Martinson se empecinaba en confeccionar decenas de retratos robot con un sinnúmero de peinados, que expuso sobre la mesa a fin de que el resto del equipo diese su parecer. Wallander no pudo por menos de pensar en los recortables que unían en las revistas de su infancia, provistos de variadas indumentarias que se fijaban a las figuras gracias a las pestañas de los bordes. Sin embargo, no recordaba que fuese posible cambiarles también el peinado.
El problema consistía en que, en el fondo, no tenían la menor idea del tipo de cabello que tenía el asesino. No obstante, Wallander había enviado a algunos policías a la calle Lilla Norregatan, al edificio del apartamento de Svedberg, con objeto de que mostrasen a los vecinos la fotografía del rostro sin cabello. Pero aquello tampoco dio resultado, pues nadie pareció reconocer aquella cara.
La discusión acerca de la conveniencia de hacer llegar una de dichas fotografías a los periódicos se prolongó de modo innecesario, en opinión de Wallander, que incluso pidió su opinión a Thurnberg, a quien también había convocado a la reunión. La disparidad de pareceres era considerable, pero Wallander insistió en que la imagen debía publicarse arguyendo que, pese a todo, resultaba muy difícil identificar aquel rostro una vez que le habían retirado la desconcertante peluca; en realidad, sólo con que lo reconociese una sola persona, sería ya un éxito. Thurnberg, que había permanecido en silencio durante la mayor parte de la discusión, se decidió a tomar parte para declarar que apoyaba por completo la propuesta de Wallander. Había que publicar la fotografía retocada tan pronto como fuese posible.
Acordaron aguardar hasta el miércoles, una vez celebrado el entierro, pues así se asegurarían de que apareciese en todos los medios de comunicación suecos.
—A la gente le encantan los retratos robot —afirmó el inspector—. Tanto da si el rostro se parece al auténtico o no, lo importante es que hay algo terrible, casi mágico, en esos bocetos. Aunque ofrezcamos a los ciudadanos una cabeza inacabada, debemos confiar en que alguien reaccione.
La tarde del lunes se había visto marcada por una actividad febril. Hanson —que, después de Martinson, era el más experto en informática— había estado buscando el nombre de Bror Sundelius en los diversos registros y bases de datos de la policía sueca, pero, como era de esperar, no había hallado el menor rastro: según los ordenadores, el ex director de banco era un ciudadano de incuestionable probidad. En cualquier caso, decidieron que Wallander mantendría una nueva conversación con Sundelius el mismo miércoles, al día siguiente del sepelio del compañero, durante la cual haría lo imposible por presionarlo aún más. Por otro lado, el inspector les recordó que el ex director de banco también acudiría a la ceremonia.
Pese a todo, aquella tarde del lunes que tan infructuosa se le había antojado a Wallander, se había producido otro suceso. Poco después de las cuatro, sonó el teléfono en el despacho del inspector. Un periodista de uno de los periódicos nacionales más importantes lo llamó para hacerle saber que Eva Hillström se había puesto en contacto con él y que los padres de los chicos asesinados hablarían con los medios para hacer pública su crítica del trabajo que la policía había llevado a cabo hasta el momento, dado que no consideraban que el grupo de investigación hubiese hecho cuanto estaba en su mano. Asimismo, estimaban que en modo alguno habían recibido toda la información a la que tenían derecho. El periodista le habló sin ambages y le explicó que las críticas serían muy duras. Eva Hillström había mencionado precisamente a Wallander en varias ocasiones como responsable o, más bien, como la persona que eludía su responsabilidad. Lo informó de que el artículo sería extenso, le advirtió que saldría al día siguiente, y le indicó que lo llamaba para darle la oportunidad de manifestar su opinión. Sin embargo, y en parte ante su propio asombro, Wallander no sólo declinó la oferta con determinación, sino que le aseguró que lo haría cuando hubiese leído los puntos de vista de los padres. Del mismo modo, se negó a que el periodista le leyese por teléfono las palabras de Eva Hillström o a que se las mandase por fax, pues —explicó— prefería leerlo directamente en el periódico y, de hallar motivo para ello, ponerse después en contacto con el diario. Punto final.
Concluida la conversación, sintió que, en su ya bastante castigado estómago, se le hacía un nudo más, que venía a añadirse a su angustia ante la idea de que el asesino atacase de nuevo. En suma, su buen nombre y fama se hallaban en entredicho. Intentó hacer examen de conciencia y concluyó que, sin lugar a dudas, habían hecho cuanto estaba en su mano, y que si todavía no habían logrado atrapar al autor de los crímenes no se debía a la indolencia, a la negligencia ni a la falta de profesionalidad del Cuerpo de Policía. En definitiva, la razón no era otra que la complejidad de aquella investigación. La información con la que habían contado en todo momento había sido ínfima y, si bien era cierto que se habían cometido algunos errores durante las pesquisas, también lo era que no existía el trabajo de investigación perfecto. Por otro lado, no se podía afirmar que Eva Hillström tuviese competencia para opinar sobre aquel punto.
Durante la improvisada reunión que celebraron a las seis —en la que, de forma definitiva, descartaron a los carteros y se aplicaron, con ojos enrojecidos por el cansancio, a examinar los retratos robot de Martinson—, Wallander les refirió la conversación mantenida con el periodista. Thurnberg se mostró preocupado y cuestionó lo apropiado del hecho de que Wallander se hubiese negado a leer o a escuchar lo que el periódico publicaría al día siguiente.
—Es un problema de prioridades y de tiempo —arguyó Wallander—. En estos momentos tenemos tanto trabajo que hasta las críticas deben esperar.
—Ya, pero el director general de la Policía y la ministra de justicia estarán aquí mañana —le recordó Thurnberg—. Sería muy desafortunado que precisamente entonces leyesen en el periódico un artículo en el que se critica nuestro trabajo.
De repente, Wallander comprendió qué era lo que en el fondo inquietaba a Thurnberg.
—En los periódicos no saldrá nada que ensombrezca tu buen nombre —lo tranquilizó—. Si no me equivoco y, a juzgar por las palabras del periodista, Eva Hillström y los padres de los demás chicos ponen objeciones al trabajo de la policía. Sobre la actuación del fiscal no tenían nada que decir.
Thurnberg no añadió comentario alguno y la reunión se disolvió poco después. Ya en el pasillo, Ann-Britt Höglund le reveló a Wallander que el fiscal había estado haciéndole preguntas acerca de lo acontecido en el parque natural el día en que, según Nils Hagroth, Wallander lo agredió mientras hacía deporte.
Tras la conversación con Ann-Britt, lo invadió una intensa sensación de resignado abatimiento. ¿Acaso no tenían suficiente con lo que se les había presentado? ¿De verdad debían tomarse en serio las acusaciones de Hagroth? Y fue en aquel preciso instante cuando la jornada del lunes le pareció, pese a todo el trabajo realizado, un día perdido.
Cuando se levantó el martes, eran las seis y media de la mañana. Miró con algo de aversión el uniforme de policía que había colgado en la puerta del armario. Dado el poco tiempo de que dispondría entre la conversación con el director general y la ministra de justicia y el entierro, no podría pasar por casa para cambiarse. Ya enfundado en su uniforme, se colocó ante el espejo. El pantalón le apretaba bajo el estómago de forma preocupante, y se vio obligado a dejar desabrochado el último botón, oculto bajo el cinturón. Intentó recordar la última vez que había llevado el uniforme, pero no lo consiguió, por lo que dedujo que debía de hacer ya muchos años.
De camino a la comisaría, se detuvo ante un quiosco y compró el periódico en el que aparecía el artículo. El periodista no había exagerado, pues se le dedicaba a ese asunto, en efecto, un espacio considerable en el diario, ilustrado además con fotografías. Las críticas de Eva Hillström y de los otros padres se basaban en tres puntos fundamentales. En primer lugar, según decía, la policía había reaccionado demasiado tarde a la desaparición de los jóvenes. En segundo lugar, tenían la sensación de que la investigación no estaba llevándose a cabo de modo especialmente eficaz. Por último consideraban que la información que se les había dado era muy deficiente.
«Al director general no le va a gustar lo más mínimo», concluyó el inspector. «Y no creo que sirva de nada lo que yo o cualquiera de mis compañeros argumentemos en nuestra defensa para aclarar que estas acusaciones, salvo quizá la que atañe a lo tardío de nuestra reacción, carecen de fundamento. El solo hecho de que hayan surgido voces críticas será suficiente para considerarla perjudicial para la imagen de la policía».
Así pues, Wallander llegó a la comisaría poco antes de las ocho, malhumorado y profundamente molesto.
Aquél amenazaba con resultar un día largo y deprimente, pese a que persistían la temperatura agradable y el tiempo soleado del mes de agosto.
Lisa Holgersson llamó desde el coche poco antes de las once y media para comunicarles que ya habían salido del aeropuerto de Sturup y que tardarían cinco minutos en llegar a la comisaría, de modo que Wallander se encaminó a la recepción con la intención de recibirlos. Thurnberg ya se encontraba allí; intercambiaron unas frases a modo de saludo, pero nadie hizo comentario alguno a propósito del artículo.
Finalmente, el coche oficial se detuvo a la puerta de la comisaría. El director general vestía uniforme de gala y la ministra de justicia un traje serio apropiado para la ocasión. Tras los obligados saludos y presentaciones, se dirigieron al despacho de Lisa Holgersson, donde los aguardaba una cafetera humeante y olorosa. Sin embargo, cuando se disponía a entrar, la comisaria jefe llamó discretamente a Wallander.
—Han leído el periódico en el avión —le advirtió—. El director general está bastante disgustado.
—¿Quieres que haga algún comentario al respecto?
—Sólo si ellos lo sacan a colación.
Se sentaron frente a las tazas de café. Ambos dignatarios transmitieron a Wallander su pésame por la muerte de Svedberg, antes de cederle la palabra. Horas antes, al llegar a la comisaría, estuvo elaborando un borrador con lo que pensaba decirles. Sin embargo, llegado el momento, no fue capaz de hallar el papel. Sabía que lo llevaba consigo al salir del despacho, de modo que supuso que se lo habría olvidado en los lavabos.
No obstante, no se le ocurrió ir a buscarlo, pues sabía perfectamente lo que quería decir. Lo más importante era que ya tenían una pista. Y aquello constituía una novedad. Tenían un probable asesino. La investigación había empezado a progresar: ya no daban palos de ciego.
—Toda esta situación resulta en extremo lamentable —sentenció el director general de la Policía una vez que Wallander concluyó—. Lamentable y grave. La sensación de amenaza general se refuerza cuando tanto un policía como unos jóvenes son víctimas de asesinato, además de unos novios, claro. Espero ver este caso resuelto en breve. Te aseguro que nadie se congratula más que yo mismo al oír que habéis dado con una pista segura.
Wallander comprendió que el director general de la Policía estaba muy preocupado, y que esa última afirmación no era vana palabrería, sino que transmitía su profundo sentir.
—La sociedad no puede protegerse totalmente de estos dementes —intervino la ministra de justicia—. De hecho, se producen asesinatos en serie tanto en el seno de sistemas democráticos como en regímenes dictatoriales, y en todos los continentes.
—Sí, claro, pero hay algo más —señaló Wallander—. Los dementes no siguen todos una misma pauta de comportamiento ni conforman un grupo homogéneo. Por otro lado, suelen ser muy minuciosos en la planificación de sus delitos, aparecen como surgidos de la nada y suelen carecer de antecedentes penales, lo que les permite perderse en el anonimato sin dejar rastro.
—Yo creo que ese trabajo debe comenzar en el ámbito de la policía local —opinó el director general.
Wallander no alcanzó a comprender la relación entre los criminales dementes y la policía local, pero no se pronunció al respecto, como tampoco se hizo comentario alguno acerca de las nuevas estrategias policiales que parecían estar en constante estado de fermentación en el seno de la Dirección General. La ministra de justicia hizo algunas preguntas a Thurnberg antes de poner punto final al encuentro. Cuando ya se disponían a salir a almorzar, el director general cayó en la cuenta de que le faltaban en su maletín una serie de documentos.
—¡Vaya! Es una secretaria sustituta —se lamentó—. Con ellas, nada sale bien. Apenas has aprendido sus nombres, ya tienen que marcharse.
Realizaron una corta visita a las dependencias de la comisaría. Wallander iba junto a la ministra de Justicia.
—Ha llegado a mis oídos que se ha presentado una denuncia contra ti. ¿Es cierto?
—A mí no me preocupa lo más mínimo —respondió Wallander—. El sujeto se encontraba dentro de una zona acordonada y no hubo agresión por mi parte.
—Eso imaginaba yo —aseguró ella en tono alentador.
De nuevo en la recepción, el director general le hizo a Wallander la misma pregunta.
—Es lamentable —comentó—. Sobre todo, en la situación en que nos hallamos.
—Ese tipo de incidentes son siempre lamentables —convino Wallander—, pero te digo lo mismo que le he dicho a la ministra: no hubo agresión.
—Entonces, ¿qué ocurrió?
—Pues nada, salvo que un individuo apareció en una zona acordonada.
—Bien, espero que comprendas que es de capital importancia que el Cuerpo de Policía esté en buenas relaciones con los ciudadanos y los medios de comunicación.
—Cuando la denuncia se desestime, haré que los periódicos informen de ello —prometió Wallander.
—Estupendo, pero me gustaría recibir una copia de la nota de prensa antes de que la envíes a los diarios —le advirtió el director general.
Wallander le aseguró que así lo haría, antes de declinar la invitación a acompañarlos durante el almuerzo. Se dirigió al despacho de Ann-Britt, pero lo halló vacío, de modo que regresó al suyo. Aquella mañana, la actividad se había reducido al mínimo en la comisaría y se fijó en que incluso Ebba vestía traje de luto. Wallander decidió llamar a casa de Ann-Britt.
—¿Qué tal llevas lo del discurso? —le preguntó cuando ella atendió la llamada.