—Me asusta un poco que, llegado el momento, me ponga nerviosa o empiece a tartamudear. O que se me haga un nudo en la garganta.
—Lo harás muy bien —auguró Wallander—, mucho mejor que cualquier otro compañero.
Una vez concluida la conversación, Wallander permaneció un instante sentado tras el escritorio. En efecto, le rondaba por la cabeza una idea imprecisa cuya esencia no lograba captar. ¿No sería alguno de los comentarios de la ministra de Justicia o del director general de la Policía?
Por más que lo intentó, no consiguió que emergiese a su conciencia.
A las dos de la tarde, la iglesia de Sankta María, sita en la plaza Stortorget, estaba ya llena de gente. Wallander había ayudado a portar el ataúd hasta el interior de la iglesia. Era un ataúd blanco muy sencillo, decorado con unas rosas. Minutos antes de que empezasen a doblar las campanas, se había detenido a saludar a Ylva Brink.
—Sture no vendrá —anunció ella—. No es partidario de los entierros.
—Sí, lo sé —afirmó Wallander—. Él piensa que deberíamos esparcir sus cenizas por cualquier lugar.
Wallander anduvo un rato recorriendo el templo y observando a las personas allí reunidas. Sabía que Louise no volvería a aparecer; pese a todo, él buscaba su rostro entre la multitud. Aunque ahora quería identificar un rostro de hombre, el de Louis. Sin embargo, no lo halló. Bror Sundelius sí había acudido y, cuando Wallander se le acercó para saludarlo, aquél le preguntó por la marcha de la investigación.
—Bueno, hemos hallado una pista definitiva, pero no puedo ser más explícito —señaló Wallander.
—Con tal de que lo atrapéis… —atajó Bror Sundelius.
Wallander comprendió que Sundelius era sincero, que el asesinato de Svedberg lo había conmovido. De repente, Wallander empezó a cuestionarse si Sundelius habría experimentado algo parecido a lo que debió de sentir Svedberg. ¿Y si hubiese sido víctima del mismo temor?
Inquieto, se dijo que tenía que charlar de nuevo con el ex director de banco. Era algo que no podía posponer.
Las campanas enmudecieron. Del órgano surgían los acordes de música de Bach, el pastor estaba dispuesto y Wallander se había sentado en primera fila, presa de una creciente angustia ante la idea de su propia muerte, cuando quiera que ésta se produjese. En realidad, los entierros constituían una fuente de tortura y él se preguntaba si en verdad resultaba necesario que así fuese. La ministra de Justicia se pronunció acerca de la democracia y la garantía de los derechos ciudadanos; el director general de la Policía, por su parte, hizo referencia al aspecto conmovedor y trágico. Y Wallander se preguntaba si lograría introducir la expresión «policía local» también en aquel discurso, pero no tardó en recriminarse lo injusto de su prejuicio pues, en el fondo, no tenía el menor motivo para desconfiar de la honestidad del director general. Tras ellos, le tocó el turno a Ann-Britt Höglund. Era la primera vez que Wallander la veía vestida de uniforme. La colega habló con voz alta y clara y, ante su sorpresa, el inspector superó su malestar ante la idea de escuchar sus propias palabras. Después, la música volvió a inundar la iglesia; hubo desfile y banderas y, a través de las ventanas emplomadas, se filtraba el curiosamente tenaz sol de agosto.
Hacia el final de la ceremonia, antes del salmo final, Wallander logró recordar aquello que había vagado impreciso por su conciencia. Era algo que había dicho el director general de la Policía mientras buscaba en su cartera unos documentos. Sí, había afirmado que las sustitutas iban y venían y que sus nombres no tardaban en olvidarse.
Al principio, no acababa de comprender por qué se le había quedado grabado aquel recuerdo.
Sin embargo, en mitad del salmo y de forma repentina, cayó en la cuenta de a qué se debía. En su subconsciente, aquellas palabras habían suscitado una pregunta.
¿No tendrían sustitutos los carteros?
Perdió el hilo del salmo, casi irritado por lo inopinado de la ocurrencia.
No obstante, una vez fuera de la iglesia y ya concluido aquel tormentoso proceso, siguió dándole vueltas a aquella idea. Una simple llamada a Albinsson, el de la central de Correos, sería más que suficiente para aclarar el asunto.
Eran más de las cinco cuando regresó a la comisaría y, para entonces, tanto la ministra como el director general iban camino del aeropuerto. Wallander había pasado por casa para quitarse el rígido uniforme, y desde allí telefoneó a la central, pero no obtuvo respuesta, de modo que, antes de buscar el número particular de Albinsson, se dio una ducha y se cambió de ropa. Localizó uno de sus pares de gafas y hojeó la guía hasta dar con él. Kjell Albinsson vivía en Rydsgård. Wallander marcó el número para oír, de labios de su mujer, que Albinsson estaba jugando al fútbol, pues era miembro del equipo de los empleados de Correos. Por desgracia, la mujer ignoraba dónde se celebraba el partido, con lo que Wallander le pidió que le dijese a su marido que lo llamase a su número particular.
Hecho esto, se dispuso a preparar la cena, que consistió en una sopa de tomate de lata y un poco de pan, tras la cual se echó en la cama. Pese a haber dormido bien la noche anterior, se sentía cansado. La tensión del entierro había mermado sus fuerzas.
A eso de las siete y media, lo arrancó del sueño el timbre del teléfono. Era Kjell Albinsson.
—¿Qué tal el partido? —le preguntó.
—No muy bien, la verdad. Jugábamos contra el equipo de un matadero privado, que cuenta con unos jugadores bastante corpulentos. En fin, después de todo sólo era un partido amistoso, pues la liga aún no ha empezado.
—Estoy convencido de que es un buen medio de mantenerse en forma.
—Sí, o de que te rompan las piernas.
Wallander fue derecho al grano.
—Cuando estuvimos hablando la última vez, olvidé hacerte una pregunta. Supongo que, de vez en cuando, Correos necesita contratar los servicios de sustitutos de los carteros de provincias, ¿no es así?
—Sí, claro, de vez en cuando. Y pueden ser sustituciones por periodos breves o más prolongados.
—¿Y quiénes suelen ser los sustitutos?
—Bueno, en la actualidad, dado el índice de desempleo, no son pocos los que aceptan de buen grado una de esas sustituciones. Claro que nosotros preferimos contratar a personal con experiencia. Y lo cierto es que hemos tenido suerte, pues contamos con dos sustitutos que trabajan con nosotros de forma regular, siempre que los necesitamos.
—¿Quiénes son? Ellos no estarían en el folleto, ¿verdad?
—Así es. Por eso yo también olvidé mencionarlos. Tenemos a una mujer llamada Lena Stivell. Ella formaba parte del personal fijo, pero luego pasó a trabajar a tiempo parcial y, después, a realizar sustituciones.
—Y el otro, ¿es también una mujer?
—No. Se llama Ke Larstam. Es ingeniero de formación, pero realizó después otros estudios.
—¿Para ser cartero?
—No es tan infrecuente como pueda parecer. Es un trabajo que permite gran movilidad y en el que se entra en contacto con muchas personas.
—¿Está sustituyendo a alguien ahora?
—Bueno, tuvo una sustitución que concluyó hace más o menos una semana. No sé lo que estará haciendo ahora.
—¿Podrías decirme algo más sobre él?
—Es un hombre bastante reservado, pero exhaustivo en su trabajo. Tendrá unos cuarenta y cuatro años. Vive aquí, en Ystad, en la calle Harmonigatan, número dieciocho, si no me equivoco.
—¿Algo más?
—No, creo que eso es cuanto sé.
Wallander reflexionó un instante.
—Si no te he entendido mal, estos sustitutos pueden ser enviados a cualquier zona, ¿no es así?
—Claro, ésa es la idea. El servicio de Correos ha de seguir funcionando aunque uno de los carteros fijos caiga con gripe durante unos días.
—¿Dónde realizó Larstam su última sustitución?
—En el distrito situado al oeste de Ystad.
«Distrito equivocado, pues», concluyó Wallander. «Ahí no ha sucedido nada. Ni los novios ni ninguno de los jóvenes de la fiesta de San Juan vivían por allí».
—En ese caso, creo que no tengo más preguntas —finalizó—. Gracias por tomarte la molestia de devolverme la llamada.
Wallander dio por concluida la conversación, determinado a ir a pie hasta la comisaría. El equipo de investigación no tenía planeado reunirse durante la noche, así que decidió examinar con detenimiento el material que aún no había hojeado.
De pronto, sonó el teléfono, que le trajo de nuevo la voz de Albinsson.
—Resulta que me confundí —confesó—, me confundí con Lena. Fue ella la que repartió el correo en la zona correspondiente al oeste de Ystad.
—Es decir, que Ke Larstam no sustituyó allí a nadie, ¿cierto?
—No, en eso es donde me equivoqué, disculpa. Hizo su última sustitución en Nybrostrand.
—¿Cuándo?
—Durante un par de semanas del mes de julio.
—¿Recuerdas qué zona le había tocado antes?
—Tuvo una sustitución bastante prolongada por Rögla. Eso tuvo que ser entre marzo y junio.
—Tu llamada ha sido de gran ayuda —aseguró Wallander antes de colgar el auricular.
En otras palabras, aquel sustituto llamado Larstam se había encargado de la zona en que vivían Torbjörn Werner y Malin Skander. Y, con anterioridad, a principios de la primavera, se le había adjudicado un distrito que, entre otras localidades, abarcaba la de Skårby, donde vivía Isa Edengren.
Algo le decía que aquello no podía ser, que todo eran puras casualidades. Y, aun así, tomó de nuevo la guía de teléfonos dispuesto a encontrar en ella a un abonado llamado Larstam, pero, al no hallar ninguno, llamó al servicio de información, donde le comunicaron que el abonado en cuestión había solicitado número secreto.
Así pues, se vistió y se encaminó hacia la comisaría. Una vez allí, se asomó a la central de alarmas para preguntar si alguno de los agentes de su brigada estaba por allí. Para su sorpresa, supo que Ann-Britt Höglund se encontraba en su despacho. Al entrar, vio que la colega estaba sentada y que parecía buscar algún documento entre una montaña de papeles.
—Pensé que no habría nadie —admitió él.
Ella vestía aún el uniforme. Wallander la había felicitado, hacía unas horas, por lo bien que había leído el discurso.
—Es que he encontrado a alguien que me cuida a los niños —explicó—. Así que aprovecho. ¡Es tal la cantidad de papeles que aún no he tenido tiempo de leer…!
—Ya. A mí me ocurre lo mismo. Por eso estoy aquí.
Wallander tomó asiento y ella apartó el montón de documentos, pues comprendió que el inspector quería hablarle de algo muy concreto.
Wallander le contó lo que se le había ocurrido a raíz del comentario del director general sobre su secretaria sustituta, así como la información obtenida de las conversaciones con Albinsson.
—A juzgar por cómo lo describes, no suena como un asesino en serie —objetó ella.
—Lo importante de mi hallazgo es que, ciertamente, sabemos de una persona que estuvo circulando por la zona en la que vivían algunas de las víctimas.
—¿Cómo crees que debemos actuar?
—Lo único que pretendía era hacerte saber lo que he averiguado.
—Vamos a ver. Hemos entablado contacto con los carteros fijos. ¿Quieres decir que ahora debemos hablar también con los sustitutos?
—Bueno, en realidad, no es necesario hablar con Lena Stivell.
Ella miró el reloj.
—Podríamos dar un paseo para despejarnos un poco —sugirió de pronto—. ¿Y si bajamos hasta la calle Harmonigatan y llamamos a la puerta de Larstam? Aún no es demasiado tarde.
—Yo no pensaba llegar tan lejos —admitió Wallander—, pero estoy de acuerdo contigo, nada perdemos con ir allí.
Abandonaron la comisaría y no les llevó ni diez minutos alcanzar la calle Harmonigatan, en la zona oeste de la ciudad.
—Todavía no me acabo de creer que Svedberg no esté entre nosotros —confesó de repente la joven policía—. Cada vez que nos reunimos, espero encontrármelo allí sentado.
—Sí. Además, nadie ha ocupado su silla aún. Y tardaremos en hacerlo.
El número 18 de la calle Harmonigatan correspondía a un edificio antiguo de tres plantas, provisto de portero electrónico. Larstam vivía en el piso superior. Wallander llamó al timbre, aguardaron y, al ver que nadie contestaba, volvieron a intentarlo.
—Ke Larstam no está en casa —dedujo ella. Wallander cruzó la calle y observó el apartamento. Había luz en dos de las ventanas, de modo que regresó y tanteó la puerta, que, curiosamente, estaba abierta. Así pues, entraron y, dado que no había ascensor, subieron a pie los amplios escalones. Wallander llamó a la puerta y, en el interior del apartamento, se oyó retumbar el tintineo del timbre. Sin embargo, nada sucedió. Llamó tres veces más, manteniendo el dedo sobre el pulsador. Ann-Britt Höglund se inclinó para mirar por la ranura del buzón.
—No se oye el menor ruido, pero la luz está encendida —señaló. Wallander lo intentó una última vez con el pulsador, antes de empezar a aporrear la puerta.
—Ya lo intentaremos de nuevo mañana —sugirió la colega.
Pero, de pronto, el inspector percibió que allí había algo extraño, Y su colega lo notó de inmediato.
—¿Qué estás pensando?
—No lo sé. Aquí hay algo raro.
—Lo más probable es que no esté en casa. El empleado de Correos te dijo que, en estos momentos, no tenía trabajo, ¿verdad? Tal vez se haya ido de viaje. Ésa sería la explicación más lógica y sencilla.
—Sí, seguramente tengas razón —convino Wallander vacilante.
Ella comenzó a caminar hacia la escalera.
—Mañana lo intentamos de nuevo.
—A menos que entremos a pesar de que nadie nos abra la puerta.
Ella lo miró atónita.
—No estarás hablando en serio, ¿verdad? ¿Qué quieres? ¿Qué forcemos la puerta? ¿Acaso está bajo alguna sospecha?
—No, claro. Era sólo una idea. Ya que estamos aquí…
Ella negó con determinación.
—No puedo aceptarlo. Es contrario a cuanto he aprendido.
Wallander se encogió de hombros.
—Tienes razón. Mañana volvemos a intentarlo.
Regresaron, pues, a la comisaría, y aprovecharon el paseo para estudiar cómo se repartirían el trabajo durante los días siguientes. Al llegar, se despidieron en la recepción. Ya en su despacho, Wallander se aplicó a revisar los montones de documentos que lo aguardaban. Poco antes de las once, llamó a Estocolmo y halló libre aquella línea telefónica del restaurante que, por lo general, estaba ocupada. Linda no tenía tiempo de hablar, pero acordaron que ella lo llamaría a lo largo de la mañana siguiente.