Pasaron entonces a analizar, desde diversos puntos de vista, la hipótesis de que fuera un cartero. ¿Estaban pasando por alto algo importante? ¿De qué manera una persona podía obtener información detallada sobre otras, salvo abriéndoles las cartas o interviniendo sus teléfonos? Existían estas dos posibilidades y… ¿alguna más? Discutieron las diversas alternativas, desde los rumores hasta el chantaje, el correo electrónico y el fax. Sin embargo, no consiguieron dar con ninguna que satisficiese los requisitos de la hipótesis que ahora sometían a examen. De pronto, la inquietud volvió a invadirle al rememorar el contenido de la carta que le había enviado el psicólogo Mats Ekholm.
—A decir verdad, no hemos detectado ninguna pauta de actuación en los crímenes, salvo los disfraces y los secretos. Nada más.
—Hemos recibido más información sobre la secta Divine Movers —les hizo saber Martinson—. Y no parece que se hayan producido actos violentos relacionados con sus miembros o ligados a su actividad. Lo que sí parece claro es que tienen problemas con la Hacienda Pública, aunque me figuro que esto es hoy común a la mayoría de las sectas religiosas de Occidente.
—¿Qué ocurriría si dejáramos a un lado los disfraces? —aventuró Ann-Britt Höglund—. Si los consideramos como una eventualidad de la que podemos prescindir. ¿Qué nos queda entonces? ¿Qué características comparten las víctimas?
—En ese caso, no tenemos más que a gente joven —observó Wallander—. Jóvenes que celebran una fiesta o que acaban de contraer matrimonio.
—Es decir, que excluyes a Svedberg.
—Así es. Él sería una excepción.
—¿Qué me dices de Isa Edengren?
—Ella tendría que haber participado en la fiesta.
—Ya, pero eso modifica el esquema —señaló Ann-Britt Höglund—. Ahí entra en juego otro motivo, como si no se le permitiese escapar, pero, claro, escapar ¿a qué? ¿Cuál es el móvil? ¿El odio? ¿La venganza? En cualquier caso, tampoco hemos detectado ningún nexo inmediato entre los novios y los jóvenes. Y, por si fuera poco, también está Svedberg. ¿Cuál era la pista que él seguía?
—Esa última incógnita podemos despejarla ya —declaró Wallander—. Al menos, de modo provisional. Svedberg conocía a ese hombre que se disfraza de mujer. Algo despertó sus sospechas y, durante el verano, mientras estaba llevando a cabo su investigación particular, comprobó que aquellas sospechas estaban justificadas. Y ésa debe de ser la razón de que lo asesinaran: sabía demasiado. Así, antes de que tuviese tiempo de ponernos al corriente de sus pesquisas, quedó fuera de combate.
—Ya, pero, en el fondo, ¿qué implicaciones tiene eso para la investigación? —inquirió Martinson—. Svedberg le contó a su primo que mantenía relaciones con una mujer llamada Louise, que ahora resulta ser un hombre, cosa que Svedberg, después de tantos años, debía de saber. ¿Qué son? ¿Travestís? ¿No sería Svedberg homosexual, a pesar de todo?
—Bueno, podríamos interpretar todo eso de otras muchas maneras —atajó Wallander—. Yo no creo en absoluto que Svedberg se dedicase a pasearse por ahí vestido de mujer. Aunque, claro está, tal vez fuese homosexual, sin que ninguno de nosotros tuviese la menor idea de ello.
—En mi opinión, existe una persona que adquiere un creciente interés para el caso —señaló Ann-Britt Höglund.
Wallander adivinó que se refería a Bror Sundelius, el ex director de banco.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Wallander—. Creo que tenemos motivos sobrados para establecer otro núcleo de investigación. No como una alternativa, sino más bien como complemento. Ese núcleo lo conforman las personas y los acontecimientos relacionados con una denuncia presentada hace once años ante la comisión de Justicia. Sabemos que Svedberg se condujo de un modo muy extraño, y de ello podemos deducir que se vio sometido a algún tipo de chantaje, a menos que tuviese otros motivos para proteger a Nils Stridh de cualquier acusación.
—Si Bror Sundelius también resulta tener inclinaciones sexuales anormales, creo que eso explicaría muchas cosas —concluyó Martinson.
A Wallander le disgustó su forma de expresarse, pues adivinó un mal disimulado desprecio.
—En modo alguno podemos considerar la homosexualidad como una inclinación anormal —le espetó—. Así era en los años cincuenta, pero no en la actualidad. El hecho de que la gente siga prefiriendo ocultar sus gustos en este sentido no significa que esos gustos sean despreciables.
Martinson notó el tono irritado de Wallander, pero no hizo comentario alguno.
—En definitiva, la cuestión es qué lazos unían a Sundelius, Stridh y Svedberg —retomó Wallander—. Tres hombres cuyos apellidos comienzan por la letra S: un ex director de banco, un ladrón de pacotilla alcohólico y un policía.
—Me pregunto si Louise ya había aparecido en escena por aquel entonces —observó Ann-Britt Höglund.
Wallander esbozó una mueca de contrariedad.
—Hemos de llamarlo de otro modo —protestó—. Louise desapareció en los servicios de aquel bar de Copenhague. Si no le cambiamos el nombre nos haremos un lío cada vez que hablemos de ella.
—Muy sencillo: ¿qué tal Louis? —propuso Martinson.
Todos se mostraron de acuerdo. Louise quedó, pues, rebautizada de forma provisional. Su nuevo nombre pasó a reflejar el cambio de sexo, de modo que ahora buscarían a un hombre llamado Louis.
—Veamos: Stridh está muerto —continuó Wallander—, y no podrá prestar testimonio desde su tumba. Sin embargo, tal vez Rut Lundin tenga algo más que decir, aunque, francamente, lo dudo. Me dio la impresión de que fue sincera y no creo que supiese en qué andaba metido Stridh.
—En otras palabras, no nos queda más que Sundelius.
Wallander se mostró de acuerdo con Martinson.
—En efecto, y es una pieza clave —añadió el inspector—. Tanto, que debemos centrarnos en él con ahínco e investigar con más detenimiento qué clase de persona es.
—¿Y por qué no lo detenemos? —sugirió Martinson.
—¿Bajo qué acusación?
—Pues si es importante para la investigación, tanto da de qué lo acusemos.
—En cualquier caso, antes de detenerlo, deberíamos poseer la suficiente información como para saber qué preguntas formular.
Decidieron que Martinson dedicaría parte de su tiempo a Sundelius, y Wallander abandonó la sala de reuniones. Se dirigía a su despacho cuando se topó con Edmundsson en el pasillo.
—No encontramos nada en aquel lugar del parque donde nos pediste que buscásemos —lo informó.
A Wallander le llevó un minuto recordar a qué se refería.
—¿Nada de nada?
—Bueno, alguien había estado apoyado contra el tronco del árbol y había escupido una bolsita de tabaco. Eso es todo.
Wallander lo miró inquisitivo.
—Espero que se te ocurriese guardar la bolsita o, al menos, que se lo contases a Nyberg.
La respuesta de Edmundsson lo sorprendió.
—Pues sí.
—Quizá sea más importante de lo que creemos —advirtió Wallander.
Dicho esto, se dirigió a su despacho. Pensó que, al cabo, su presentimiento se había visto corroborado. Aquel lugar ofrecía la vista más amplia del sendero. El asesino había estado allí. Y había escupido una bolsita de tabaco. Al igual que en la playa. Y recordó que el asesino también había estado presente al otro lado del cordón policial en Nybrostrand, sólo que, en aquella ocasión, iba disfrazado.
«Ese individuo nos sigue», se dijo. «Lo tenemos siempre cerca, tanto en la vanguardia como en la retaguardia. Tal vez porque quiere averiguar lo que nosotros sabemos. O, simplemente, porque desea demostrarse a sí mismo que nunca daremos con él».
Una idea cruzó por su mente, y llamó al despacho de Martinson.
—¿Has tenido tú, o alguno de los compañeros, la sensación de que alguien esté mostrando un interés inesperado por la investigación?
—¿Y quién iba a interesarse por el caso, aparte de los periodistas ávidos de noticias?
—De todos modos, comunica a todos que deben mantenerse atentos por si notan algún interés desmedido por parte de alguien que se comporte de un modo extraño y que no encaje en el escenario. Siento no poder explicarme mejor.
Martinson le prometió que así lo haría, y Wallander colgó el auricular.
Poco después, Wallander se sintió hambriento y mareado. Habían dado ya las doce del mediodía. Salió del edificio y se encaminó a pie hacia uno de los restaurantes del centro. A la una y media, ya de regreso, entró en su despacho, se quitó la chaqueta y se puso a hojear el folleto que le habían proporcionado en la central de Correos.
El primero de los carteros con los que intentaría ponerse en contacto se llamaba Olov Andersson.
Wallander descolgó el auricular antes de marcar el número, mientras se preguntaba por cuánto tiempo sería capaz de resistir aquella situación.
Poco después de las once, ya estaba de vuelta en Ystad.
No quiso arriesgarse a coincidir con el policía que lo había descubierto en Copenhague, con lo que se decantó por regresar vía Helsingor. Gracias a la inesperada herencia que le había dejado un pariente, no se veía en la necesidad de andarse con tacañerías, así que tomó el tren y, después, el transbordador. Ya en el puerto sueco de Helsingborg, fue en taxi hasta Malmö, donde tenía aparcado su coche. Sin embargo, antes de acercarse a su vehículo, pasó largo rato observando el aparcamiento. No le cabía duda de que lograría escabullirse, al igual que la noche anterior, en el bar de Copenhague. Aquél había sido, en verdad, un gran triunfo. Ciertamente, no se le había pasado por la cabeza que un policía pudiese presentarse en el bar y sentarse a su lado. No obstante, lejos de perder el control, había actuado tal como había planeado que lo haría si se presentaba el caso.
Con una calma absoluta, se había dirigido a los servicios; allí se había quitado la peluca, que se sujetó con el cinturón en el interior del pantalón. Luego, se había quitado el maquillaje con la crema que, a tal efecto, llevaba siempre en el bolsillo, y, tranquilamente, abandonó los servicios al mismo tiempo que otro hombre. Todo eso demostraba que su capacidad para escabullirse permanecía intacta.
Después de asegurarse de que el aparcamiento no estaba sometido a vigilancia alguna, se sentó al volante y se puso en marcha en dirección a Ystad. Ya en casa, se dio una buena ducha y se escurrió después entre las sábanas en su habitación insonorizada. No eran pocos los detalles sobre los que debía reflexionar. Ignoraba cómo aquel agente llamado Wallander había podido localizarlo. A todas luces, había dejado alguna huella en algún lugar, lo que provocaba en él más indignación que desasosiego. ¿Cómo habían dado con él? La única explicación plausible, a su entender, era que, a pesar de todos sus desvelos, Svedberg hubiese conservado alguna fotografía suya en el apartamento. Una fotografía de Louise, claro está, que él no consiguió encontrar pese a haber abierto cuantos armarios y cajones halló en el domicilio del difunto policía. La idea, no obstante, lo tranquilizó: en cualquier caso, el policía había acudido al local para entrevistarse con una mujer, y nada indicaba que, antes de visitar el establecimiento, hubiese averiguado o siquiera sospechado que Louise no existía, o que ésta no era más que una impostura. Aunque tal vez, a aquellas alturas, el agente ya lo había adivinado.
Así, el haberse librado de forma tan sencilla lo excitaba y lo impelía a seguir avanzando. Por otro lado, eso constituía un problema. En efecto, no disponía de ninguna posible víctima: se había quedado sin reservas. Según sus planes iniciales, ahora debía dejar pasar un tiempo, quizás un año entero. Y, entretanto, meditar a conciencia sobre cómo proceder en lo sucesivo a fin de superarse a sí mismo. De hecho, tenía decidido aguardar a que todos se hubiesen olvidado de él. Hasta conseguir que todos creyesen que había dejado de existir. Y, entonces, podría aparecer de nuevo.
Pese a todo, el encuentro con el policía lo había alterado; ya no soportaba la idea de aguardar todo un año para ofrecer un nuevo espectáculo.
Se pasó la tarde entera echado en la cama, dándole vueltas al problema y estudiándolo de forma reposada y metódica. No eran pocas las alternativas que se le ofrecían, ni escasas las posibles soluciones. Tantas que, más de una vez, a punto estuvo de darse por vencido.
No obstante, al fin creyó vislumbrar una solución. No cabía duda de que se apartaba del plan que él tenía pergeñado, por lo que resultaría insatisfactoria en muchos aspectos. Sin embargo, dada la situación, no le quedaba otra alternativa. Por otro lado, aquello lo tentaba. Cuanto más maduraba la idea, tanto más genial se le antojaba. Compondría una escena inusitada: una vez expuesta al público, nadie podría descifrarla. Crearía un misterio de tal magnitud que nadie lo desentrañaría jamás, pues arrojaría su clave invisible a la oscuridad, donde nadie podría hallarla.
Tomó la decisión ya entrada la noche. Sería Wallander, el policía. Y sucedería pronto, al día siguiente del entierro de Svedberg; un día, necesita un solo día para prepararlo todo. Sonrió ante la idea de que Svedberg pudiese prestarle algún servicio después de muerto: mientras le daban sepultura, el apartamento del otro policía estaría vacío. Svedberg le había contado en varias ocasiones que Wallander vivía solo.
No pasaría del miércoles.
Al pensar en eso le sobrevino la gran excitación que sentía cada vez que hacía planes.
Mataría al policía de un disparo y, después, lo disfrazaría. Aunque, desde luego, no sería un disfraz cualquiera.
El lunes había sido un día perdido.
Éste fue el primer pensamiento que cruzó por la mente de Wallander al despertarse la mañana del martes. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía descansado. Había abandonado la comisaría temprano, a las nueve de la noche, como si se hubiese visto obligado a batirse en retirada. Simplemente, no podía más, de modo que se había ido derecho a la calle Mariagatan, se había comido un par de bocadillos resecos en la cocina y se había metido en la cama. Lo último que recordaba era que había apagado la luz de la mesita de noche.
Eran las seis de la mañana. Yacía inmóvil en la cama y, por una abertura de la cortina, vio un fragmento de cielo azul. Sí, el lunes había sido un día perdido, se decía, sin ningún suceso capaz de propiciar un avance en la investigación. Había hablado con dos carteros de provincias, pero ninguno de ellos le aportó datos relevantes. Los carteros, dos ciudadanos deseosos de ayudar, habían contestado a sus preguntas con profusión y, no obstante, la investigación seguía estancada. Hacia las seis de la tarde, Wallander se reunió con sus compañeros del grupo de investigación, que, a aquellas alturas, habían tenido tiempo de hablar con todos los carteros de provincias que figuraban en sus listas respectivas. Pero ¿qué preguntas habían podido hacerles, en realidad? ¿Y qué respuestas habían obtenido? Wallander se vio obligado a reconocer que aquella pista había sido infructuosa, el resultado de un momento de inspiración que no le había conducido hacia donde él deseaba. Sin embargo, no había sido sólo el supuesto filón de los carteros lo que los había conducido a un callejón sin salida. En efecto, Lone Kjær lo había llamado desde Copenhague para comunicarle que no habían hallado huellas dactilares en la barra del bar Amigo. Incluso habían intentado buscar huellas en el taburete, pero sin éxito. Wallander no había confiado en que aquello funcionase, pero, en el fondo, albergaba cierta esperanza; con una sola huella dactilar que hubiesen podido comparar con las que ya tenían, les habría resultado fácil identificar al asesino, además de confirmarles —cosa crucial— que éste era un hombre que iba disfrazado de mujer. Dadas las circunstancias, no podían descartar la vaga —pero no por ello menos inquietante— posibilidad de que aquella suposición también fuese errónea y de que el hombre de la peluca morena no fuese más que un paso más hacia el objetivo y no el objetivo mismo.