—Llamaron de la policía de Copenhague —le informó el policía—. Kjær, creo que era el apellido. ¿O tal vez dijo Kræmp?
—¿Y qué quería?
—Pues quería hablar contigo. Me parece que acerca de la fotografía que les enviamos.
Wallander anotó el nombre y el número de teléfono y, sin tomarse un minuto para quitarse la chaqueta siquiera, se sentó ante su escritorio y llamó a Dinamarca, desde donde habían telefoneado poco antes de medianoche, por lo que cabía la posibilidad de que Kjær o Kræmp aún estuviese allí.
Alguien contestó al otro lado del hilo. Wallander preguntó por el tal Kjær o Kræmp y aguardó.
—Hola, soy Kjær.
El inspector había dado por sentado que se trataría de un hombre. Sin embargo, quien respondía al apellido de Kjær resultó ser una mujer.
—Hola, Kurt Wallander, de Ystad. Me han dicho que habías preguntado por mí.
—Buenas noches, sí. Se trata de la mujer de la fotografía que nos enviasteis, la supuesta Louise. Tenemos a dos personas que dicen haberla reconocido.
Wallander dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Por fin!
—Yo misma he hablado con una de ellas, un hombre llamado Anton BakKe que parece digno de crédito. Es jefe de comunicación de una empresa dedicada a la fabricación de mobiliario de oficina.
—¿La conoce?
—No, pero asegura que la ha visto aquí, en un bar de Copenhague cercano a la estación de Hovenbangården. Dice que se ha topado con ella varias veces.
—Pues es muy importante que nos pongamos en contacto con esa mujer.
—¿Ha cometido algún delito?
—No lo sabemos, pero ha salido a relucir en la investigación de un crimen cuya envergadura crece sin cesar. Por eso os enviamos la fotografía.
—Sí, estoy enterada de lo que ha ocurrido, lo de los jóvenes del parque, y el policía.
Wallander completó esa información comentándole los últimos sucesos de aquel día.
—¿Tú crees que la mujer está implicada en esto?
—No necesariamente. Pero tengo algunas preguntas importantes que hacerle.
—Al parecer, hay periodos en los que BakKe visita el bar en cuestión un par de veces a la semana. Él afirma que la ha visto una de cada dos veces.
—¿Iba sola?
—No estaba seguro, pero le dio la impresión de que iba acompañada de alguien.
—¿Le preguntaste cuándo la vio por última vez?
—Sí, la última noche en que BakKe acudió al bar, a mediados de junio.
—Bien. Decías que habíais recibido otra llamada.
—Así es. Un taxista que sostenía que la había llevado en su taxi en una ocasión, hace unas semanas.
—Bueno, el índice de error de un taxista debe de ser bastante elevado, ¿no?
—Es probable, pero éste la recordaba porque hablaba sueco.
—¿La recogió en alguna dirección determinada?
—No, ella lo había parado en la calle, de noche o, más bien, de madrugada, hacia las cuatro y media. Le dijo que iba a tomar el primer barco hacia Malmö.
Wallander tenía que tomar una determinación. La mujer de la fotografía hallada en el apartamento de Svedberg seguía siendo importante, pero ¿hasta qué punto? Por fin, decidió que tenían que dar con ella lo antes posible, que aquello no podía esperar.
—Bien, no podemos pediros que la detengáis, pero sí que la llevéis a la comisaría y la retengáis hasta que alguno de nosotros llegue. Necesitamos hablar con ella, para empezar. Después ya veremos adónde nos conduce su declaración.
—Claro, contad con nuestra ayuda. A ver qué motivo se nos ocurre para hacerla venir.
—Además, me gustaría que me avisarais en cuanto se presente en ese bar. Por cierto, ¿cómo se llama el local?
—«Amigo».
—¿Y qué tal es?
—Por lo que sé, no tiene mala fama, a pesar de encontrarse en la calle de Istedgade.
Wallander recordó que era una de las calles más céntricas de Copenhague.
—En fin, no sabes lo que te agradezco que nos ayudéis con esto.
—Te llamaremos tan pronto como aparezca por el bar. A propósito, se me ocurre que también podemos hablar con los camareros, es posible que alguno sepa dónde vive.
—Yo preferiría que no lo hicieseis. Siempre corremos el riesgo de que ella se entere y desaparezca —objetó Wallander.
—Pero ¿no decías que no es sospechosa de ningún delito?
—Y no lo es. Pero puedo estar equivocado.
Kjær comprendió su reserva. Wallander tomó nota de los varios números de teléfono que ella le dio, así como de su nombre. Se llamaba Lone, Lone Kjær.
Cuando el inspector colgó el auricular, había dado ya la una y media. Se levantó pesadamente y se dirigió a los servicios, para después ir a beber agua al comedor.
Tomó uno de los bocadillos resecos que había sobre una bandeja mientras oía aproximarse desde el pasillo la voz de Martinson, que hablaba con alguno de los agentes de Malmö. Entraron en el comedor, donde Wallander, en pie, mordisqueaba su bocadillo.
—¿Cómo va la cosa?
—Ninguno de los acampados ha visto a ninguna otra persona extraña, aparte del bañista.
—¿Contamos ya con alguna descripción?
—Habíamos pensado organizar la información de que disponemos.
—¿Dónde están los demás?
—Hanson sigue en el lugar del crimen. Ann-Britt Höglund tuvo que marcharse a casa, pues su hija había empezado a vomitar.
—Llamaron de la policía danesa. Han encontrado a Louise.
—¿Estás seguro?
—Eso parece.
Wallander se sirvió un café; Martinson aguardaba impaciente la continuación.
—¿La han detenido?
—¿Y por qué motivo iban a detenerla? Pero la han visto dos personas, un taxista y cierto cliente habitual de un bar, es decir, que la publicación de la fotografía en la prensa ha dado su fruto.
—O sea, que es cierto que se llama Louise, ¿verdad?
—Bueno, ese dato está aún por confirmar.
Wallander bostezó y Martinson lo imitó mientras uno de los policías de Malmö trataba de ahuyentar el cansancio frotándose los ojos.
—Vamos a sentarnos —propuso Wallander.
—De acuerdo, pero danos un cuarto de hora para prepararnos —solicitó Martinson—. Además, creo que Hanson está en camino. Ann-Britt dijo que podíamos llamarla a su casa, si es necesario.
Wallander se llevó la taza a su despacho. Al sentarse, se le derramó el café y se manchó una manga de la chaqueta, que aún no se había quitado. Al ver la mancha, dejó la taza sobre la mesa con un golpe brusco, se quitó la chaqueta y la arrojó indignado a un rincón. Pensó que, en realidad, aquel golpe en la mesa iba destinado al asesino que todavía no habían logrado atrapar.
Echó mano de uno de los blocs escolares, cuyas páginas estaban garabateadas y emborronadas de anotaciones hechas sin orden ni concierto, buscó una hoja en blanco y escribió tres preguntas:
«¿De dónde obtiene la información?». «¿Cuál es su móvil?».
«¿Por qué Svedberg?».
Se echó hacia atrás en la silla mientras observaba lo que acababa de escribir. Como no se sintió satisfecho, añadió:
«¿Por qué estaba el telescopio de Svedberg en casa de su primo?». «¿Por qué esa inclinación del asesino por atacar a gente disfrazada?». «¿Por qué Isa Edengren?».
«El punto clave, ¿cuál será?».
Iba avanzando, pero seguía echando algo en falta, así que escribió de nuevo:
«Louise visita Copenhague. Habla sueco». «¿Una secta secreta?».
«Bror Sundelius».
«¿Qué fue lo que dijo Lennart Westin en la cabina de mandos?».
Aquello le ayudaba a concretar la situación. Un hombre surge del mar. Un hombre de mano firme. Un excelente tirador.
Wallander se levantó para examinar el mapa de Escania. «En primer lugar, Hagestad. Ahora, Nybrostrand. Entre uno y otro, Ystad». Era un campo de acción muy limitado, pero eso no le proporcionaba ninguna pista inmediata. Tomó el bloc escolar y se dirigió a la sala de reuniones, donde no halló sino rostros marcados por el agotamiento y la apatía, ropas arrugadas, cuerpos entumecidos. «Seguro que el asesino está durmiendo tan tranquilo», se dijo, «mientras que nosotros vagamos a la deriva siguiendo su pista».
Sin esperar más, hicieron balance de la situación. Nadie, en la playa, había observado la presencia de ningún coche, ni había visto a otra persona sospechosa, salvo al bañista, lo que suponía un gran avance. Por otro lado, nadie habría podido ocultarse en el lugar en que iban a tomarse las fotografías, como tampoco pudo venir del lado opuesto a la zona de acampada, donde todo parecía indicar que había estado estacionado el vehículo. Dos personas que habían pasado por delante de las dunas justo cuando la pareja y el fotógrafo se dirigían hacia allí, aseguraban que entonces no había nadie.
La cuestión del aspecto del sospechoso era más difícil de resolver. Intentaron ensamblar los datos de que disponían, pero el conjunto seguía resultando bastante impreciso. El escurridizo hombre al que buscaban continuaba escabulléndose. Martinson llamó a casa de Ann-Britt Höglund en varias ocasiones para preguntarle sobre la información que ella había recabado.
Finalmente, se dieron por vencidos: aquello era como un callejón sin salida. Wallander echó un vistazo a sus notas.
—En suma, nos hallamos ante una descripción extraña y contradictoria por demás —recapituló abatido—. ¿Lleva el pelo corto, o es calvo? Sobre ese particular tenemos versiones opuestas. Si tiene pelo, corto o no, ignoramos el color. La opinión sobre la forma de su rostro, más bien alargado, parece unánime. «Casi equino», según afirman, curiosamente con las mismas palabras, dos testigos independientes. Por otro lado, todos aseguran que el hombre al que vieron salir del agua no estaba tostado por el sol. También hay unanimidad en lo que respecto a su estatura, que los testigos califican de normal, lo que puede significar cualquier cosa, de modo que la única conclusión sensata es que no se trata ni de un enano ni de un gigante. Por lo que parece, tampoco es de complexión robusta ni se mueve de ningún modo especial. Sobre el color de sus ojos no ha podido pronunciarse nadie, como es lógico, dado que nadie se acercó a él lo suficiente. Un hombre que paseaba a su perro pasó a unos cinco metros de distancia, y eso es lo más cerca que nadie ha llegado a estar del individuo. En cuanto al dato de la edad, reina el mayor de los desconciertos, pues las respuestas van desde los veinte años hasta los sesenta. Una dudosa mayoría se inclina porque está entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco, si bien nadie ha sido capaz de explicar por qué le atribuyen esa edad. —Wallander apartó el bloc a un lado—. En otras palabras, no tenemos ninguna descripción —concluyó—. Sabemos que es un hombre sin minusvalías o defectos físicos patentes y que no está tostado por el sol. Todo lo demás es contradictorio.
El silencio se hacía cada vez más profundo y Wallander comprendió que debía provocar cuanto antes un giro en el estado de ánimo de sus colegas.
—Pese a todo, es impresionante que hayamos logrado reunir toda esta información en tan poco tiempo. De modo que yo me inclino a pensar que, si seguimos trabajando, mañana tendremos aclarados bastantes puntos. Por otro lado, el que tengamos la certeza de que se trataba de nuestro hombre es un hecho decisivo. Y, sin lugar a dudas, un avance claro en la investigación.
En este punto, hizo una pausa, antes de pasar a referirles brevemente la conversación mantenida con Lone Kjær, de la policía de Copenhague. La mujer de la fotografía que habían hallado en el apartamento de Svedberg seguía sin identificar pero, al menos, la tenían localizada.
Ahí puso Wallander punto final a la reunión. Eran las tres menos veinte, y todos se levantaron raudos para dirigirse a sus respectivos despachos, a excepción de Martinson, que se rezagó un instante. Tenía el rostro apagado por la falta de sueño.
—Ha empezado a llegarnos material, tanto de la Interpol como del FBI, sobre esa organización que se hace llamar Divine Movers —lo informó—. Al parecer, es una facción de una secta que lleva el curioso nombre de Hijas de Jesús, y que a su vez, según indican los datos, surgió de una mezcla de creencias basadas en el movimiento Rastafari, las divinidades griegas y otras creencias religiosas. El fundador, un sacerdote católico de Uruguay que sufrió un trastorno mental, fue excomulgado e internado en un hospital psiquiátrico. Allí, según decía, fue testigo de varias apariciones divinas, pero cuyos facultativos lo consideraron, por extraño que parezca, lo suficientemente cuerdo como para darle el alta después de algún tiempo y, al salir, fundó esta secta.
—Lo importante aquí es el asunto de la violencia —interrumpió Wallander impaciente—. ¿Se han producido ataques contra miembros de esta secta con anterioridad?
—Según se desprende de la información recibida hasta el momento, no ha sido así. Pero nos han advertido de que enviarán más, tanto desde Washington como desde Bruselas. Pensaba dedicarme a examinar los documentos recibidos después de la reunión.
—Lo que tienes que hacer es marcharte a casa a descansar —atajó Wallander.
—Ya, bueno. Creía que era importante…
—Y lo es. Pero no podemos hacernos cargo de todo al mismo tiempo, así que será mejor que nos concentremos en los asesinatos de Nybrostrand, que, pese a todo, son lo que más nos ha aproximado a este demente.
—¿Has cambiado de opinión?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, como ahora lo tachas de «demente».…
—Un asesino padece siempre cierto grado de locura, aunque no por ello ha de ser menos calculador ni más cobarde. En el fondo, puede tratarse de alguien exactamente igual que tú y que yo.
Martinson asintió, sin lograr reprimir un bostezo.
—Está bien, me voy a casa —se rindió al fin—. ¿Por qué me haría yo policía?
Wallander guardó silencio y fue por otra taza de café, pese a que empezaba a notar molestias en el estómago. Recogió la chaqueta, que estaba hecha un rebujo en el suelo, y permaneció un instante de pie, preguntándose qué hacer. Si bien estaba demasiado cansado para pensar, sospechaba que ese mismo cansancio le impediría conciliar el sueño.
Entonces descubrió que le habían dejado una nota junto al teléfono, en la que le comunicaban que debía llamar a Linda, y se sentó. Pensó que tal vez el restaurante donde trabajaba su hija estuviese aún abierto, pero se sentía tan agotado que decidió no llamar.
De entre un montón de papeles sobresalía una esquina de la fotografía de Louise. Al observarla de nuevo, volvió a experimentar la sensación de que había algo extraño en la imagen, pero tampoco en esta ocasión consiguió determinar qué podía ser. Sin apenas darse cuenta, se guardó distraído la fotografía en el bolsillo y apoyó los pies sobre la mesa.