Pisando los talones (45 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Lo invadió al momento una gran desconfianza.

—Bien, pues ya has hablado conmigo. Ahora sólo falta saber cuál es tu postura.

—Y tú, ¿qué opinas de todo esto?

—Opino que Thurnberg es un fiscalillo engreído y desagradable al que no le gustamos ni yo ni ninguno de los demás. Un sentimiento, por cierto, mutuo. Yo creo que él ve en esta situación un trampolín que tal vez le permita dar el salto a un futuro brillante.

—Esa descripción no se me antoja muy objetiva que digamos.

—Pero es la verdad. Como es natural, en mi opinión, al viajar a Bärnsö no hice sino lo correcto. En ese sentido, la investigación se llevó como debía. No existía razón alguna para informar de mi viaje a la policía de Norrköping, pues no se había cometido allí ningún delito, ni nadie podía prever que fuese a cometerse. Además, había otro motivo de peso para no decírselo a nadie, pues Isa Edengren podría haberse sentido aún más intimidada.

—Ya. Creo que Thurnberg es consciente de todo eso —aseguró ella—. Y estoy de acuerdo en que, a veces, puede dar la impresión de ser un hombre arrogante. En realidad, lo que más le preocupa es tu salud.

—Pues yo dudo mucho que le preocupe algo que no sea su propia persona. El día en que no me sienta capaz de dirigir al grupo de investigación, te prometo que te lo haré saber.

—Bien, en tal caso, Thurnberg tendrá que darse por satisfecho con esa respuesta, pero no estaría de más que, en lo sucesivo, le hagamos llegar la información que debe poseer como fiscal del caso.

—Confieso que, en lo sucesivo, me va a resultar muy difícil mostrar confianza en él —se sinceró Wallander—. Puedo aguantarlo casi todo, pero no soporto a la gente que me critica a mis espaldas.

—El no ha hecho tal cosa. Simplemente, es natural que, al fracasar la comunicación contigo, se dirigiese a mí.

—Nadie puede exigirme que me guste ese hombre.

—Tampoco es eso lo que él te ha pedido. De todas maneras, si el grupo da muestras de debilidad, su reacción será inmediata.

—¿Y qué coño quiere decir eso?

Wallander no supo por qué había reaccionado con tanta violencia: sencillamente, no era capaz de controlarse.

—No te enfades conmigo. Yo sólo estoy poniéndote al corriente de lo que ha pasado.

—Mira, tenemos cinco asesinatos por resolver —atajó Wallander—. Y un asesino suelto, despiadado y organizado. No hemos atisbado ningún móvil que lo impulse a cometer esos asesinatos e ignoramos si planea volver a actuar. Una de las víctimas era un colega muy cercano a nosotros. Dadas la, circunstancias, es de esperar que alguno de nosotros se ponga nervioso de vez en cuando. Este caso no es, desde luego, una invitación a tomar el té, de ésas del meñique tieso…

Al otro lado del hilo telefónico se oyó la risa de Lisa Holgersson.

—¡Vaya! Esa variante de la invitación a tomar el té no la conocía.

—Bueno, sólo para que nos entendamos —aclaró Wallander.

—En fin, yo quería que lo supieras lo antes posible.

—Te lo agradezco.

Concluida la conversación, Wallander regresó al sofá de la sala de estar. La desconfianza no le daba tregua y ya había empezado a pergeñar un plan para vengarse de Thurnberg. Lo habían puesta contra las cuerdas, y ahora tenía que defenderse, pero no pudo evitar compadecerse de sí mismo. La sola idea de verse relevado de su responsabilidad lo aterraba. De hecho, cuando un caso era muy complejo, dirigir las investigaciones conllevaba con frecuencia una presión insoportable; sin embargo, verse degradado y liberado de aquel peso le resultaba aún peor.

Sintió la necesidad de hablar con alguien capaz de proporcionarle el apoyo moral que necesitaba en aquellos momentos, pero eran ya las nueve y cuarto. ¿A quién llamar? ¿A Martinson o a Ann-Britt Höglund? Él habría preferido ponerse en contacto con Rydberg, pero éste, por su parte, descansaba apaciblemente en su tumba y no tenía ya nada que decirle. Aunque, eso si, Wallander estaba seguro de que Rydberg habría reaccionado del mismo modo que él ante el fiscal sustituto.

Entonces le vino a la mente la persona de Nyberg. Nunca o casi nunca habían intercambiado confidencias de ningún tipo y, aun así, Wallander sabía que podía contar con su apoyo y su comprensión. Por otro lado, Nyberg, que era colérico y claro en sus manifestaciones, podía ayudarle en esa situación. Lo que más importaba, no obstante, era que Wallander sabía que Nyberg lo consideraba un buen policía. De hecho, dudaba de que el técnico pudiese soportar el trabajar a las órdenes de otro jefe de investigación. Además, aunque desde el punto de vista formal el fiscal era, supuestamente, el encargado de mover todos los hilos, Nyberg era policía y los fiscales eran para el figuras desdibujadas, situadas en un lugar lejano y periférico, que, en el fondo, nada tenían que ver con él.

De modo que Wallander marcó el número de la casa de Nyberg, que respondió a la llamada con su habitual acritud. Wallander había comentado con Martinson en varías ocasiones que el técnico nunca contestaba al teléfono con amabilidad.

—Tenemos que hablar —le dijo Wallander.

—¿Alguna novedad?

—Nada relativo a la investigación, pero es preciso que nos veamos.

—¿Y no puede esperar a mañana?

—No.

—De acuerdo, estaré en la comisaría dentro de un cuarto de hora.

—Preferiría que nos viésemos en otro lugar. Podríamos ir a tomarnos una cerveza.

—¿Quieres que vayamos de bares? Pero ¿qué es lo que ha sucedido?

—¿Tienes alguna sugerencia?

—Yo no voy nunca a bares ni a restaurantes —replicó Nyberg categórico—. Al menos, no aquí, en Ystad.

—Cerca de la plaza Stortorget, junto al anticuario, hay un pequeño restaurante. Podemos quedar allí —propuso Wallander.

—¿Exigen traje y corbata? —quiso saber Nyberg.

—Creo que no —lo tranquilizó Wallander.

Nyberg prometió que estaría allí en media hora. Wallander se cambió de camisa y salió del apartamento. Decidió ir andando, y se encaminó al centro. En el restaurante no había mucha gente y, cuando preguntó le dijeron que no cerraban hasta las once. Notó que tenía hambre y, al consultar la carta, quedó asombrado ante los precios. ¿Quién podía permitirse el lujo de ir a cenar a un restaurante en aquellos tiempos? Sin embargo, pensó que le apetecía invitar a Nyberg a tomar algo.

Exactamente media hora más tarde apareció Nyberg, vistiendo traje y corbata. Además, se había puesto en el cabello, por lo general encrespado, un poco de gomina. El traje no era muy moderno y parecía quedarle grande. Nyberg se sentó frente al inspector.

—Pues no tenía ni idea de que hubiese un restaurante aquí —confesó.

—Bueno, no lleva mucho tiempo abierto —explicó Wallander—. Unos cinco años, más o menos. Había pensado invitarte a comer algo.

—Pues no tengo hambre —aseguró Nyberg.

—Si quieres, hay aperitivos —insistió Wallander.

—En ese caso, elige tú lo que más te guste —cedió el técnico dejando a un lado la carta.

Mientras esperaban que les sirvieran lo que habían pedido, se tomaron unas cervezas. Wallander le relató la conversación mantenida con Lisa Holgersson con todo lujo de detalles; sin embargo, también añadió lo que había pensado pero no había dicho.

—En el fondo, no considero que haya nada de qué preocuparse —comento Nyberg una vez que Wallander hubo concluido—. Pero, como es natural, comprendo que estés indignado. Si queremos resolver el caso, lo último que necesitarnos en estos momentos es un conflicto interno.

Wallander se ablandó fingiendo ponerse de parte de Thurnberg.

—¿Y si tiene razón? ¿Y si fuera mejor que otro ocupase mi puesto?

—¿Quién iba a ocupar tu puesto?

—Martinson.

Nyberg lo miró incrédulo.

—No puedes estar hablando en serio.

—Entonces, Hanson.

—Ya, dentro de diez años, tal vez. Pero de todos los casos a los que nos hemos enfrentado en los últimos años, éste es el peor, y no podemos permitirnos el lujo de debilitar la dirección del grupo de investigación.

Incluso cuando les sirvieron la comida, Wallander siguió hablando de Thurnberg; Nyberg, por su parte, respondía con parquedad. Wallander comprendió que estaba sacando las cosas de quicio y que el técnico tenía razón: no había nada más que añadir. En caso necesario, Nyberg le ofrecería todo el apoyo que precisase. Hacía ya algunos años que Wallander había tratado personalmente el asunto de las insólitas condiciones de trabajo de Nyberg con Lisa Holgersson, poco después de que ésta sustituyese a Björk. Después de esas conversaciones, la situación de Nyberg había mejorado sensiblemente y, si bien el técnico y él nunca habían hablado de ello, el inspector estaba convencido de que Nyberg estaba al tanto de su intervención.

Si, Nyberg tenía razón. No debían dedicar más tiempo y esfuerzo a alimentar su indignación contra Thurnberg. Al contrario, era más sensato canalizar los esfuerzos hacia lo que ele verdad importaba.

Después de la cena siguieron bebiendo cerveza. En cierto momento, la camarera les advirtió que aquél tendría que ser el último pedido. Wallander le preguntó a Nyberg si quería tornar caté, pero éste rechazó el ofrecimiento.

—Ya me tomo más de veinte tazas de café al día para mantenerme despierto. O, mejor dicho, para aguantar el tirón —precisó.

—De no ser por el caté, trabajar de policía sería imposible —exageró Wallander.

—Cualquier trabajo seria imposible.

Ambos reflexionaron en silencio sobre la importancia del café Para la existencia humana. Los comensales de una mesa cercana se levantaron dispuestos a marcharse.

—No creo que me las haya visto nunca con un crimen más extraño que el que ahora tenemos entre manos —comentó de pronto Nyberg.

—Ni yo. Es salvaje y absurdo; imposible intuir el móvil.

—Bueno, uno siempre puede recurrir a la figura del asesino compulsivo —sugirió Nyberg—. Uno que además planifica bien sus crímenes, que escenifica y amaña sus atrocidades.

—Sí, tampoco yo excluyo esa posibilidad —admitió Wallander—. Pero ¿cómo es posible que Svedberg diese con una pista o concibiese una sospecha tan rápido? No consigo explicármelo.

—Pues sólo hay una explicación lógica: que Svedberg sabia quién era el asesino o, por lo menos, tenia sospechas bien fundadas sobre su identidad. Partiendo de esa premisa, resulta aún más importante, quizá decisivo, saber por qué no nos informó de esas sospechas.

—¿Quieres decir que podría tratarse de alguien a quien conocemos?

—No necesariamente, pues cabe otra alternativa: que Svedberg no supiese quién era, que ni siquiera sospechase de alguien en concreto, pero que temiese que fuese alguien a quien él conocía.

Wallander comprendió que Nyberg tenía razón: albergar sospechas sobre la autoría de un crimen y temer que alguien pueda ser el autor de dicho crimen eran cosas muy, distintas.

—Eso explicaría que se hubiese dedicado a investigar en secreto —prosiguió Nyberg—. Imaginemos que teme que se trate de algún conocido suyo, probablemente una persona con la que mantiene una relación más o menos estrecha. Pero no está seguro y desea comprobarlo antes de revelárnoslo a los demás. También cabe la posibilidad de que tuviese intención de rodear el asunto en el más absoluto silencio, por si al final sus temores resultaban infundados.

Wallander observó atento el rostro de Nyberg mientras intuía que los acontecimientos podían encadenarse de un modo hasta ahora no vislumbrado.

—Supongamos, pues, que Svedberg se entera de que ha desaparecido un grupo de jóvenes —propuso el inspector—. Días más tarde, se embarca en una investigación que lleva a cabo a escondidas y a título personal. Se dedica a ello durante sus vacaciones. Figurémonos, además que su temor se fundamenta en una sospecha justificada. Imaginemos, finalmente, que su sospecha se confirma. Y que comprende que conoce la identidad del responsable de la desaparición de los jóvenes. Ni siquiera es seguro que supiese que estaban muertos.

—Me cuesta creer que lo supiera —apuntó Nyberg—. En tal caso, se habría visto obligado a hablar con nosotros. Svedberg jamás habría soportado ser el depositario único de un secreto de tal envergadura.

Wallander asintió. También sobre este punto estaba acertado el técnico.

—Es decir, que ignora que están muertos, pero lo que sabe lo aterroriza. Supongamos que se arma de valor y se enfrenta a Ia persona en cuestión. ¿Qué sucede entonces?

—Que muere asesinado.

—El asesino dispone el lugar del crimen de modo que nuestra primera impresión sea que el móvil ha sido el robo. De hecho, falta algo, el telescopio, que luego encontramos en el trastero de Sture Björklund.

—¿Y la puerta? Estoy seguro de que Svedberg dejó pasar a su asesino. O, quizás, éste incluso tuviese un juego de llaves.

—Es decir, que se trata de alguien a quien Svedberg conocía y que ya había estado allí con anterioridad.

—Además, es una persona que sabe que nuestro colega tenía un primo llamado Björklund, sobre el que decide hacer recaer las sospechas ocultando el telescopio en su trastero.

En ese momento la camarera les dejó la nota sobre la mesa, pero Wallander no quería interrumpir la conversación.

—¿Quién podría saber eso? En realidad, sólo disponemos de dos nombres: el de Bror Sundelius y el de una desconocida llamada Louise.

Nyberg negó con la cabeza.

—Estos crímenes no son obra de una mujer —afirmó—. Ya sé que, hace unos años, decíamos lo mismo y resultó que estábamos equivocados pero, aun así…

—Pues tampoco parece probable que haya sido Bror Sundelius —señaló Wallander—. Está muy mal de las piernas y, aunque la cabeza le funciona de maravilla, no se puede decir que tenga una salud de hierro.

—En ese caso, es alguien a quien aún no conocemos —resolvió Nyberg—. Deben de haber existido otras personas en la vida de Svedberg.

—Pues, a partir de mañana, me dedicaré a bucear en su vida —anunció Wallander.

—Exacto, yo creo que ése es el camino que hemos de seguir —lo apoyó Nyberg—. Entre tanto, veremos los resultados que arrojan las pruebas técnicas, sin olvidar las huellas dactilares. Espero disponer de más datos mañana mismo.

—Las armas son una prueba importante —le recordó Wallander—. La pistola y el revólver.

—Wester, de la ciudad de Ludvika, es muy amable —comentó Nyberg—. Sé que me prestará toda la ayuda posible en ese asunto.

Wallander tomó la cuenta. Nyberg manifestó su deseo de contribuir.

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