Cuando enfilaron el sendero, oyeron ladrar a los perros a lo lejos.
—Pensé que no estaría de más inspeccionar la isla, por si el asesino estuviese aún por aquí —aclaró Lundström.
—Llegó en barco y atracó en la orilla este —reveló Wallander.
—Si hubiéramos contado con algo más de tiempo, podríamos haber dispuesto vigilancia en los puertos de los alrededores, pero ahora ya es tarde —se lamentó Lundström.
—Bueno, siempre cabe la posibilidad de que alguien haya visto algo, algún barco que haya atracado en un muelle de tierra firme —sugirió Wallander.
—Claro, estamos investigándolo —aseguró Lundström—. Ya había pensado en ello.
Wallander esperó algo apartado mientras Lundström escalaba la roca hasta la grieta para hablar con sus colegas. Durante unos minutos, desapareció de la vista del inspector, oculto por los helechos. Wallander se sentía mareado y deseaba marcharse de aquella isla lo antes posible. La sensación de ser culpable de lo ocurrido crecía en su interior. Tenían que haber abandonado la isla la noche anterior; él debió prever el grave riesgo que entrañaba permanecer allí: estaban viéndoselas con un asesino que parecía saberlo todo en todo momento. Por otro lado, también había sido un error dejarla dormir en el piso de abajo.
Comprendió que de nada servía torturarse de ese modo, que lo habla hecho lo mejor que había sabido, pero no lograba apartar esas ideas de su mente.
Cuando apareció Lundström de entre los helechos, otro agente se acercaba por el lado contrario con su perro.
—¿Has encontrado algo?
—En esto isla no hay nadie —sostuvo el policía—. La perra siguió una pista hasta la orilla este de la bahía, pero allí se acabó el rastro.
Lundström miró a Wallander.
—Tenias razón. Vino en barco. Y en barco se marchó.
Bajaron de nuevo hasta la casa mientras Wallander reflexionaba sobre lo que acababa de decir su colega.
—Lo del barco es un detalle importante —apuntó—. ¿Dé dónde lo sacó?
—Si, en eso mismo estaba pensando yo —se sorprendió Lundström—. Si la persona en cuestión ha venido de fuera, lo que parece incuestionable la pregunta es, justamente, de dónde ha sacado el barco.
—Pudo haberlo robado —sugirió Wallander.
Lundström se detuvo en medio del sendero.
—Pero ¿cómo dio con el camino hasta aquí en la oscuridad?
—Debía de conocer la isla, y además hay mapas marítimos.
—Entonces, ¿tú crees que ya había estado aquí antes?
—No Rodemos descartar esa posibilidad.
Lundström reanudó la marcha.
—Un barco robado o temporalmente sustraído —recapituló—. Y tiene que haber sido de los alrededores, de Fyrudden, Snäckvarp o Gryt. A menos que lo consiguiera en un embarcadero privado.
—No dispuso de mucho tiempo —observó Wallander—. Piensa que Isa huyó del hospital ayer por la mañana.
—Un ladrón que anda escaso de tiempo resulta fácil de localizar —le recordó Lundström.
Habían llegado ya al muelle, donde Lundström se puso a hablar con un policía que estaba asegurando una amarra. Wallander oyó que Lundström le comentaba al policía algo acerca del barco supuestamente robado.
Cuando hubo terminado, permanecieron un rato de pie, al abrigo de la caseta del embarcadero.
—En realidad, no hay motivo para retenerte aquí —dijo Lundström—. Supongo que lo único que deseas en estos momentos es volver a casa.
Wallander sintió de pronto la necesidad de confesarle lo que sentía.
—Tendría que haberlo evitado —se recriminó—. La verdad, me siento culpable. Debimos marcharnos de aquí ayer mismo… y ahora está muerta.
—Yo habría hecho lo mismo en tu situación —lo consoló Lundström—. Puesto que ella se había refugiado aquí, era éste el lugar ideal para hacerla hablar. Además, ¿cómo ibas tú a saber lo que ocurriría?
Wallander negó con la cabeza.
—Tendría que haber previsto el peligro —insistió.
Subieron de nuevo a la casa. Lundström le prometió que se encargaría personalmente de que no surgiesen problemas de colaboración entre Norrköping e Ystad.
—Alguno se quejará de que no se nos hubiese informado de que venías hacia aquí, pero ya me encargaré yo de acallarlos.
Wallander fue a recoger su bolsa de viaje y regresaron al muelle. El barco guardacostas conduciría a Wallander hasta tierra firme. Lundström siguió a Wallander con la mirada mientras éste alzaba la mano en señal de despedida.
Metió la bolsa en su coche y se dirigió a la caja para pagar el aparcamiento. Entonces divisó la embarcación de Westin, que navegaba en dirección al puerto. Wallander fue a esperarlo al muelle. El rostro de Westin dejaba traslucir su pesar.
—Me imagino que te has enterado —adivinó Wallander.
—Isa está muerta.
—Ocurrió anoche. Me despertaron sus gritos, pero ya era demasiado tarde.
Westin le dedicó una mirada recelosa.
—Es decir que, si os hubieseis marchado ayer, no habría sucedido, ¿no es cierto?
«Ahí lo tenemos» se dijo Wallander. «Una acusación de la que, en realidad, no puedo defenderme».
Sacó la cartera, antes de preguntar:
—¿Cuánto te debo por el trayecto de ayer?
—Nada —repuso Westin al tiempo que se disponía a regresar a su embarcación.
En ese momento, Wallander cayó en la cuenta de que aún le quedaba otra pregunta por hacer.
—¡Ah! Hay otra cuestión…
Westin se detuvo y se dio la vuelta.
—Creo que entre el 19 y el 22 de julio llevaste en tu barco a cierto pasajero hasta la isla de Bärnsö.
—En el mes de julio suelo llevar cada día a muchos pasajeros.
—Ya pero éste era un policía —repuso Wallander—. Se llamaba Karl Evert Svedberg y tenía un acento sureño aún más marcado que el mío. ¿No lo recuerdas?
—¿Llevaba uniforme?
—Por supuesto que no.
—¿Puedes describirlo?
—Casi calvo, más o menos tan alto como yo, y corpulento sin llegar a estar grueso.
Westin se esforzó por recordar.
—¿Entre el 19 y el 22 de julio?
—Lo más probable es que partiese la tarde del 19. No sé cuándo regresó, pero, en cualquier caso, no después del 22.
—Tendría que mirarlo —se rindió Westin al cabo—. No lo recuerdo, pero quizá sí lo anoté.
Wallander lo siguió hasta la embarcación. Westin sacó un almanaque que tenía bajo el mapa marítimo y salió de la cabina.
—Pues aquí no hay, nada apuntado. El caso es que recuerdo vagamente haberlo llevado a bordo. Aunque, la verdad, esos días hay siempre tanta gente que tal vez lo confunda con otra persona.
—¿Tienes fax? —le preguntó Wallander—. Podemos enviarte una fotografía suya.
—Si, tengo fax en la oficina de Correos.
A Wallander se le ocurrió otra posibilidad.
—Verás, incluso es posible que ya hayas visto su fotografía —aseguró—. Quizás en un periódico o en la televisión. Es el policía al que asesinaron en Ystad hace unos días.
Westin frunció el entrecejo.
—Si, algo he oído. Pero no he visto ninguna foto.
—Entonces, si me das el número de fax, te la haré llegar.
Westin lo escribió en una hoja del almanaque que luego desprendió y le tendió a Wallander.
—¿Recuerdas si Isa estuvo en Bärnsö entre el 19 y el 22 de julio? —preguntó aún Wallander.
—No, pero la verdad es que no paró de ir y venir durante todo el verano.
—Es decir, que es posible que estuviese aquí por esas fechas.
—Es posible, sí.
Wallander abandonó Fyrudden y se detuvo en Valdemarsvik para repostar gasolina. Después puso rumbo al sur por la carretera de la costa. No había ni una nube, y conducía con la ventanilla abierta. Ya cerca de Västervik, comprendió que no aguantaría mucho más sin descansar. Necesitaba comer algo y dormir un poco. Poco antes del desvío a Västervik, se detuvo junto a una cafetería que había a un lado de la carretera. Ante la barra, pidió una tortilla, agua mineral y café. La mujer que tomó nota de su pedido le dedicó una sonrisa.
—A tu edad, deberías dormir por las noches —le dijo, afable.
Wallander la miró sorprendido.
—¿Tanto se me nota?
Ella se agachó para alcanzar el bolso, que tenía debajo de la barra, y sacó un espejo que sostuvo ante el rostro de Wallander. El inspector vio que, en efecto, tenía razón. Estaba pálido, ojeroso y despeinado.
—Vaya, pues es cierto. Me comeré la tortilla y me echaré un rato en el coche.
Dicho esto, salió a la terraza de la cafetería y se sentó bajo, una sombrilla. La mujer apareció al momento con una bandeja.
—Detrás de la cocina hay una habitación —le dijo—. Y en ella hay una cama. Te la presto.
Wallander, sorprendido, la siguió con la mirada hasta que la mujer entró en la cafetería.
Cuando terminó de comer, se dirigió hacia la puerta que daba a la cocina y comprobó que estaba abierta.
—¿Sigue en pie la oferta? —inquirió.
—Yo suelo mantener mi palabra —aseguró ella mientras le indicaba dónde estaba la habitación en que se encontraba la cama. Se trataba de una cama plegable sencilla, abierta y cubierta con una colcha—. En fin, es mejor que el asiento trasero de un coche. Aunque los policías, estáis acostumbrados a dormir en cualquier parte.
—¿Y cómo sabes que soy policía?
—Te vi la placa cuando abriste la cartera para pagar la cuenta. Yo estuve casada con un policía, por eso la reconocí.
—Me llamo Kurt Wallander.
—Y yo Erika. Que descanses.
Wallander se tendió en la cama. Le dolía todo el cuerpo y tenia la mente en blanco. Pensó que debía llamar a Ystad para avisar de que estaba en camino, pero no tuvo fuerzas. Cerró los ojos y se durmió enseguida.
Cuando despertó, no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Miró el reloj y vio que eran ya las siete de la tarde. Se incorporo de un salto ¡había estado durmiendo más de cinco horas! Lanzó una maldición al tiempo que echaba mano del móvil para llamar a Ystad. Como Martinson no respondía, llamó a Hanson.
—¿Dónde cojones te has metido? llevarnos todo el día intentando localizarte. ¿Tienes el móvil apagado?
—Habrá sido cosa de la batería. ¿Alguna novedad?
—Nada, solo que nos hemos pasado el día preguntándonos dónde estarías.
—Llegaré lo antes posible. Calculo que sobre las once.
Cuando la mujer apareció en la puerta, se sobresaltó.
—¡Vaya! Parece que necesitabas dormir —comentó.
—Sí, pero una hora habría sido suficiente. Debería haberte pedido que me despertases.
—Hay café, pero nada caliente que comer. Ya he cerrado.
—¿Quieres decir que te has quedado para que yo pudiera dormir un poco más?
—Siempre llevo retraso con la contabilidad.
Entraron en el local vacío, y ella, después de servirle un café y unos bocadillos, se sentó al otro extremo de su mesa.
—Lo he oído por la radio, lo de la muchacha asesinada en el archipiélago y el policía de Escaria que descubrió el cadáver. Supongo que ese policía eres tú, ¿verdad?
—Si, pero prefiero no hablar de ello. ¿Dijiste que habías estado casada con un policía?
—Sí, entonces vivía en el centro de Kalmar, pero después de la separación me vine a vivir aquí. Tenía suficiente dinero y compré esta cafetería.
La mujer le describió los primeros años, lo duro que había sido llevar un negocio que no prosperaba… Sin embargo, las cosas habían mejorado. Wallander la escuchaba pero, sobre todo, la miraba. Lo que más habría deseado hacer era tocarla, sólo por agarrarse a algo real, cotidiano.
Se quedó allí media hora más. Después pagó y salió. Ella lo acompañó hasta la puerta del coche.
—No sé cómo agradecértelo —confesó el inspector.
—¿Y por qué hay que andar siempre dando las gracias? —inquirió ella—. Conduce con cuidado.
Wallander llegó a Ystad alrededor de las once y fue directamente a la comisaría, donde los compañeros trabajaban a marchas forzadas. Los convocó en la mayor de las salas de reuniones. Incluso Nyberg y Lisa Holgersson acudieron. Mientras conducía desde Västervik, Wallander había repasado cuanto había acontecido desde la noche en que el desasosiego que le produjo el pensar que algo había podido ocurrirle a Svedberg le había impedido dormir. También había pensado en Isa Edengren, en cómo no había sabido protegerla, y había sentido redoblarse la ira que tanta muerte provocaba en él. En varias ocasiones, bajo los efectos de aquella enorme desesperación, había pisado el acelerador sin apenas notarlo y llegó a alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora.
No obstante, la ira no nacía sólo de lo absurdo de la matanza, sino que era también fruto de su sentimiento de fracaso. En efecto, seguían sin saber hacia dónde encaminar sus pasos y, por si fuera poco, a Isa Edengren la habían matado de un tiro ante sus propias narices.
Wallander les contó lo sucedido en la isla de Bärnsö. Tras responder a las preguntas de sus colegas y escuchar un informe sobre la situación en Ystad, hizo un resumen del estado de la cuestión. Era ya más de medianoche.
—Mañana hemos de comenzar por el principio —resolvió al fin—. Empezaremos de nuevo para poder seguir adelante. Tarde o temprano atraparemos al responsable de estos despropósitos, simplemente, no hay otra opción. Pero, por ahora, creo que lo mejor será que nos vayamos a casa a dormir. Si hasta el momento ha sido todo muy difícil, estoy convencido de que, en lo sucesivo, lo será aún más —concluyó y guardó silencio.
Martinson hizo ademán de ir a hablar, pero cambió de idea y calló también.
El inspector fue el primero en abandonar la sala tras la reunión. Después fue a encerrarse en su despacho. A nadie le pasó inadvertido el hecho de que deseaba estar solo.
Tomó asiento y reflexionó sobre lo que había dicho durante la reunión y sobre lo que comentarían al día siguiente.
Isa Edengren estaba muerta. ¿Había alcanzado así el asesino su último objetivo, o volvería a atacar?
Ni Wallander ni sus colegas conocían la respuesta.
La mañana del jueves 15 de agosto, Wallander acudió por fin a la consulta del doctor Göransson; había tenido que aplazar aquella cita demasiadas veces. Pese a no haber pedido hora, el médico lo recibió de inmediato. Se sentía agotado, ya que había dormido mal esa noche y, no obstante, por la mañana, al salir de casa, decidió no ir en coche. Sabía que cada día encontraría una nueva excusa para no empezar a hacer algo de ejercicio hasta el día siguiente… Se dijo que aquel día era tan poco apropiado como cualquier otro, de modo que podía tomarlo como el primero.