—Sí, claro, pero es aún más inverosímil que un catedrático de la Universidad de Copenhague esté mintiéndonos —señaló Wallander—. Partamos de la base de que nos ha dicho la verdad.
—¿Y si Svedberg se la inventó? Si no me equivoco, nadie la ha visto nunca.
Wallander sopesó las palabras de Ann-Britt y la posibilidad de que Louise no fuese más que el fruto de la imaginación del colega asesinado.
—Bueno, el caso es que había cabellos en el cuarto de baño de Björklund. Eso, por lo menos, no eran invenciones.
—¿Por qué iba a inventarse alguien una relación con otra persona? —se extrañó Nyberg.
—La gente que está sola, ya sabes… —apuntó Ann-Britt—. Hacen cualquier cosa con tal de sentir que pertenecen a un núcleo.
—¿Tú llegaste a encontrar algún cabello en el cuarto de baño? —preguntó Wallander.
—No —repuso Nyberg—. Pero lo inspeccionaré una vez más. Wallander se puso de pie.
—Venid conmigo, quiero mostraros algo.
Ya en la sala de estar, les resumió las ideas que se le habían ocurrido hacía un rato.
—Lo que pretendo es llegar a una conclusión, aunque sea provisional. O tal vez sea mejor llamarlo hipótesis de partida. En cualquier caso, si en verdad se trata de un robo, hay muchos puntos que precisan una aclaración. ¿Cómo entró el supuesto ladrón en el apartamento? ¿Por qué llevaba consigo una escopeta? ¿En qué momento apareció Svedberg? ¿Qué robaron, aparte del telescopio? Y, en realidad, ¿por qué dispararon a Svedberg? No hay el menor indicio de pelea ni de enfrentamiento físico, pues el desorden reina en todas las habitaciones y no es lógico pensar que, mientras se peleaban, recorrieran una habitación tras otra. Si he de seros sincero, no me parece que esto tenga mucho sentido. De ahí que empiece a cuestionarme qué sucedería si, por un momento, desechásemos la hipótesis del robo. ¿Qué tendríamos entonces ante nosotros? ¿Venganza? ¿Pura y simple locura? Con una mujer involucrada, podríamos pensar en un asunto de celos. Pero ¿os imagináis a una mujer disparándole a Svedberg, y en pleno rostro? A mí me cuesta creerlo, así que, ¿qué posibilidades nos quedan?
Wallander consideró que el silencio que siguió a su pregunta resultaba muy elocuente. Era bien sencillo; no existía ninguna hipótesis con la que empezar a trabajar: un robo, una escena de celos o cualquier otra cosa. Svedberg había sido asesinado en el curso de un drama cuyos entresijos se les escapaban, con lo que la hipótesis de partida no era sino una desdibujada y ancha tierra de nadie.
—¿Puedo irme ya? —preguntó Nyberg—. Esta noche he de tener listos un montón de informes.
—Todos los del equipo nos reuniremos aquí mañana por la mañana.
—¿A qué hora?
Wallander no supo qué decir. La investigación la dirigía él, de modo que a él le correspondía decidir.
—¿Os parece bien a las nueve? —propuso al fin.
Nyberg se marchó, y él y Ann-Britt se quedaron en la sala de estar.
—He estado intentando reconstruir los hechos —admitió Wallander—. ¿Qué es lo que ves tú?
El inspector sabía que su colega era avispada y, en ocasiones, clarividente; además, poseía una gran capacidad de análisis y procedía siempre de manera metódica.
—¿Qué ocurriría si empezásemos por buscar los motivos de todo este desorden en el apartamento?
—Adelante —la animó Wallander.
—Se me ocurren tres explicaciones posibles. La primera, que haya sido obra de un ladrón nervioso o, simplemente, atolondrado. La segunda, que el responsable de todo fuera una persona que vino a buscar algo en concreto. Claro que un ladrón también va siempre en busca de algo concreto, sólo que no suele saber qué con exactitud. La tercera es que sea el resultado de un acto vandálico, alguien que vacía las estanterías con la única intención de destrozarlo todo.
Wallander seguía su razonamiento con atención.
—Hay una cuarta hipótesis —advirtió—: que el destrozo se deba a un acceso incontrolable de ira.
Ambos intercambiaron una mirada cómplice. En alguna ocasión, Svedberg había perdido por completo el dominio de sí mismo y, de golpe y porrazo, lo acometían violentos ataques de ira. Una vez llegó casi a destrozar su propio despacho.
—No es descabellado pensar que Svedberg causara todo este desbarajuste —intervino Wallander—. Y no lo es porque ambos sabemos que lo hizo en la comisaría. Lo cual nos lleva a otra pregunta importante.
—¿Por qué?
—Exacto, ¿por qué?
—Yo estaba presente la última vez que destrozó su despacho. Al final, Hanson y Peters lograron que entrara en razón. Sin embargo, nunca llegué a enterarme de lo que había provocado la tormenta.
—Sí, entonces era Björk el comisario jefe. Llamó a Svedberg a su despacho y lo culpó de la desaparición de unas pruebas.
—¿De qué material se trataba?
—De unos cuantos iconos letones de gran valor, entre otros objetos. Fue un caso importante de contrabando.
—Es decir, que lo acusaron de robo.
—Negligencia, más bien. Pero cuando algo desaparece, resulta inevitable que la sospecha quede flotando en el ambiente…
—¿En qué acabó la cosa?
—Svedberg se sintió humillado y arremetió contra todo lo que había en su despacho.
—Ya.
—En fin, eso no nos conduce a ninguna parte. Svedberg destroza su apartamento y luego le disparan.
—Sí, seguimos sin establecer una posible secuencia de los acontecimientos —concretó Wallander.
—¿No podríamos suponer que hubiese una tercera persona? —preguntó Ann-Britt de repente.
—Podemos suponer cualquier cosa. Ése es uno de nuestros principales problemas —se lamentó el inspector—. No sabemos si el asesino estaba solo o si había más personas en la habitación, pues no hemos hallado pruebas en un sentido o en otro.
Salieron de la sala de estar.
—¿Sabes si Svedberg había recibido alguna amenaza? —preguntó Wallander ya en la entrada.
—No.
—¿Y algún otro compañero?
—Bueno, siempre nos llegan cartas raras y recibimos llamadas telefónicas de ésas. Todo queda archivado en un registro.
—Revisa ese registro, sólo lo consignado durante los últimos meses —pidió Wallander—. Además, quiero que hables con el repartidor del periódico y le preguntes si ha observado algo extraño.
Ann-Britt tomaba nota.
—¿Dónde estará el maldito telescopio? —se preguntó Wallander.
—¿Y cómo vamos a encontrar a la tal Louise? —se preguntó a su vez Ann-Britt.
—Yo voy a reunirme con Ylva Brink dentro de un rato —explicó Wallander—. Y esta vez tengo que afinar más.
—Al menos, sabemos con seguridad que la escopeta no era propiedad de Svedberg —comentó Ann-Britt—. No había ningún arma registrada a su nombre.
—Algo es algo —ironizó Wallander al tiempo que abría la puerta. La agente desapareció escaleras abajo. Wallander cerró la puerta y regresó a la cocina. Mientras se tomaba otro vaso de agua se dijo que debería comer algo.
Estaba cansado. Se sentó en una silla, apoyó la cabeza contra la pared y se durmió.
Se encontraba en la cima de una montaña que centelleaba a la intensa luz del sol. Estaba esquiando, con unos esquís parecidos a los que había visto en el trastero de Svedberg. Al descender, la velocidad aumentaba sin cesar, y se dirigía hacia un banco de niebla. De pronto, un abismo se abrió a sus pies.
Se despertó sobresaltado. Según el reloj de la cocina, su sueño había durado once minutos.
Permaneció quieto, atento al silencio.
Entonces, el teléfono sonó con estrépito. Descolgó el auricular. Era Martinson.
—Suponía que estarías ahí.
—¿Ha sucedido algo?
—Eva Hillström ha venido otra vez.
—¿Qué quería?
—Si no hacemos algo, acudirá a la prensa. Parecía decidida a cumplir su palabra.
Wallander meditó un instante antes de responder.
—Creo que esta mañana tomé una decisión equivocada. Y pienso rectificar en la reunión de mañana.
—¿Qué decisión?
—Por supuesto, debemos conceder prioridad al asesinato de Svedberg, pero no podemos dejar de lado el caso de los jóvenes desaparecidos. Hemos de encontrar el modo de dedicarles nuestra atención también a ellos.
—¿Y de dónde vamos a sacar tiempo para eso?
—No lo sé, pero no es la primera vez que vamos tan sobrecargados de trabajo.
—Le prometí a Hillström que la llamaría después de hablar contigo.
—Sí, llámala. Procura calmarla. Dile que nos ocuparemos del asunto.
—¿Vienes para acá?
—Sí, iba a marcharme ya. He quedado con Ylva Brink.
—¿Crees que seremos capaces de resolver el asesinato de Svedberg? —preguntó Martinson hecho un manojo de nervios, cosa que no se le escapó a Wallander.
—Sí, lo conseguiremos. Pero tengo la impresión de que no va a ser fácil —sentenció antes de concluir la conversación.
Unas palomas aletearon ante la ventana. Wallander caviló sobre lo que había dicho Ann-Britt, que el arma hallada en el suelo de la sala de estar no estaba registrada a nombre de Svedberg. Más aún, no había ningún arma registrada a su nombre. Era, pues, lógico concluir que el colega asesinado no poseía ningún arma. Pero la realidad rara vez era lógica. ¿Cuántas armas no registradas circulaban en Suecia? Muchas, no cabía duda, y constituía uno de los mayores problemas a los que se enfrentaba la policía. Más aún, ¿quién podía asegurar que los miembros de la policía no estuviesen en posesión de armas ilegales?
De ser así, ¿qué papel habría desempeñado eso en la muerte de su colega?
¿Y si, a pesar de todo, Svedberg hubiese sido el dueño del arma?
A Wallander, que seguía sentado en la silla, volvió a acuciarle la idea de que, en aquel caso, había algo que apremiaba. Debían darse prisa. Sin aguardar más, se levantó y abandonó el apartamento.
István KecsKeméti había sido uno de los muchos refugiados húngaros que se habían visto obligados a abandonar su país tras los levantamientos de 1956. Había llegado a Suecia, en concreto a Trelleborg, hacía exactamente cuarenta años, a la edad de catorce, en compañía de sus padres y de tres hermanos menores. El padre de István, que era ingeniero, había viajado por primera vez a Suecia a finales de los años veinte para visitar las instalaciones industriales de la compañía Separator, a las afueras de Estocolmo, donde esperaba conseguir un trabajo.
Sin embargo, el padre de István, en su segundo viaje a Suecia, nunca llegó a salir de Trelleborg, porque, tras bajar las escaleras de la terminal del transbordador, murió víctima de un ataque de apoplejía. Así, su segundo encuentro con la tierra sueca se produjo en el momento en que su cuerpo se desplomó sobre la humedad del asfalto. Lo enterraron en Trelleborg y la familia nunca salió de Escania. A la edad de cincuenta y cuatro años, István llevaba ya bastante tiempo establecido como propietario de una de las pizzerías de Ystad que flanqueaban la calle Hamngatan.
István le había contado a Wallander su historia hacía ya mucho tiempo. El inspector iba a comer a su pizzería de vez en cuando y, los días en que no había muchos clientes, István se sentaba a su mesa y le refería episodios de su vida. Aquel día, Wallander cruzó el umbral del restaurante a las seis y media. Contaba con media hora para comer, antes de su cita con Ylva Brink. Tal y como había imaginado, el local estaba vacío. Desde la cocina, se oía la música de un radiotransistor mezclado con el ruido que alguien hacía al macerar un trozo de carne. István, que estaba a punto de concluir una conversación telefónica, lo saludó con la mano desde la barra.
Wallander se acomodó en una mesa situada en un rincón. Tras colgar el auricular, István se le acercó con una expresión de gravedad en el rostro.
—¿Es cierto lo que cuentan? ¿Han matado a un policía?
—Por desgracia —corroboró Wallander—. Karl Evert Svedberg, no sé si lo conocías.
—Creo que nunca vino a comer aquí. ¿Quieres una cerveza? Invita la casa.
Wallander rechazó el ofrecimiento con un gesto.
—Quiero comer algo rápido y que no sea perjudicial para alguien que tiene un índice de azúcar en sangre algo elevado.
István lo miró pensativo.
—¿Tienes diabetes?
—No. Es sólo que tengo demasiado azúcar en la sangre.
—Pues entonces eres diabético.
—Bueno, puede tratarse de algo transitorio. Pero, en fin, tengo un poco de prisa.
—Un filete a la plancha y una ensalada, ¿te parece bien?
—Sí, estupendo.
Cuando István se retiró a la cocina, dejó a Wallander sumido en un mar de dudas. Tal vez la diabetes no fuera una enfermedad tan vergonzante, y la única razón por la que Wallander reaccionaba así fuera porque le disgustaba su sobrepeso y, por tanto, intentaba cerrar los ojos e ignorarlo.
Comió con demasiada prisa, como de costumbre, y luego se tomó un café. Un nutrido grupo de turistas polacos que acababan de entrar en la pizzería reclamaron la atención de István, con lo que Wallander se vio libre de las preguntas que sin duda le habría hecho sobre el asesinato de Svedberg. El inspector pagó la cuenta y se marchó. En las calles, con más transeúntes que de costumbre, seguía haciendo calor. Wallander caminaba saludando de vez en cuando a los conocidos con los que se cruzaba, al tiempo que pensaba en cómo plantear la entrevista con Ylva Brink.
Estaba convencido de que ella se esforzaría por recordar con precisión y por responder de forma honrada. Lo complicado del interrogatorio consistía en elegir las preguntas adecuadas para que Ylva contara lo que sabía, aun sin ser consciente de ello. Una de las preguntas más importantes era, precisamente, la relativa a aquella mujer llamada Louise, pues tal vez, aunque ella misma lo ignorase, Ylva poseyera alguna información sobre ese asunto.
Wallander entró en la comisaría poco después de las siete. Dado que Ylva Brink no había llegado todavía, fue al despacho de Martinson, donde también halló a Hanson.
—¿Cómo va eso? —preguntó Wallander.
—Bueno, no hemos recibido demasiadas llamadas, que digamos —se lamentó Martinson.
—¿Tenemos ya algún informe de Lund?
—Aún no —aclaró Martinson—. Ni creo que nos llegue ninguno antes del lunes.
—Pues necesitamos saber la hora —comentó Wallander—. Es un dato importante. En cuanto sepamos el momento en que se produjo el crimen, contaremos con un punto de partida concreto.
—He estado estudiando los registros —anunció Martinson—. A primera vista, este caso de robo y asesinato no se parece a ningún otro.