, o bien obtuvo la información por otros medios. Y que lo planeó todo al detalle será incuestionable si al final resulta que tenemos razón y que han estado enterrados en las inmediaciones del parque durante un tiempo. Un hoyo no se cava solo. Por otro lado, Isa participó en los preparativos de la fiesta, pero, cuando estaban a punto de celebrarla, cayó enferma. Y no tenemos motivo alguno para dudar de la veracidad de esta circunstancia, pues, de haberse encontrado bien, también ella habría acudido. Con toda probabilidad, su gastroenteritis le salvó la vida. En otras palabras, ella puede conducirnos por el buen camino y ayudarnos a avanzar. En algún punto del trayecto, tanto ella como los otros tres se interpusieron en el camino de una persona que decidió quitarles la vida. Aunque ellos no se percataron de nada. En cualquier caso, así creo yo que hay que plantearlo.
—¿Crees que también Svedberg razonó de ese modo? —quiso saber Martinson.
—Deduzco que sí. Sin embargo, él debía de saber algo más. O tal vez sólo tenía un presentimiento, una sospecha. Pero ignoramos qué suscitó esa sospecha, al igual que desconocemos el modo en que su corazonada o su recelo emergieron a la superficie, por qué motivo las causas de su presentimiento se hicieron patentes sólo para él. Tampoco sabemos qué lo movió a investigar en secreto, aunque está claro que era importante que así fuese. Realizó este trabajo durante sus vacaciones, y recordemos que quiso tomárselas enteras, algo totalmente insólito.
—Aquí falta algo —intervino Ann-Britt Höglund—. Un móvil: la venganza, el odio, los celos… Algo no encaja. ¿Quién querría vengarse de tres jóvenes? O, mejor dicho, de cuatro jóvenes. ¿Quién puede haberlos odiado o envidiado hasta ese punto? En este crimen hay un grado de brutalidad que supera cuanto he oído o visto antes. Es peor que el caso de aquel pobre desgraciado que se disfrazaba de indio, hace un año o dos
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—Puede que eligiera matarlos durante la fiesta con toda intención —observó Wallander—. Puede que ese odio, esa envidia le resultasen tan insoportables que escogió un momento en el que los jóvenes disfrutaban a más y mejor. Además, piensa en que uno puede sentirse aún más solo precisamente en fechas como San Juan o Nochevieja.
—Entonces no cabe pensar más que en un loco —resolvió Martinson, que no podía ocultar su desazón.
—Pues si es así, se trata de un loco metódico y muy previsor —puntualizó Wallander—. Lo cual es perfectamente posible, claro está. Pero lo más importante es que nos preguntemos cuál es el denominador común que se oculta tras todo esto. En alguna parte, el asesino ha tenido acceso a la información. Ése es el denominador que buscamos. Hemos de bucear en las vidas de estos jóvenes. Antes o después hallaremos el nexo. Y no es descabellado pensar que ya nos lo hemos topado pero que no hemos sido capaces de reconocerlo.
—Es decir, que tú propones que Isa Edengren se convierta en la auténtica guía de esta investigación —concluyó Ann-Britt Höglund—. Que ella forme la avanzadilla y nosotros sigamos sus indicaciones.
—Algo así. No podemos ignorar la circunstancia de que ha intentado suicidarse. La cuestión es por qué. Tampoco sabemos cómo el misterioso asesino interpreta y vive el hecho de que ella haya sobrevivido.
—¿Y el que llamó al hospital bajo el nombre de Lundberg? —sacó entonces a colación Martinson.
Wallander se mostró preocupado.
—Quiero que alguno de vosotros hable con la persona que atendió la llamada y le pregunte cómo sonaba su voz, qué dialecto hablaba, si era joven o viejo… Cualquier dato puede ser relevante.